19 diciembre 2009

El destino de una estrella



Mi fiel y viejo amigo Balú, y yo, os deseamos unas felices navidades y un muy próspero año nuevo.






El destino de una estrella


Érase una vez…, una estrella muy, pero que muy pequeña. Sus hermanas se burlaban de ella por su minúsculo tamaño, y por la poca intensidad de luz que emitía en el firmamento.

—¿A dónde vas, enana? —le decían sin ningún miramiento.

Decidió, ante el rechazo, desplazarse a una galaxia cercana. Al verla llegar se rieron de ella.

—Pero si brilla menos que una linterna —comentaban unas.
—Aquí no tienes cabida —dictaminaban otras.

La pequeña estrella saltó de nebulosa en nebulosa, y siempre con el mismo recibimiento. Sola y desamparada se puso a llorar. Un agujero negro que pasaba por allí le preguntó por su llanto, y ella contestó que nadie la quería por su diminuto cuerpo.

—No te preocupes, ven conmigo, yo te haré grande.
—¿De verdad? —preguntó entusiasmada.
—¡Claro! Te daré masa con la que podrás aumentar tu tamaño y tu luminosidad.

La estrellita sonrió y se dirigió hacia el agujero, pero a mitad del camino un meteorito le gritó: “¡No, cuidado, te engullirá como hizo con mis hermanos!”.

—No le hagas caso. Ven.
—¡No, estrellita! Si entras no regresarás nunca —le gritó el meteorito.

Estrellita miró hacia el agujero, y al verlo tan negro se asustó alejándose de él.

—Ven conmigo, te enseñaré lugares que nunca habrías imaginado —dijo la piedra errante.
Al acercarse al asteroide éste comenzó a girar alrededor de ella.
—¿Qué haces? —preguntó algo mareada por seguirlo.
—La atracción gravitatoria. He entrado en tu campo de gravedad, y así estaré hasta que sea atraído por tu masa y forme parte de ella —gritó entusiasmado el meteorito.
—¿Y no te da miedo?
—¡Que va, al contrario, es lo que estaba buscando!

Estrellita y su amigo viajaron por el universo encontrándose con otras piedras que se unieron a ella. Poco a poco Estrellita fue ganando masa, y su luz cobró intensidad. Creyéndose mejorada volvió con sus hermanas, pero otra vez sintió el rechazo.

—Vete de aquí, nos deslumbras.
—¡Fuera! Eres demasiado grande, aquí no cabes.

Entristecida, buscó en el firmamento un lugar apartado donde pasar la vida solitaria a la que se veía condenada.

«No sirvo para nada, soy un fracaso como estrella», pensó, y se resignó a su soledad.

A través del telescopio, un rey descubrió a Estrellita. Realizó sus cálculos, y comprobó que siempre se movía en la misma dirección. Al Oeste.

El rey Baltasar recibió la visita de su amigo Melchor, ambos estudiaron aquella estrella, y llegaron a la misma conclusión. Decidieron seguirla.

En el camino se encontraron con Gaspar a quien también le había llamado la atención el cuerpo celeste. Los tres reyes se unieron en su trayecto.

Estrellita lloraba su aislamiento. Sus lágrimas, revoloteando detrás de ella, formaron una gran cola que, al reflejar su luz, le proporcionaba un aspecto majestuoso. De pronto una voz dulce y profunda la llamó.

—Estrellita.
—¿Quién me llama? —preguntó asustada.
—Soy tu creador —dijo la voz—, no tengas miedo. Tienes una misión que realizar.
—¿Una misión?
—Sí, aquella para la que fuiste creada. Servir de guía.
—¿Guía, para quién?
—En aquel planeta azul, hay tres reyes de oriente, que siguiéndote encontrarán al que buscan.
—¿Otro rey?
—Sí, al Rey de reyes, que ha nacido en un lugar llamado Belén.
—Belén, ¡qué bonito!
—Por ello serás conocida, a través de los tiempos, como la estrella que los guió. Serás la estrella de Belén.

Cada veinticuatro de diciembre, en el firmamento hay una estrella brillando más que las demás. Orgullosa y sonriente sirve de guía para aquellos que buscan su destino.

12 diciembre 2009

La cacería

—¡Nunca, nunca hagas eso!
—Pero…
—¡Nunca! En la caza debes ser el más inteligente.
—Vamos, ya lo asimilará —le dijo ella—, ya se ha hecho tarde, mañana seguiréis con las lecciones. Y tú aprovecha ahora para jugar un rato.
—Todas las madres sois iguales. Vete, pero no tardes.

El padre andaba preocupado, la comida escaseaba, cada vez era más difícil dar de comer a la familia.

—No te preocupes, nuestro pequeño aprenderá.
—Tiene que hacerlo, necesito su ayuda. Estoy ya viejo.

El sol brillaba en lo alto del bosque. Padre e hijo habían salido de caza, iban al acecho. Encontraron el rastro de un par de conejos. Se trataba de dos, quizás tres. Las huellas se amontonaban, entrelazándose tanto, que se tendría que ser un buen rastreador para poder distinguir el número de piezas.

Recorrieron el terreno durante dos horas. Sigilosos, prevenidos y hambrientos. Al llegar a un claro el padre detuvo a su hijo. Sin sonido, sólo una seña. El joven se colocó con rapidez en su posición, atento a las indicaciones de su padre.

La noche anterior había escuchado, por fin, las palabras que tanto deseaba oír.

—Hace falta comida. Mañana saldremos.

Tuvo el impulso de saltar de alegría, gritar, pero se contuvo.

Le costó conciliar el sueño pensando en su primer día. Recordaba las palabras de su padre: «El primer día que vengas a cazar, la primera pieza será tuya. Así lo hizo mi padre conmigo, y así lo haré yo contigo».

Inmóviles esperaron a que la pieza estuviera segura. La respiración calmada, los músculos tensos, el ánimo templado y dispuesto.

Tres eran los conejos. Las orejas levantadas, el hocico husmeando el ambiente. Presentían el peligro, y permanecían inmóviles. Hasta que no supieran dónde estaba el riesgo no sabrían hacia dónde correr.

De pronto una urraca sobrevoló el claro gritando: “El hombre, el hombre”. Los conejos echaron a correr intentando esconderse. Se oyeron dos disparos. Solo uno de los conejos alcanzó la maleza salvando así la vida.

Dos pares de botas se acercaron a los gazapos mortalmente heridos. Sin mediar palabra, los cazadores fueron con rapidez tras el escapado.

La luna iluminó el bosque. La madre Lince vió cómo su esposo, acompañado de su hijo, llegaba con las manos vacías. Esa noche no cenaron. Al día siguiente regresarían para intentarlo de nuevo. Si el hombre no se interponía, otra vez, en su supervivencia.

26 noviembre 2009

Envidia y altanez

Con una mirada impertinente, como perdonando la vida. Gesto desairado, postura altiva y estudiada, para ocultar la envidia, con un pensamiento altamente peligroso, como para no repetirlo en voz alta. Así andaba Alicia por este mundo. Personalidad perfecta para uno de esos programas televisivos donde se pela, como a una gallina, a cualquier famoso.

Su niña creció con esa escuela engañosa donde la verdad no interesa. Si algo no se conseguía era porque los Hados se habían confabulado en contra. Pero si alguien, fuera quién fuera, lo alcanzaba, se aplicaba el favoritismo o la compra. Nunca fallaba. Así siempre la gallina estaba preparada para la olla.

Amigo ninguno. Que se creyeran amigos pocos. Enemigos todos. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Ya lo decía el dicho: «Criados servirme que de buena cuna vengo» las clases sociales se crearon para algo, y no precisamente para mezclarse, al menos hacia abajo.

—¿Te leo la mano niña?
—¡Déjela en paz!
—¡No. Mamá!
—¿Pero, qué dices?

La gitana cogió con rapidez y fortaleza la manita que se extendía hacia ella, paseo sus dedos sobre la palma, y levantando lentamente la mirada miró a los ojos de la madre. Alicia se sintió insultada, y de un tirón apartó la mano de su hija. A la fuerza se la llevó lejos.

—¿Qué has visto? —Preguntó una joven gitana.
—¡Lo que nunca tendrás! —Contestó sin dejar de observar cómo se alejaba Alicia.
—¿Riquezas, posición, un novio?
—Un corazón negro.

Una risa histérica y repleta de carcajadas acompañaba a los golpes de cuchillo que en el pecho recibía Alicia de manos de su hija. Un hombre de raza gitana miraba espantado desde el alféizar de la puerta, la respuesta a la negativa de boda.

14 noviembre 2009

Se busca


«En busca y captura hasta la desesperación. Se trata de una persona de edad indefinida, bien vestida, educada, amable y sonriente. Su verborrea suele ser causante de algunos actos que, mayoritariamente, los realizan gentes muy distantes de su condición social.

»Se le suele asociar con la corrección. Por lo general piensa en el bienestar social y en la progresión a un mundo feliz. Se desvive por los necesitados, los desamparados y desvalidos.

»De sus enemigos suele decir que son adversarios. De sus amigos, compañeros. De su país, el único.

»Sus detractores le inventan historias increíbles. Sus admiradores le veneran.

»Su vida familiar se desconoce; solo la parte que se considera íntima.

»Lucha con gallardía para que en el mundo no exista guerra, hambre y miseria. No hace distingos entre razas, ni entre religiones.

»Odia la vanidad y los pecados capitales que la acompañan.

»Es… La humanidad en persona. Inspira confianza y respeto.

»Llegado el momento de abandonar esta vida, y con mi último suspiro, reconozco mi fracaso en la búsqueda por todo lo ancho y largo de este mundo.

»Por todo lo que esa persona representa, paso el testigo a quien lea esto, y le deseo mucha suerte en su investigación.»

Este manuscrito, se encontró junto a un cadáver que, situado junto a unos contenedores de basura, por su vestimenta, su suciedad y su falta de signos de violencia, se concluyó que se trataba de un vagabundo cuya muerte fue debida a un fallo cardiaco.

A los dos días del hallazgo, un periódico local publicaba el contenido de aquella carta con un titular que rezaba: “Se busca”.

Por la razón que fuera; por su interés humano, por el periodístico, o simplemente porque gustó, todos los medios de comunicación del planeta Tierra, tanto escritos como audiovisuales, hicieron público el contenido de ese deseo frustrado.

No existía un lugar donde no se hablara de la noticia. Los gobiernos dictaron orden de búsqueda con la esperanza de encontrar al ser descrito. El país que fuera poseedor de tan distinguida persona, no sólo dominaría su sociedad, sino el mundo.

Todas las agencias, la CIA, el CNI, el Mossad, la Europol, la Interpol y el resto de los servicios secretos se pusieron manos a la obra.

Tras dos meses de indagación, en una sesión de La Organización de las Naciones Unidas se concluyó que tal persona no existía, y que todo había sido el acto desesperado de alguien a quien denominaron, ruin y despiadado por gastar una broma al mundo.

Pasado un año del manifiesto, en aquel periódico local se recibió un fax que rezaba: «Lo encontré, no es de ese mundo, dejen de buscar».

30 octubre 2009

¿Dónde estás, Tenorio?

En estas fechas, que con más intensidad, recordamos a los que se fueron, va mi homenaje a su recuerdo.



¿Dónde estás, Tenorio?


Su mano temblorosa, limpia la foto que preside la lápida. Desde hace diez años, realiza la misma rutina sin faltar ni un solo lunes, su Herminia no se lo perdonaría. Ni ella, ni él, que para eso le juró amor eterno en su boda.

Cansado ocupa un banco que no dista mucho de la tumba. Allí, sentado, le cuenta sus cosas, como en casa al volver del trabajo, porque como él dice: “La vida es una rutina, y se la ve venir, hasta cuando se acaba”.

Esta tarde le vienen a la memoria tiempos pasados, aquellos en los que los dos juntos salían al escenario, e interpretaban sus papeles, « ¡Qué felices éramos, vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.

Las horas pasan muy de prisa cuando se está a gusto, pero la edad avanzada no es buena compañera del frio, y en noviembre ya lo hace, sobre todo al anochecer. El sol se pone en el cementerio, y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide lanzando un beso al aire, como hace cada vez que viene a verla.

Paso a paso, sin prisas, se aleja de Herminia. Se para, mira a su alrededor, y se da cuenta que se ha perdido en aquel lugar tan grande.

—Todas las calles son iguales, ¿cómo no voy a perderme?—, se dice como un reproche.

Se decide por la más iluminada. Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, una leve sonrisa ilumina su arrugada cara, unos pasos más adelante ve a un hombre junto a un nicho.

—Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Me he perdido.
— ¡No faltaba más! –Le contesta—, voy a hacer algo mejor si le apetece, le acompaño, yo aquí ya he terminado.

Los dos juntos recorren el lugar, mientras que hablan de cosas intrascendentes, hasta que el desconocido hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del halloween?”.

Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño que ha hecho a una tradición.

—Comparto su opinión —dice el acompañante—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si volvieras a nacer, como si todo…
— ¿Lo malo no hubiera ocurrido?
—Sí… —, susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.

Siguen camino. La conversación declina en la obra de Zorrilla. Repasan versos, interpretaciones, y ríen.

Llegan a una plaza. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, éste muy cordialmente accede. Sigue su conversación más entusiasta si cabe, llegando a interpretar gestos mientras recitan. Los dos, sin caer en ello, conocen los versos de memoria.

— ¡Aaah! ¿Dónde estás, Tenorio? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus victimas, olvidado y relegado por disfraces y fiestas, que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.
—Así es, amigo mío, olvidado.
— ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarle.
—Me llamo Juan –dice el desconocido.
—Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida que ya debe ser tarde y hace frio.
—No Eusebio, esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.
— ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Vámonos a casa.

De pronto aparece en escena el vigilante del cementerio, que cruzando la plaza sigue camino sin hacerles caso. Eusebio lo llama. El vigilante continua perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.

—Ni te ve, ni te oye.

A lo lejos se escucha un cántico. Eusebio mira y solo distingue la luz de un quinqué. Da unos pasos que son detenidos por la voz de su compañero.

—Vienen hacia aquí para reunirse con nosotros.
— ¿Nosotros, Por qué?
—Porque son La Santa Compaña, y todas las noches de difuntos recogen a Don Juan Tenorio, y a su acompañante.

21 octubre 2009

El primero de noviembre

Llega noviembre con su noche de difuntos, con su día de “Todos los Santos” y su “Halloween”, que ha viajado más que willy fog, de Europa al norte de América, pasando por el sur, el lejano oriente, y volver a su lugar de origen disfrazado, maquillado y algo loco.

En España, de toda la vida, como se suele decir, ha predominado los pastelitos en forma de huesos, “huesitos de santos” se les llama, la visita al cementerio, y la representación teatral: “Don Juan Tenorio”, de José Zorrilla.

Los que somos de la quinta del siglo pasado, recordamos aún aquellas representaciones televisivas, donde se esperaba con auténtico interés, pues las calles se quedaban vacías, para ver a la actriz que daría vida a Doña Inés, y al galán que la enamoraría en la escena del sofá. Era la época de series que recogían en el hogar a toda la familia, como la del aquel esclavo que quería ser libre, o la de dos policías jóvenes con su coche rojo atravesado por una raya blanca.

Fiesta de Todos los Santos. Llena de muerte, recuerdos, dulces de mazapán y amor escénico. Un cóctel de contradicciones bajo un tópico, el respeto. Respeto por los muertos, por la Muerte, por la vida y los vivos.

¿Y qué ha pasado? Pues está claro, la vida cambia, las costumbres también, degenerando, si se puede decir así, en diversión a costa del Miedo y de todo lo que le rodea. Dicen que el que no se adapta a los cambios muere como consecuencia de ellos.

Pero qué bonito sería ver de nuevo a Don Juan en un duelo a muerte con Don Luis, o sentir como tiembla cuando la Santa Compaña se desliza por el escenario en su busca, o como se deshace de amor Doña Inés con los versos, que el rufián del Tenorio le recita al oído. Y volver a degustar, acompañado con una copita de licor, los huesos de santo.

Conocer como muere una tradición es triste, pero observar como se olvida es peor.

Por eso, desde aquí, revindico a Don Juan Tenorio, que a pesar de su machismo y de su mal ejemplo, sigue enamorando con sus versos.

¿Qué mujer, de las de hoy, no se rendiría? Si le susurraran: “...no es verdad, paloma mía...”, “...ángel de amor...” Sobre todo cuando se descubre que al final todo es verdadero amor.

Llega noviembre con su halloween…

14 octubre 2009

Las vacaciones II

Algunos estarías esperando la segunda perte de "Las vacaciones", otros no, pero para unos y para otros os la dejo.


Las vacaciones II


Después de la experiencia con los santos monjes y asqueado de tanta fiesta y borrachera, quise probar otra forma de pasar las vacaciones.

Gracias a que uno es deportista, y físicamente completo, vi la oportunidad de ocupar la plaza de socorrista en una piscina. Y al mismo tiempo recuperar algo del dinero gastado en tanta juerga.

Pasé las pruebas pertinentes y me presenté en mi sitio, dispuesto para vigilar a machitos y admirar esculturales jovencitas. ¿Mi misión? ¡Relax!, tomar el sol, y ligar si se terciara. Para ello estrené un bañador algo…, ajustado y de color rojo –por lo de llamar la atención al lugar… ¿Correcto?—, gafas de sol, gorra, y mi frasco de crema, que da distinción y evita quemaduras. Todo estaba preparado.

¿La piscina? ¡Grande, muy grande! Pertenecía a un hotel, por lo tanto era privada. ¿Mi primera sorpresa? Pocas toallas y muy desperdigadas, ocupadas por señoras tomando el sol, que a juzgar por las arrugas deberían ser de la cuarta, quinta o ¡vaya usted a saber qué edad!

¿El primer día? ¡Tranquilidad absoluta!, la piscina intacta, transparente, ¡pero claro! La humedad aumenta los rizos, y aquellas pasas no estaban para fruncirse más. Las amables ancianas no hicieron otra cosa que preguntar por mi estado de salud. ¡Cosas de viejecitas!

Al día siguiente estaba limpiando la piscina—, con otro bañador, tipo vigilantes de la playa—, cuando aparecieron las ancianitas del día anterior acompañadas por unas cuantas amigas, todas de la misma arruga más o menos. Muy amables ellas, e interesadas en saber cosas sobre mi labor. “¿Ha salvado muchas vidas?”; “¿Sabe hacer el boca a boca?”.

Las más atrevidas me perseguían con preguntas un poco… “¿Tiene el paquete… De salvamento preparado?”; “¿me pone crema?”.

O las oía comentar sin pudor. “Es muy joven. ¿No?”; “¡Uy! Casi podría ser tu nieto, sólo casi”; “el otro bañador le sentaba mejor”.

A cada paso que daba una u otra tenía alguna pregunta. ¡Y el agua sin tocar! Cuando llegó la hora de comer me acerqué a ellas para decirles que la piscina se cerraba durante tres horas. «Cuando se vayan me daré un bañito antes de la comida». Pensé. ¡Já,já! ¡A rastras tuve que sacarlas!

Aún no había terminado mi almuerzo cuando mi jefe me indicó que en la entrada a la piscina había clientas pidiendo que se abriera. “Come aprisa y abre”. “¿Y mi descanso?”, repliqué. “¡Anda que te dan trabajo esas señoras!”. Con la comida en la garganta fui a mi puesto.

Como medida de precaución, por aquello de los cortes de digestión, me senté en el borde de la piscina con los pies en el agua. ¡Grave error! En pocos instantes estaban todas dentro, rodeándome e intentando que me echara.

“Tírate, no tengas miedo yo te cojo”.
“Me estoy mareando, ayúdame”.
“¿Cómo es el boca a boca?”.
¡Vaya tarde! Larga como la piscina.

Al tercer día las viejecitas acudieron en masa. ¡Vamos que en el hotel no quedaba una! Algunas se atrevieron hasta con biquini, pero no uno normal. ¡No! Uno de esos mini, mini. ¡Dios mío!

Esa mañana el sol quemaba con más fuerza que otros. Como verdaderas gambas se pusieron algunas. ¡No daba abasto! Hay que ver que manías tenían algunas de ellas. Se quitaban la parte de arriba para evitar rayas, ¡señor! Y pretendían que les pusiera crema en las… ¡Bueno!, lo que quedaba de ellas.

Esa mañana sí, el agua se estrenó. Desde el primer momento se tiraron a la piscina. ¡Señor, qué sueldo más bien ganado! Y digo yo. ¿Si no saben nadar por qué se tiran donde más cubre? Cuándo conseguía llevarlas donde hacían pie me rodeaban, me manoseaban, me pedían que les hiciera el boca a boca. ¡Y hasta me…! ¡Pero, señora!

Lo peor fue cuando aparecieron sus maridos. ¡Bueno, las que aún lo conservaban! Ellos no dejaban de observarme vigilantes, atentos a todos mis movimientos. Mientras que ellas, con el morro torcido, no hacían más que preguntarles con sorna si esa mañana no jugaban la partida. Las otras, las solitarias, fueron las que organizaron el motivo de mi despido.

“Soy viuda, ¿sabe?”; “yo divorciada”; “¿me ve alguna raya?”.

Lo peor comenzó cuando una de ellas se me abalanzó. “¡Hay hijo, te vas a quemar! ¿Te pongo crema?”.

Y digo lo peor porque las demás empezaron una guerra por la que es difícil mediar. “¡Atrevida!”; “¡buscona!”; “¡guarra!”; “¡vieja!”; “¡tápate esos colgajos, asquerosa!”.

Me gané el sueldo, ¡y un ojo morado! En medio del alboroto que se organizó, e intentando separar aquellas fieras, uno de los maridos me acusó de meterle mano a su mujer, y lo hizo ayudado por los otros. Mientras, ellas gritaban para que me dejaran, al tiempo que los golpeaban.

Acabamos todos dentro del agua. Yo intentando huir, los hombres queriendo darme caza, y las viejecitas peleándose entre ellas. ¡Nunca aquella piscina estuvo tan llena!

Con mi finiquito y mi carta de despido en la mano, me marché. Pero antes quise pasar por la puerta de la piscina para; de alguna manera, despedirme. ¡Y la vi! Hermosa, esbelta, reluciente, limpia, intacta y con el agua transparente, llena a rebosar por todos los viejecitos del hotel, que no dejaban en paz a mi sustituta, a quien le faltaban manos para apartar las que se lanzaban sobre ella. Sonreí, y me marché pensando en qué ocupar el tiempo que me quedaba de vacaciones. Pero eso es motivo para otra historia.

02 octubre 2009

La joven del oboe

El siguiente relato está dedicado a una amiga que hace ya un año me contó sus aventuras en un país afortunado.


La joven del oboe



Los violines iniciaron con un pianísimo el primer movimiento de la sexta sinfonía “La pastoral”.

La música llegaba a sus oídos destapando sensaciones casi olvidadas. Una nota, luego otra nota. Paso a paso se transportaba al lugar idílico ideado por el autor. Cerró los ojos mientras la melodía le rodeaba invadiendo muy lentamente su ser.

El vello de los brazos se le erizó, su cuerpo tembló, y ya no importó como había conseguido llegar a la butaca del último piso superior de La Berliner Philharmonie.

Cuatro horas antes en el metro de Berlín había leído un cartel que anunciaba un concierto de la Sinfónica de Berlín esa misma noche. En la soledad de su habitación no dejó de pensar en los deseos de presenciar ese concierto, pero su economía no se lo permitía, y una entrada de aquel palacio de la música acabaría con la pensión o alguna comida, al menos durante un tiempo.

La vuelta a España sería en tres semanas y no quería irse sin haber escuchado a la Filarmónica de Berlín en directo. De pronto se dijo: « ¿Y por qué no?», miró su reloj, revisó el armario, y cogió el único vestido negro y largo que tenía, ni corta ni perezosa se lo enfundó, se calzó sus mejores zapatos, y con el estuche de su oboe salió como una exhalación en dirección a la sala de conciertos.

El chal que llevaba sobre los hombros no le preservaba demasiado del frío de la noche, pero no le importó, se le había ocurrido una forma de estar allí y nada iba a estropearlo.

Por fin llegó a La Berliner Philharmonie. Ante ella se alzaba una edificación moderna y extraña pero majestuosa e impresionante. Decidida en su propósito se dirigió con paso firme a la entrada de artistas en el lateral del edificio. El corazón le palpitaba fuerte y rápido.

Se paró en seco cuando vió congregados a todos los músicos de la orquesta esperando entrar. Intentó ocultarse en la oscuridad y esperar el momento.

— ¡María!
— ¡Ernesto! —su voz fue más de asombro que de alegría.

Ernesto fue un compañero de conservatorio que tuvo la gran suerte de poder viajar a Alemania para realizar un máster.

— ¿Tocas en la…?
—Sí, toco en la filarmónica desde hace un año, pero… ¿Qué haces aquí, y con el oboe?

Le contó sin detalles que había llegado a Berlín dos meses atrás con la intención de conseguir tomar clases de oboe, y perfeccionar así su técnica. Pero al verla temblar de frío Ernesto se interesó más por el motivo que le había llevado a aquel lugar. María se sintió descubierta, le contó que pretendía colarse para oír el concierto, él quedó pensativo, miró la puerta de artistas ya abierta y tras un breve silencio le dijo que le acompañara.

La cogió del brazo y casi arrastras la llevó en dirección a uno de los profesores de la orquesta. Cuándo Ernesto lo llamó María se quedó paralizada, él la soltó y se dirigió al profesor. Duró muy poco su conversación. Ernesto volvió junto a ella y se encaminaron hacia la puerta.

— ¿Nombre?

Al vigilante le quedaban pocos minutos para terminar su turno por lo que su pregunta era más de prisa que de averiguación. Buscó en la lista el nombre de Ernesto.

— ¿Viola?
—Así es.
— ¿Y ella?
—El profesor Hicthelcar… —Hizo una pausa buscando en su mente algo que satisfacer la curiosidad germana.
— ¡Ah! Hicthelcar, sí, ¿su alumna, no? Pase.

Los dos intentaron no mostrar sorpresa y entraron lo más rápido posible. Ella le preguntó qué le había contado al profesor, él le dijo que simplemente le pidió el favor de que la escuchara tocar. Era lo último que se esperaba ella.

— ¿Y qué dijo?
—Mañana te espera. Nos vemos aquí en esta puerta y te acompañaré. Ahora mira, por aquel pasillo encontrarás unas escaleras que te llevarán al los últimos pisos, intenta pasar desapercibida y siéntate en el primer lugar que encuentres.

Le dio las gracias y se dirigió camino de los pisos superiores. Aquello parecía un laberinto, tomó una decisión y se dirigió a un pasillo donde se encontró con una señorita que indicaba a los asistentes por la puerta que debían entrar para acomodarse, María se sintió descubierta y para evitarla entró por la primera que vió abierta, se sentó en una butaca y esperó. Al poco tiempo vió asomarse a la acomodadora con signos de buscar a alguien, se levantó lo más cautelosa posible y salió.

Subió por otras escaleras huyendo de la azafata y llegó a otro lugar donde encontró a una pareja de ancianos que esperaban en aquel pasillo enmoquetado, se puso a hablar con la pareja como si los conociera de toda la vida y así evitar que le pidieran la entrada. Sonó un timbre, se despidió, y entró rápidamente justo en el momento en que las luces se apagaron y las puertas se cerraron. Casi a tientas encontró un lugar donde sentarse. Cuando el escenario se iluminó se quedó sin habla al ver que estaba situada justo en medio.

El cuarto movimiento describía la tormenta, su mano en un impulso mecánico marcaba el compás. Un clarinete y un trombón indicaban el final del aguacero en el quinto movimiento, y junto con los violines anunciaban la salida del sol. María derramaba lágrimas ante tan perfecta interpretación.

A la semana los padres de María recibieron una carta, en ella con entusiasmo contaba que había conseguido tomar clases con un profesor de la filarmónica de Berlín, y que gracias a una suplencia tocaba en una orquesta.

25 septiembre 2009

Criticad, y hacerlo sin piedad.

Sí. Habeis leído bien. Hay muchos lectores de este blog que nunca han dejado un comentario por no querer ofender, otros por no merecer la pena decir la verdad, y los últimos no han pasado de la segunda línea.

¡Pues, bien! Os ofrezco con este relato la oportunidad de decir lo que pensais, prometo contestaros a todos(lo que no hago es que sea inmediatamente)y siempre aceptando vuestras críticas.

Ánimo y al toro.



El semáforo




«Querido lector. —Perdón por las confianzas— La historia que a continuación vas a leer tiene como protagonista tu imaginación, única y exclusivamente.»





Era una noche cerrada, sin luna. Solo la luz emitida por los faros, dejaba ver el camino y su defectuoso asfalto.

«No tenía que haber cogido este atajo», se recriminaba una y otra vez, intentando encontrar algún punto de referencia.

Su tendencia siempre impulsiva, le había obligado a localizar un buen itinerario, y ahorrar así kilómetros. Esa fue la razón por la que, hacía más de media hora que desvió su recorrido abandonando el seguro y llano pavimento, de la carretera nacional.

Por un instante observó un relámpago acompañado casi al instante, por el estruendo del trueno. «“¡Vaya!. Lo que faltaba, una tormenta”».

No se equivocó. Un goteo pertinaz cubrió el cristal. La visión se enturbió y sólo el funcionamiento de los limpiaparabrisas dejó ver el camino. El movimiento sincronizado del barrido de agua, alejó por unos instantes el mal talante producido por aquel asfalto degradado. Su mente reprodujo las imágenes de alborozo al volver con los suyos, después de unas semanas de viaje.

Siempre ocurría lo mismo. Sus hijos de ocho y diez años, abrazándole nerviosos, la alegría de su mujer al tenerlo otra vez en casa. Y su satisfacción de encontrarse en terreno familiar.

«¡Qué malo es ser viajante de comercio! Poca paga y siempre fuera de casa». Frases que siempre repetía cuando su memoria se inundaba de hogar.

Otro resplandor hizo que volviera a la realidad. Las gotas repiqueteaban sobre el cristal y tamborileaban sobre el coche con más intensidad.

Intentó aprovechar la iluminación que le proporcionaba la tormenta para averiguar su situación, pero la viveza del aguacero hacía imposible ver con claridad.

«¡Vaya por Dios! Paciencia Juan», pensó mientras saltaba en su asiento a causa de un bache.

Por un instante le pareció ver a lo lejos una luz. Agudizó su visión para cerciorarse que realmente había visto aquel resplandor.

¡Sí! ¡Era cierto! Había una luz allí delante. No la distinguía con claridad, pero su instinto le indicaba que debía dirigirse a ella con rapidez.

Apretó con fuerza el acelerador en su impulso de llegar cuanto antes. No le importó la humedad, el mal estado del camino, ni el peligro que corría al coger velocidad. Solo fijaba su atención en aquel punto donde habría un lugar habitado.

Podrían indicarle el camino e incluso telefonear a su casa. «¿Por qué no le haría caso a mi mujer con el teléfono móvil?». Pensó.

A medida que se acercaba iba creciendo su nerviosismo. A pocos metros pudo ver con claridad de qué se trataba.

Un semáforo. Su luz verde resaltaba con intensidad sobre el espacio que abarcaba. Su ánimo no se turbó, pensó que aquello era signo de civilización.

Cuando faltaban escasos metros para llegar, la luz cambió a rojo. Frenó con rapidez instintiva. Con tal fuerza apretó su pie el pedal que el coche le patinó.

Parado allí delante, comprobó que aquello era un paso a nivel sin guarda ni barrera. Le pareció extraño que aún quedaran en este país pasos de ferrocarril en esas condiciones, pero no dio más importancia al hecho.

Intentó encontrar algún indicio de civilización entre tanta extensión negruzca. No había nada, la oscuridad más allá del semáforo era intensa.

«¡Qué raro!». Pensó. «Quizás haya un apagón en el pueblo…». Le pareció lógico, y más en una noche tormentosa como aquella. No había nada por lo qué preocuparse, lo único que debía hacer era esperar a que el tren pasara. Luego el color verde le indicaría que podía continuar su camino.

La intensidad de la luz roja iluminaba toda la parte delantera e interior del vehículo. Podía ver con nitidez el aparato de radio que llevaba instalado. Intentó aprovechar aquella claridad y averiguar por qué no pudo poner en marcha aquel receptor unas horas antes.

«Tenía que haberme instalado hace tiempo uno de esos modernos con CD ¡En fin…!». Su resignación fue absoluta. Buscó en su bolsillo la cajetilla de tabaco y el encendedor. La llama iluminó con viveza el interior del coche, e inundó de humo el pequeño habitáculo.

Mientras respiraba aquel humo denso, pensó en lo primero que haría cuando llegara a casa. La ducha le parecía un placer de dioses. Las zapatillas y un vaso de licor frente al televisor, un regalo. Luego la cama, su cama, y no esas tablas de tortura que tienen los hostales, levantándote por la mañana con los riñones hechos polvo.

El tiempo pasaba sin darse cuenta. Abrió la ventanilla y lanzó lejos la colilla. Rápidamente subió el cristal al notar el frío del exterior, se frotó las manos, los ojos, y comprobó que la luz roja del semáforo seguía allí, dominando la oscuridad con prepotencia.

—¡Cuánto está tardando este tren en pasar! — dijo en voz alta con un suspiro desconsolador.

«Anda que RENFE también…». Aquel reproche era el primer signo de impaciencia. «¿Y si pasara? No se oye nada tampoco, igual me da tiempo a cruzar, esto está tan solitario que nadie me verá». Con este pensamiento puso la primera velocidad, cuando su pie iba camino del acelerador le invadió una duda. La duda.

«¿Y si resulta que aparece el tren cuando esté en medio? No, mejor será esperar». Colocó la palanca de cambios en punto muerto. Volvió a quejarse de su mala suerte.

Con un suspiro de resignación repitió el acto del fumador enturbiándose el recinto, obligándole a guiñar los ojos para evitar llorar. Pensó en el disgusto que cogería su mujer si lo viese fumando. En casa reprimía el vicio hasta la desesperación con tal de no tener bronca.

«¡Juraría haber oído un silbato! A ver si es el dichoso tren y sigo camino». Pero allí no aparecía nada, y mucho menos algo que se pareciera a una locomotora.

Una fría sensación recorrió su espalda. Se volvió con rapidez intentando averiguar si alguien andaba cerca del coche, no vio nada más que oscuridad.

«A ver si me dan un susto, ¡maldita sea!», pensó al tiempo que presionaba el seguro. Su estado empezaba a cambiar, el nerviosismo le invadía y tornó a preguntarse por la posibilidad de cruzar las vías. En esta ocasión la herramienta de la conciencia no actuó, al contrario, la prudencia hizo mutis por el foro. «No tiene porque pasar nada, si acelero y cruzo con rapidez…». Cada vez tenía el ánimo más dispuesto a intentarlo.

Apagó el cigarro en el cenicero con diligencia, se acomodó en su asiento, y se dispuso a cometer la infracción. Cogió la palanca de cambios con firmeza, colocó la primera velocidad, y presionó con seguridad el acelerador. Muy lentamente levantó el pie del embrague y el coche comenzó a moverse. La luz roja del semáforo recorrió el vehículo en su avance, éste remontó una pequeña pendiente e inició su andadura por encima de las vías.

Movimientos bruscos producidos por el desnivel, y el empedrado le obligaban a avanzar despacio y muy acelerado.

Cuando se encontraba en medio del paso a nivel, sintió un escalofrío. El instinto le hizo volver la cabeza a la derecha. Un gesto de horror le cubrió la cara. Vio con asombro como una luz intensa y cruel se aproximaba hacia él a gran velocidad.

Un reflejo de supervivencia le hizo apretar el acelerador a fondo, pero el empedrado, el desnivel y el nerviosismo hicieron que el motor se parara. En ese instante presintió algo a su izquierda. Su asombro fue total.

Otra luz gemela se le abalanzaba en el sentido contrario.

Su mano no acertaba a encontrar la llave de contacto. Miraba a un lado y a otro con horror mientras intentaba volver a poner el coche en marcha. Lo intentó una y otra vez, pero no lo conseguía.

Ante tal situación, intentó salir de aquel recinto de metal que tenía todas las posibilidades de convertirse en su ataúd. Sin perder de vista aquellas luces, palpó la manivela de la puerta. Su estado de máxima excitación, hizo que forzara aquella débil palanca y se rompiera, entonces lo vio todo claro. Iba a morir por lo que parecía un absurdo. Dos trenes circulando por la misma vía en dirección contraria y él en el medio.



«En este momento, el lector puede haber llegado a dos conclusiones. Que todo ha sido un sueño, o que el coche le responde en el último momento y se salva. En cualquier caso, predecible desde párrafos atrás.

»Sin embargo, querido lector. —Vuelvo a pedir perdón — La conclusión está en el protagonista de la historia. Tu imaginación. Pero te daré una pista.»




La tormenta cedió. La calma volvió a inundar la noche, y el semáforo tornó de la luz roja, a la luz verde.

La trampa, volvía a colocarse.

17 septiembre 2009

Diálogos

Una compañera del País Vasco, lanzó en su blog una propuesta. Realizar un ejercicio de diálogo en un texto donde todas las líneas comiencen con un guión, como ella dijo: “esto es, diálogo prácticamente puro.” Pues aquí está el mío.


Diálogos


—¡Mato!
—Eso no puede ser… Hombre.
—¿POR QUÉ?
—No chilles, por favor.
—¡YO GRITO LO QUE ME DA LA GANA!¿PASA ALGO?
—Pues pasa… ¡QUE NO ME GUSTA QUE ME GRITEN!
—¡AH, NOOO!
—¡NO!


—¿Qué ocurre?
—Nada, lo de siempre, ¡cuando se juega por dinero…!
—Pues tendrás que hacer algo. ¡Mira! Estás perdiendo clientela. ¡Mira, mira! Ya tienes dos menos.
—¡Me cagüen tó!
—¡Pero…! ¿Dónde vas con el garrote?


—¡SE ACABÓ! ¡AQUÍ NO GRITA NADIE MÁS QUE YO! ¿ESTÁ, CLARO?
—¡Bueno, bueno! Pero baja ese bastón. No volverá a ocurrir. ¿Verdad tú?
—Verdad.
—¡Vale! La próxima vez os tiro del bar. ¡Y SIN CONTEMPLACIONES, EH!


—¡Vaya! Ha surtido efecto. Si ya no golpean las fichas sobre la mesa, las dejan con cuidado. ¡Ya veremos mañana!
—¿Mañana? Veremos si entran en el bar.
—¡Calma, hombre! Que son buenos clientes. Mañana nada más entrar, les pones los puntos sobre las íes y ya está.
—¿Tú… Crees?
—Sí, hombre sí, ¡Ya verás!
—¡Bueno!, ¡Hale, tú a la cocina, que de todo esto ya me encargo yo!
—¡Será… Posible! Una intenta ayudar y mira como le pagan.
—¡Que te oigo! Aunque hables bajito.

03 septiembre 2009

El genio

Cuentan que Beethoven escribió a su hermano pidiéndole dinero, éste le contestó negándoselo y recriminándole su faceta de músico, y firmando:”Tu hermano, el abogado”. A lo que Beethoven respondió a sus galanterías firmando: “Tu hermano, el genio”.


El genio



Llorar, notar anudada la garganta, creer alcanzar el cielo al oír una melodía. Sentirse vivo. En esas ocasiones es totalmente indiferente el sexo y la edad.

Quebrar el silencio con breves y fugaces notas. Volverlo a romper con maestría extrema hasta el éxtasis.

El compositor oye en su corazón la orquestación, navegando por las líneas del pentagrama. Olas por las que surcarán las barcas blancas y negras, que impulsadas por el sentimiento, llevan al navegante al lugar más recóndito jamás imaginado.



Su dedo pulsó la tecla del piano. No brotó sonido alguno. Volvió a pulsarla con fuerza. Nada.

Con celeridad fue a la mesa. Lanzó su mano sobre la madera, y sólo sintió dolor, pero ningún ruido.

La angustia y el desasosiego se apoderaron de él. Dio una palmada frente a su cara. Silencio.



Jaime acudió al conservatorio como todos los días. Esa tarde tocaba clase de “Historia de la música”.

—Hoy hablaremos de un compositor que escribió el periodo del clasicismo e inicio del romanticismo con notas de oro, ¿quién podría decirme…? ¡Jaime!.
—Ludwig van Beethoven.
—Muy bien, ¿qué instrumento toca? ¡No me lo diga! —. Dijo con un gesto teatral—. El piano, seguro.
—Sí —contestó Jaime sin bajar la guardia.
—¿Podría deleitarnos con alguna anécdota de su compositor favorito ¿Porque lo es, no?
—Uno de ellos, sí. —Ante el gesto del profesor continuó —.Tuvo un fugaz encuentro con Mozart y este dijo a quienes les rodeaban, "recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo". Beethoven contaba dieciocho años.
—¡Le he pedido una anécdota, no una leyenda! Es cierto que hubo un encuentro, pero de ahí a que Mozart dijera de Beethoven… ¡No, señor mío! Aquí no valen historias de bar.



Encerrado en el silencio, cárcel amarga, descubrió que su mente y su corazón oían la nota escrita sobre el papel pautado. Pasaba de pentagrama en pentagrama dibujando notas para cada instrumento, que luego en su conjunto haría estremecer al corazón.

Días de obsesión y noches de trabajo. Así nació una sinfonía.



En la clase de piano Jaime repentizaba una obra de Mozart. Su profesor, exultante, apagó el metrónomo con cuidado, aprovechando el paso de la página.

Al terminar, en el aula sonó un aplauso.

—¡Vaya! Veo que el piano se le da mejor que la historia. —Y haciendo caso omiso del profesor de piano, continuó —sin conocer su vida y cómo la vivió, tocará su música, pero no la interpretará.



La obra estaba terminada. Comenzó a leerla Da Capo. El primer movimiento le produjo escalofríos, en el segundo las lágrimas impidieron su lectura. El tercero lo desplomó sobre una silla, exhausto. «¡Oh, muerte fatal! Ya puedes venir», pensó.



Jaime solicitó una reunión con el profesor de historia.

—¿Por qué? —Jaime empleó un tono que no cabía lugar a dudas.
—¿Se refiere a por qué le he puesto matrícula, o a por qué no le he suspendido? —.La cara de Jaime manifestó confusión —.El día que le vi tocar el piano, supe que era usted brillante. Algo pedante, pero excepcional. Sabe ponerse en la piel del compositor y sentir lo que sintió. Por qué, cómo y cuándo. Quizá su carrera se trunque por algún otro motivo, pero no por el de interpretar. Si alguna vez decide crear música, ¡hágalo con el corazón! Sólo así comprenderá los años pasados en el conservatorio. ¡Y ahora déjeme que tengo mucho trabajo!



El director levantó los brazos. Los músicos atentos. Cuando se marcó el primer tiempo, la música brotó y recorrió cada rincón de la sala, invadiendo el espacio.

Lágrimas, nudos en gargantas que impedían hasta el respirar, éxtasis.

Cuando la orquesta terminó, los aplausos atronadores, febriles y entusiastas, sustituyeron a la música.

Jaime, en completa soledad auditiva, derramó todo su ser por los ojos. El público le devolvió aquellos sentimientos olvidados y despertados por su sinfonía.

Al día siguiente en clase de historia de la música, escribió en el encerado: “Mi nombre es Jaime, soy su profesor y estoy sordo”. Se apartó. Miró a sus alumnos cuyas caras reflejaban asombro y les dijo: “No se equivoquen, su condición auditiva no les hará mejores músicos. El saber el porqué, el cómo, el dónde, cuándo su compositor favorito hizo o deshizo, eso sí. Y sonrió.

28 agosto 2009

Las vacaciones

¡Por fin llegaron las vacaciones! Año tras año, fueron marcadas por fiestas nocturnas, hoteles caros, lugares como Benidorm, claramente turísticos, rodeado de fiestas, sin reparar en gastos.

En esta ocasión serían diferentes. Días de asueto, tranquilidad y sosiego, olvidando así el estrés y las aglomeraciones.

¿Y qué mejor que un monasterio? Allí la paz estaba asegurada. Mi “yo” interior florecería en toda su extensión. A través de internet conseguí el lugar deseado. Edificio antiguo, piedras llenas de historia, calma, naturaleza.

¡Qué bonito!, ¿verdad? ¡Pues, no! La primera en la frente, como diría uno de los… ¡Monjes! Allí estaba yo con mi maleta llena de ilusión, en la puerta del convento oyendo aquello de “¿Qué trae el hermano?” Pero… ¿Qué es eso de que trae el hermano? Hola, buenos días, tardes o noches. Pero no, ¿Qué trae…? ¡Encima que me ha costado un pastón! ¡Que luego dicen que los hoteles son caros!, ¿tenía que llevarles algo?

Bueno, bueno. La cosa no quedo ahí, ¡no! Me dijeron que el hecho de encontrarme en ese lugar no afectaría a las costumbres del monasterio, por lo que debería aclimatarme a ellas. ¡Ajá! Trampa mortal. Sí, sí, mortal de necesidad. Tú piensas que ellos harán su vida y que te dejarán a tu bola, ¡gran equivocación! Me di cuenta de ello a las tres de la mañana, cuando por el pasillo de mi celda oí los cantos matutinos, o como quiera que le llamen, de los monjes. Al parecer era el único lugar en todo el monasterio donde se realizaban esos rezos.

Luego, cuando conseguí conciliar el sueño, tocan a la puerta de mi celda para anunciarme el desayuno, miré el reloj y, ¡eran las cuatro y media de la mañana! ¿Es que estos monjes no duermen nunca?

El desayuno. No entiendo como alguno de aquellos monjes estaban gordos. En los medios públicos están cansados de repetir, una y otra vez, que el desayuno es la comida más importante del día, ¡pero claro! Como estos… ¡Santos monjes!, no tienen televisión pues no se enteran.

Un trozo de pan duro, ¡sí, duro!, y un café con leche. En cuanto el pan tocó el café la taza se quedó vacía. Intenté que me pusieran otro café con leche, ¡já!

Después de beberme el café con leche chupando el pan, y comérmelo a continuación, me invitaron a realizar las labores habituales con ellos. «¡Ah! Trabajar la tierra en el huerto, o realizar algún trabajo manual», pensé. ¡Y una mierda! Me dieron un mocho, que por su aspecto debía ser del siglo dieciocho, y un cubo sin escurridera, con lo que tenía que escurrirlo a mano, y me dijeron que tenía que mantener limpia la celda, “que la higiene es la prevención de las enfermedades, y nuestro Señor nos quiere sanos”. Menos mal que aquella habitación no media más de dos metros cuadrados, y sólo contenía una cama, un armario y un lavabo (no en balde le llaman celda).

Terminado el aseo de mi estancia, salí al pasillo con mi cubo e hice lo que vi, ¡fregar el pasillo! Bueno, sólo el trozo de mi celda.

A las siete de la mañana, terminada mi labor higiénica, decidí conocer aquel monasterio y comencé a recorrerlo con la expectación con la que descubres algo nuevo. ¡Precioso! Del siglo doce creo, piedras antiguas que me hablaban a cada paso, contándome sus secretos, su historia. O al menos así lo imaginé hasta que me di cuenta que un monje flaco, casi famélico, me estaba contando que Don Rodrigo Díaz de Vivar, apodado El Cid, puso su glorioso pie, cansado y exiliado, en aquel convento para pedir agua, y que debido al decreto Real, se lo negaron. ¡Hay que tener huev…!

Después del rezo del ángelus que duró una interminable hora, y que por no hacerles un feo, lo recé con ellos, me comunicaron que hasta la hora de la comida podía descansar en mi celda, así no distraería a los hermanos. ¡Ósea! Que me confinaban en mi habitación.

La comida. Repito, no entiendo como alguno de ellos están gordos. La suculenta comida constaba de tres platos. Primero un hervido de cuatro patatas enanas y un trozo de pan. Segundo, un trozo de carne a la plancha, que seguramente al hermano cocinero se le habría olvidado que la tenía al fuego, porque una suela de zapato estaba más tierna que aquel trozo de vaca. Y tercero, una rodaja de melón del huerto propio, que para ser sinceros estaba de muerte.

Bueno, la tarde se presentaba tranquila. Mientras los hermanos se dedicaban a sus quehaceres, yo me dispuse a realizar la sagrada siesta española, interrumpida varias veces por los rezos de los santos hermanos y por el calor intenso de un día de poniente.

Después de una cena indescriptible por la ausencia de la misma, me fui agotado a mi celda. La noche transcurrió entre los rugidos de mi estómago reclamando alimento y los rezos matutinos, y vuelta a empezar.

La tercera noche y el resto de mis vacaciones, las pasé en un ruidoso hotel de Benidorm, donde la tranquilidad brillaba por su ausencia, el aire acondicionado era el reposo del guerrero, las tres comidas del día abundantes, la siesta sagrada y la diversión asegurada.

21 agosto 2009

El mejor amigo

A veces la ceguera no es lo más desconcertante.




El mejor amigo



Gotas de oro salpicaron el suelo una y otra vez. Debería cotizar en Bolsa el llanto de lo imposible.

Su fino bastón blanco lo acompañaba con sus golpes.

Alguien fumaba un puro cuyo hedor invitaba a no acercarse.



Jaime tan solo contaba con la escasa experiencia vivida que dan los veinte años. Medio incorporado en la cama, esperaba el diagnóstico.

Su mente revivía, una y otra vez, las luces intensas de aquella noche que acercándose a gran velocidad acabaron con todas las risas.

Por fin la voz del médico. «¡Malditas vendas que no me dejan verlo!» Un estallido retumbó en sus oídos. “Ceguera irreversible”.



Su bastón golpeaba el suelo. Con uno de los cuatro sentidos que le quedaban, podía oír los exabruptos de una mujer al recriminar a sus hijos.



Sus lágrimas humedecieron las vendas. ¡Ciego! Dependencia. Oscuridad. ¿Cómo vestir? ¿Con quién salir?

Su mente negaba poco a poco su vida. En un desesperado y último intento de ver, su memoria acumuló imágenes de sus amigos, su coche, su... Novia.



El humo de aquel puro le ahogaba. Pero un nuevo olor, uno diferente, intenso. Un perfume de mujer le permitió aliviar la angustia.



El día que le quitaron las vendas no notó diferencia. Cuando le dijeron que estaba frente a la ventana en un día de sol, se sintió morir.

Semanas intensas de rehabilitación. ¡Como si la furia y la desesperación por lo perdido se pudieran rehabilitar!



Buscó un lugar donde sentarse, su bastón sólo encontró un poste indicador donde apoyar su espalda.

Seguía percibiendo aquel perfume que se mezclaba con otro que el viento le traía. Al principio no lo identificó, luego fue reconocible.

Ese olor a ozono que precede a la tormenta iba acrecentándose.



La visita de su amiga Alicia fue el detonante. Siempre le pareció que tenía una voz dulce, pero nunca tanto como cuando la oyó a través de la oscuridad.

Al principio le incomodó su presencia en el hospital. Ciego, torpe y sin poder saber qué expresión tenía, le hizo comportarse inadecuadamente. Pero Alicia tenía un don. Sabía cómo hacer que Jaime cambiara su actitud, y al rato de estar hablando con ella se sintió relajado y confiado.

Cuando salió del hospital, se refugió en casa, al cobijo de los suyos.

Solo Alicia lo arrancó de la seguridad de lo conocido, cuando al buscarlo salieron a dar una vuelta.

Un día tomó la decisión. Saldría solo. Sería la prueba final de su rehabilitación.



Notó como la lluvia golpeaba su cabeza.

Su bastón no acertaba a encontrar un lugar donde esconderse de la furia del cielo. Sus ropas empezaban a estar empapadas, y sintió frio.
Bajo aquel diluvio y mojado hasta la medula, oyó como se acercaba un autobús a la parada.

Una voz femenina se dirigió a él.

—¿Qué número espera?
—El veintisiete.
—Lo siento, se ha equivocado, aquí no para esa línea.
—¿Entonces…?
—Debe ir más abajo, a unos doscientos metros.
—¿Hacia qué lado?
—A su derecha.

Jaime, mojado y llorando lágrimas de oro, se alejó acompañado por su mejor amigo. Su bastón.

14 agosto 2009

La música forma parte de la conquista. Y si no que se lo digan a Bon, James Bon.



La conquista



La melodía de “Cantando bajo la lluvia” llegaba a través de la mampara de baño. Cuando el disco terminó solo quedó la voz desafinada de Ernesto.

Su alegría se debía a una cita. La primera desde su divorcio. Lo tenía todo bien planeado. Una cena en un restaurante lujoso para impresionarla. Un paseo por la playa para enamorarla, y para rematar la cita una última copa en su piso.

Esa misma mañana hizo instalar en el salón, unos reguladores de luz activados por el sonido haría que a una determinada frecuencia, la luminosidad bajara hasta el placer sensual, para volver a subir con otra.

Desde la mesa donde cenaban se podía ver las luces de los yates reflejadas en el mar Mediterráneo. El dulce sonido de un violín, que a un gesto se acercó, provocó en ella un guiño de agradecimiento.

El paseo por la orilla del mar, con los pies descalzos e iluminados por el reflejo de la luna, fue romántico.

Luego el momento esperado, la proposición aceptada de la última copa.

Ernesto abrió la puerta y encendió las luces. Mientras él preparaba las copas, ella puso música. Con el inicio de la melodía las luces bajaron a un estado de relax. Ella sonrió y se dejó acariciar por la suave luz. Él llegó con las copas y la vió allí, esperándolo con una bella mirada de incitación.

Mientras, en el piso de al lado, un joven marchoso llegaba con su novia con el mismo propósito que Ernesto, pero con distinta estrategia.

El portazo dado en el piso de Ernesto pasó desapercibido entre los gritos de los vecinos para que acabase aquella discoteca improvisada.

Mientras que Ernesto, con una copa en la mano veía como sus luces oscilaban de la oscuridad al cegador resplandor, siguiendo el fuerte sonido de heavy metal de su vecino.

07 agosto 2009

Aquel callejón...

Hay sueños y sueños, y al despertar los que los son se olvidan.



Aquel callejón…


Una luz blanca e intensa, a la vez que atrayente, me iluminó. Me llamaba. Con paso corto y precavido, ligero y decidido después, me dirigí hacia ella.

Las puertas del cielo siempre las imaginé grandes, majestuosas, de madera noble y con grandes aldabas, rodeadas de un indefinido y difuso mar de nubes blancas, esponjosas, y de caramelo.

Sin embargo me encontré frente a un ángel con barba a medio crecer, detrás de una mesa de despacho donde un ordenador ocupaba todo el espacio. Las paredes, casi inexistentes y a la vez presenciales, difuminaban un azul que cambiaba en todos sus tonos. El suelo, firme bajo mis pies, y el techo descubierto, como en un día claro de verano.

Solos, el espíritu celestial y yo, en aquel… Preámbulo. Contestando con premura a toda clase de preguntas inverosímiles e inocuas, que me dirigía.

De pronto pude comprobar su cara de asombro. Le dio un golpecito a la pantalla, suave, como sólo lo puede dar un ser alado, y sin cambiar su expresión se volvió hacia la efímera pared, de donde sin saber cómo, cogió un gran libro de la nada. Lo abrió, buscó y, con voz femenina me dijo: “Usted no debería estar aquí”.

—¿No me diga que debo ir…? —mi dedo apuntó hacia abajo casi con miedo.
—No sé, voy averiguarlo.

Su voz dulce, sensual, casi cantarina, era… Algo chocante en una cara barbuda.

—¿Entonces…? —Pregunté asombrado.
—Espere allí. —Señaló sin mirar.

Me volví en la dirección indicada y la vi. No la puerta del cielo, claro está, pero sí una muy parecida aunque algo más pequeña. Se abría lentamente, como resistiéndose a mostrar el otro lado, y la crucé.

Me encontré en un callejón digno de los años cuarenta. Parecía que en cualquier momento aparecería un gánster de aquellos de traje a rayas ajustado, sombrero con cinta ancha, y zapatos de charol. ¡Pero estaba en el cielo!, o al menos no en el infierno, y un gánster no pegaba nada allí.

Al fondo de aquella calleja estrecha y, curiosamente, con un olor agradable, me pareció oír una música conocida. Me dirigí hacia allí.

¡Qué ritmo! Era buenísimo. Aceleré el paso, y comprobé con asombro que tenía ante mí cinco grandes músicos. Gene Krupa a la batería, Louis Armstrong con la trompeta, Dexter Gordon al saxo tenor, Benny Goodman realizando maravillas con el clarinete, y Glenn Miller con su trombón.

Mis pies se dejaron llevar por los compases del swing, jazz y blues. Sin darme cuenta me encontré chasqueando mis dedos al son de aquella música.

Cerré los ojos. Sentí las vibraciones de cada instrumento invadiendo mi cuerpo. En un momento determinado pensé que faltaba un piano, y al abrir los ojos lo vi.

Duke Ellington con su esmoquin negro sentado al piano tocando las notas del tema “Perdido”

A un gesto de Armstrong se hizo el silencio, me quedé paralizado, y con la voz que caracterizaba al gran Louis, se dirigió hacia mí y me preguntó a qué se debía mi visita.

—Bueno… Yo… Me dijeron que esperara… Les oí tocar…
—¿Tocas algún instrumento? —preguntó Miller esperando una respuesta directa y escueta.
—El clarinete. —Contesté con seguridad.
—Benny, préstaselo, vamos a ver de qué es capaz.

De pronto sostuve en mis manos el famoso clarinete de Benny Goodman. Los dedos me temblaron, mi boca se secó. En aquellas condiciones no iba a salir ninguna nota por aquel instrumento, pero ellos me miraban expectantes. Cerré los ojos, y con más miedo que vergüenza, toqué las primeras notas de “Stompin At The Savoy”

Sin darme cuenta formaba parte de aquella banda, pues podía sentir el acompañamiento de aquellos músicos. Pude ver como el dedo pulgar de Goodman, me daba su aprobación.

Al instante todo desapareció. En mis manos ya no había nada. Mi boca soplaba emitiendo sólo el sonido del aire al salir, y volví a encontrarme en aquel despacho delante de aquel ángel barbudo con voz aterciopelada.

—Efectivamente ha sido un error. Por lo tanto vamos a devolverle a su mundo.

Antes de que pudiera incluso pensar, me encontré en la “Unidad de Cuidados Intensivos”, oyendo aquella voz femenina que me llamaba por mi nombre. En mi oscuridad, levanté mi mano y le toque la cara.

—¿No tienes barba?
—¡Qué cosas tiene!

Al momento una voz de hombre me hizo multitud de preguntas. Las contesté como pude al tiempo que yo hacía las mías. Me informaron de un robo y de cómo unos músicos de la calle me encontraron en un callejón, sangrando por las heridas recibidas con un arma blanca.

—¿No se acuerda?
—No —contesté.
—Pues es un milagro que esté vivo.

Cuando salí del hospital, ya recuperado, cogido del brazo de mi mujer y con mi bastón. Tanteando los obstáculos, nos dirigimos; a petición mía, al local de ensayo de mi banda que no estaba muy lejos de allí.

El recibimiento fue inolvidable, abrazos, alegría y amistad. Me obsequiaron con un regalo de bienvenida.

Cuando sostuve en mis manos aquel clarinete se me saltaron las lágrimas, alguien dijo “A ver de que eres capaz” Sonreí, me llevé el instrumento a la boca y comencé una escala para tantear la caña, y al momento estábamos todos inmersos en un swing.

Gene Krupa marcaba el ritmo con su batería, Louis Armstrong tocando la trompeta, Dexter Gordon y su saxo tenor, Glenn Miller con su trombón y Duke Ellington al piano, me acompañaban en un callejón poco iluminado, mientras Benny Goodman me indicaba con el dedo pulgar su aprobación.

31 julio 2009

El aniversario

A veces las leyendas urbanas pueden convertirse en realidad.



El aniversario


Caía lo indecible aquella tarde de diciembre. Las palmadas de aviso del vigilante se veían ahogadas por los truenos que, aunque todavía lejos, se hacían notar.

—Pero… Herminia… ¿Cómo se le ocurre salir de casa en una tarde como esta?
—Hoy es nuestro aniversario. Mi Anselmo y yo nos casamos en la iglesia de San Martín, hace cincuenta años, a las seis de la tarde.
—Felicidades. ¡Ande…! váyase a casa antes de que caiga lo que viene por allí.

Herminia con su paso cansado, comenzó a andar los dos kilómetros que separaban el pueblo del cementerio.

A mitad del recorrido cayó una fuerte lluvia acompañada de un relámpago que iluminó toda la carretera.

Resignada y empapada, continuó su camino mientras hablaba con Anselmo.

—Solo a ti se te ocurrió casarte en diciembre y de noche. ¿No hubiera sido mejor por la mañana? ¡Menudo resfriado voy a coger!

La luz de unos faros a su espalda hizo que se volviera. El vehículo paró a su lado ante el gesto tímido y avergonzado de Herminia.

El conductor de mediana edad, sacó de la guantera un paquete de pañuelos de papel para que pudiera secarse.

—¿Es usted forastero? No recuerdo haberle visto por el pueblo. ¿Conoce alguien aquí?
—Así es, Herminia.
—¿Me conoce?
—Sí. Nos conocimos cuando su Anselmo murió.

El vehículo continuó su camino desvaneciéndose con el ocaso de un relámpago que iluminó todo el pueblo.

Al día siguiente el pueblo entero rendía homenaje a Herminia, a la que un rayo llevó junto a su Anselmo, dejando en la cuneta su vida terrena.

23 julio 2009

Sin titulo merecido

Cuentan que una vez, una ardilla podía recorrer todo el territorio español sin tocar el suelo.

Sin titulo merecido


Hoy me pinté de azul el alma. De azul cielo, que es el color que me gusta. Pero al ver el mundo con su color negro, el azul se tornó descolorido.

Grises que inundan el corazón y los pulmones, impidiendo el respirar de los seres que luchan y huyen despavoridos ante esa mano manchada de hollín cuyo color provoca pánico.

Nubes negras apoderándose del verde esperanza desgarran, mutilan, enturbian y matan, acabando con la alegría del resurgir de la vida. Verdes que se transforman furiosos y que enrojecen con la furia del rojo.

Y la paleta del pintor clama venganza ante el horror. Las pinceladas dibujan guerra, y el óleo más espeso que nunca, lidera la batalla.

En mitad de aquel descalabro surges tú. Altiva, con tu cara cubierta por el capuchón de la eternidad. Cabalgando en tu corcel esquelético recogiendo la cosecha, seres vivos, luchando contra el fuego con el transparente liquido de vida y que al sentirse vencedores, ordenas al viento el cambio de sentido, rodeando, ahogando, matando.

Pero tu victoria es efímera, pasajera e inútil, porque el ciclo resurge, y las manos que hoy te ayudaron, te las llevas con furia por no acabar el trabajo.

Mañana otras manos delicadas cuidaran, mimaran y pintaran el paisaje, sosteniendo en la paleta del pintor el Arco Iris, que te cambiará pincelada a pincelada por vida, serenidad y placentera alegría.

Mientras tú y tus aliados, huís como ratas esperando que no se encuentre el antídoto que os prohíba volver.

Y yo vuelvo a pintar de azul cielo mi alma, que derrama lágrimas de duelo inundando el paisaje.

17 julio 2009

Deber y derecho

Sin palabras. O mejor dicho. Con todas las palabras.


Deber y derecho



—¿No irás?
—¿Por qué no?
—¡Estás loco!
—¿Es que no lo entiendes? ¡Tengo qué hacerlo! ¡Y tú también!
—¡Dios me libre!

Jorge salió a la calle con su mejor traje. Repeinado y dispuesto a ejercer su derecho, se dirigió al colegio que le tocaba. Allí encontró una cola que daba la vuelta a la esquina, pero en lugar de amedrentarse se colocó en su puesto y esperó.

Dos horas estuvo aguantando a que llegara su turno. Se le obsequió con insultos y empujones, pero él firme en su resolución, dio la callada por respuesta.

Llegado el momento entregó su identificación y votó.

Treinta años después…

—¡Vamos Jorge!
—¡No tengas tanta prisa!
—No quiero pasarme mucho tiempo de pie, los tacones me están matando.

Juan y Jorge salieron camino del colegio electoral, recibiendo a su paso piropos.

10 julio 2009

Evocación

Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces.
“Marcial”


Evocación


El café abrasaba. Mientras soplaba mi desayuno encendí la radio. ¡Lo de siempre! Política y futbol. ¡En fin!

Algo captó mi atención. Un gran incendio había acabado con un teatro del siglo diecinueve. La periodista lo calificaba de pérdida histórica, por la merma del edificio más antiguo de la ciudad.

La primera vez que entré en aquel lugar, fue para ver una obra de Zorrilla. ¡Qué digo una obra! ¡La obra! Don Juan Tenorio.

Desde las gradas vi a la gente pudiente ocupando los asientos del patio de butacas. Señoras con sus caros vestidos, sus joyas y sus maneras exquisitas. Caballeros, porque aquellos eran caballeros, dirigiendo su mirada altanera hacia el vulgo.

Luego la obra. Don Juan, Don Luis y Doña Inés, todos los personajes conocidos a través del libro cobraron vida. Las espadas tintineaban de verdad al cruzarse en un duelo por el honor. Fue indescriptible.

Mi amor por la literatura surgió en aquel teatro. Desde entonces cada vez que sostengo un libro, imagino a sus protagonistas cobrando vida en el escenario.

En aquel lugar disfrute de los clásicos, Calderón, Lope, Cervantes, Molière, y de los contemporáneos, Vallejo, Muñoz Seca, Moratín, Gala y tantos otros.

Sin acabar mi desayuno salí de casa con la imperiosa necesidad de acudir donde despertaron mis sentidos.

Hacía años que no pasaba por allí. Mi memoria recordaba las calles llenas de vida. Por ellas se podía ver al afilador, el colchonero, el policía de barrio y niños jugando. En los comercios se podía comprar la mejor fruta de la ciudad, o los paños más suaves. Todo ese mundo había desaparecido.

Recorría aquel barrio con ojos de evocación, me veía callejeando mientras jugaba a ser un caballero.

Por fin llegué al lugar deseado. Ruinas quemadas. Humeantes y húmedas.

Un retén policial impedía que otros como yo, se acercaran al desastre.

Mientras recorría el contorno de aquel solar vino a mi recuerdo la puerta de artistas. Allí esperé bajo la lluvia la salida de Jorge Cafrune, donde conseguí una dedicatoria. Estaba tan ensimismado que apenas pude oír una voz susurrante. “¡Qué pena!”. Al volverme pude ver a una mujer de aproximadamente mi edad con lágrimas en sus ojos.

—¿Usted también conocía este lugar? —dije con el mismo susurro empleado por ella.

—Aquí conocí a mi primer amor —suspiró sin dejar de mirar las ruinas— yo era figurante en una obra, mi vestido se rompió y un joven muy amable se prestó ayudarme. Debí causarle muy buena impresión, porque cuando salió a decir su única frase “Señor, la carroza espera”, se equivocó y dijo: “Señor, la carraspera”.

Aquella frase, la dijimos al unísono. La magia entró en escena. Dos jóvenes de edad madura, recordando viejos tiempos. Mis ojos veían a Anita, como aquella joven tímida que quería abrirse camino en el mundo de la interpretación, y con la cual compartí algo que nunca se olvida.

Me contó que fue a Madrid, donde consiguió papeles secundarios, y que en una ocasión interpretó a Doña Inés. Durante nuestra conversación, el lugar fue cambiando, encontrándonos de nuevo con aquel viejo teatro en todo su esplendor.

—¡Eh, oiga! Salga de ahí.

Aquel grito me devolvió a la realidad. Comprobé que estaba rodeado de cenizas, con los zapatos empapados, y asombrosamente solo.

—¡Vamos hombre! ¿No ve que no se puede pasar?

—¿No ha visto a una mujer junto a mi? —dije mientras salvaba la cinta que delimitaba el desastre.

—¿Mujer? Sólo estaba usted, y hablando solo.

Me disculpé ante aquel policía como pude. Me fui despacio, cuando un impulso me hizo volver la vista y ver, en medio de lo que fue el escenario, cómo Anita me daba un adiós definitivo, esfumándose entre bambalinas.

03 julio 2009

Magia

Los valencianos somos amantes del fuego, que no pirómanos. Nos gusta el arte, la música, las flores, las letras, la pintura, las risas, las emociones…



Magia


—¡Mira, papá!

Sus ojos azules, grandes y brillantes se abrían cada vez más a cada paso que daba.

—¡Jajá! ¡Qué risa!

Los muñecos de cartón-piedra se mostraban ante ella como algo maravilloso, enseñándole un mundo nuevo y espectacular, donde la fantasía se mezcla con la ilusión de un niño que descubre algo nuevo.

La noche inundó la ciudad pero no la magia. Aquellas obras de arte callejeras resaltaban más aún si cabe su esplendor con los focos que las rodeaban.

—¡De noche son más bonitas!

Sus ojos no querían perderse nada, seguían abiertos ante el arte creado por los artistas.
Pero a las doce de la noche, una traca infernal encaminó su fuego hacia aquellos muñecos devorando sus cuerpos.

—¡Papá, las están quemando! ¡No quiero!

Sus ojos azules, grandes y brillantes lloraban ante el espectáculo que mostraban las llamas.

—No llores, que han sido creados para esto.

Ninguna explicación era aceptada, ningún razonamiento fue comprendido, sus ojos se tornaron tristes, ausentes. La magia se había evaporado.

Un día, el colegio hizo una visita al taller de un artista fallero, éste obsequio a los niños con un pequeño ninot.

—¡Mira, papá!

Sus ojos se volvieron abrir llenos de ilusión. Se pasaba el día abrazada a su muñeco. Jugaba, comía y dormía con él, fue su mejor juguete.

Los bomberos me arrastraban fuera de la casa, alejándome del furor del fuego que devoraba a mi niña abrazada a su muñeco, mientras en mi delirio oía: “Hemos sido creados para esto”.

26 junio 2009

Cuando llega la inspiración

Lo difícil no es escribir, lo verdaderamente difícil es que te lean. “Manuel del Arco”


Cuando llega la inspiración


Me desperté preocupado ante el ultimátum que mi editor me había obsequiado la noche anterior.

Con una taza humeante de café, me dirigí al ordenador esperando una iluminación divina con la que aplacar aquella amenaza recibida. Al depositar mis manos sobre el teclado las palabras surgieron solas, sin esfuerzo, enlazando ideas y situaciones. Sentí la inspiración brotando por cada uno de mis dedos, me sentí el dueño, el dios, el creador del lenguaje.

Satisfecho puse el “Fin”. Ocho páginas de las que me sentí orgulloso. ¡A ver ese… inculto, ese maestro fracasado de las letras, qué tenía que decir!

Abrí el correo todo digno y le envié: “Querido editor, aquí te adjunto una obra maestra, es un cuento intenso, lleno de giros, e inaudito.”

Contento por un trabajo bien hecho, bajé a la calle a respirar aire fresco y a comprar el periódico. A mi vuelta tenía contestación de mi editor: “Querido escritor, tu correo fue una verdadera sorpresa. No lo esperaba. Pero cuando leí tu relato, me quedé con la boca abierta.

Realmente es intenso e inaudito. Al principio, al leer las primeras líneas tuve que repetir su lectura, y me surgieron dudas pero luego se desvanecieron.

Así pues querido escritor, y empleando el mismo lenguaje usado en tu cuento, solo me queda decir qué: “Tu rlato s dsprciable, da vrdadro sco, si sto s tdo lo q sabs scrbir ¡vt a la mirda!
Qdas dspdido.”

24 junio 2009

¡Ya hace un mes!

Este blog ya tiene un mes de vida.
Quiero dar las gracias a todos los que dejasteis un comentario, pero en especial, a los que entraron, leyeron y volvieron.

Como habéis podido ver, este blog es un lugar donde contar cosas creadas por mi imaginación. Ese balcón donde salir y gritarle al mundo lo que se me ocurre.

Claro está que me hubiera gustado que la gente participara con sus comentarios. Que me lean está muy bien, que personalmente me lo hagan saber, también, pero si además esos comentarios se hacen en el blog, genial.

Quizás no sea muy atractivo a la vista, sin fotos y esas cosas, pero qué le vamos a hacer, es mi libreta literaria.

Posiblemente en algún momento cambie algo, que lo haga… más seductor. ¡Probablemente!, o no.

De todas maneras seguiré agradeciendo la visita de todo aquel que se acerque a… mi libreta.

Gracias a todos. A los que me leísteis, me leéis y a los que lo haréis.

20 junio 2009

Presentación de "Tribulaciones de un sicario"

Ayer tuve la gran suerte de estar en la presentación de lo que presagia ser un gran libro "Tribulaciones de un sicario" (Editores Policarbonados) de Eléna Casero.

Digo esto por dos motivos. Uno, porque era la primera vez que asistía a una presentación donde el autor, autora en este caso, conozco personalmente y dos, porque las veinte primeras páginas me han resultado amenas, interesantes, faciles de leer, y si me lo permite la autora, una verdadera gozada.

No puedo decir mucho del libro porque todavía no lo he terminado pero lo recomiendo, sobre todo a aquellos que, como dijo Mariano en la presentación (a quién por fin conocí personalmente), apuestan por autores no consagrados. aunque Eléna Casero ya puede considerarse consagrada con una tercera novela.

La presentación fue divertida, graciosa y muy coloquial. Se dijeron cosas que a un principiante como yo le resultan atrayentes. Como saber, en qué lugar y de qué manera escribe. Si hay o no inspiración. En fín, muy pero que muy sugestivo.

Os recomiendo esta novela y a su autora, que no venderá tantos libros como ese autor ¿sueco? pero que no tiene nada que envidiarle.

¡Bravo, Eléna!

06 junio 2009

LA CARTA

“El acto más importante de nuestra vida es la muerte.” Ernest Renan.


LA CARTA

“Desestimada y poco seductora Muerte:
La presente es para pedirte, que si por un casual estoy en tu base de datos, me pongas al final.
¡Verás! Resulta que a pesar de mis achaques, mi edad y esos momentos (escasos por cierto) breves (por otra parte) en los que sin pensar en lo que hacía, me he acordado de ti, deseo rectificar y con fuerte fervor agarrarme firmemente a la vida.
El otro día, así sin más, comprendí que me quedan muchas cosas por hacer. Aunque ya he plantado un árbol, he escrito un libro, he tenido un hijo, y he subido en globo. No he visto crecer ese árbol ni a ese hijo, no he publicado ese libro. ¡Y lo del globo! Pues solo fue una subida de veinte metros atado a una cuerda.
Además, me gustaría (si te parece correcto) poder irme contigo dejando atrás algo por lo que mis hijos y mis nietos me recuerden.
Ya sé que he tenido una vida para conseguirlo, pero la he pasado aprendiendo, y ahora que ya sé, quiero realizarlo.
Por esa razón te pido, que me des algún tiempo más. Tú, que el reloj lo controlas retrásalo, o mejor páralo. No te pido que no me hagas la visita prevista, si la tienes que hacer hazla, pero no ahora.
Si tienes a bien concederme este pequeño deseo, te estaré eternamente agradecido.
Fdo: Yo, el que tu sabes.
Valencia a primeros de mes del dos mil y pico.”

La carta la dobló con esmero, humedeció con cuidado la solapa del sobre y lo cerró. Luego escribió “A la muerte (recoger en cartería)”

Cuando un funcionario comenzó su trabajo de clasificar, vió la carta, sonrió y la lanzó en el casillero de “Cartas imposibles”

Los días transcurrieron. Por la oficina postal pasaron miles de gentes, pero un día…

Un hombre alto, enjuto y envuelto en negro, se acercó a cartería y con voz profunda pidió una carta dirigida a él “¿A qué nombre?” preguntó el funcionario sin levantar la vista, “A la Muerte” respondió aquel hombre. El funcionario sonrió creyéndolo una broma, pero al mirarlo a los ojos comprendió que no y fue al cajón de cartas imposibles.

Al volver del trabajo como de costumbre miró el buzón, entre publicidad y facturas encontró una carta dirigida a él, sin remite y sin sello. El vicio pudo más que el contenido de aquella carta y salió en busca de un estanco.

Mientras encendía un cigarro del nuevo paquete, vio esperando el verde del semáforo, a una mujer que de la mano llevaba un niño de corta edad. Sonrió.

De pronto el niño se soltó de su madre y cruzó. Todo sucedió muy rápido. Un autobús, el niño en medio y él corriendo. Un empujón.

En el tanatorio una viuda recibía miles de visitas entre ellas la de una madre agradecida.

En un momento de tranquilidad, abrió la bolsa de efectos personales, y vio una carta sin remite ni sello, la abrió y en medio de una página en blanco, una palabra “Concedido”

01 junio 2009

El teleadicto

Cuando empezó la televisión, allá por los años cincuenta, se llegó a decir de ella que era una forma sencilla de lavar un cerebro, sin que nadie se diera cuenta. Hoy se le llama caja tonta.

El teleadicto

Un consejo televisivo me dio esperanza. “Consulte con su farmacéutico”.
Consulté y orgulloso volví a casa con mi sal de frutas. No volvería a padecer malestar de estomago.
Después de una cena apetecible y en previsión, me tome la dosis recomendada por mi boticario, y fui a la cama.
Desperté en una cama de hospital con tubos, cables y un aparato que solo repetía “Bip”. Busqué a mi farmacéutico por todos lados.
Un médico me habló de no sé qué de arterias obstruidas, tensión alta y úlcera.
—¡Qué sabrá usted si no es farmacéutico!

31 mayo 2009

EL ALPINISTA Y LA MONTAÑA

Hace 85 años, el 8 de Junio de 1924, Andrew Irvine (21 años) y George Mallori (38 años) desaparecieron en una expedición para conseguir la cima del Everest. En 1999 fue hallado el cuerpo de Mallori a 8155 metros.
Irvine sigue desaparecido.


EL ALPINISTA Y LA MONTAÑA


El alpinista se prepara para dar su batalla a la montaña. Cuerdas, crampones, clavos y demás artilugios de tortura, forman su principal equipaje.

Sabe que su enemigo le está esperando altivo y amenazador, con sus más de ocho mil metros de altura.

Comienza su viaje hasta el campo de batalla donde se las verá cara a cara con su adversario. Se siente nervioso, excitado.

Al pie de aquella mole instala su campamento. Durante la noche vela sus armas mientras observa a su enemigo. Estudia su estrategia, repasa su plan y se hace una promesa.

La mañana aparece clara y radiante. El corazón le late con fuerza, las manos le sudan y el ánimo le grita “Adelante”. Mientras, la montaña se prepara para recibir a su oponente.

En su avance espolea a su enemigo con clavos que hunde en las pedreas carnes, mientras va afianzando su posición. Ella aguanta la embestida, sabe que es pronto y deja hacer.

El día se acaba y para aclimatarse monta su campo base. Después del descanso vuelve a desgarrar más aún si cabe a su adversario que aguanta firme. A cinco mil metros instala el campo Uno. La respiración se entrecorta, los mareos se hacen más intensos, y su cuerpo se deshidrata con rapidez. La montaña decide realizar su primera incursión.

La mañana amanece fría, con nubes bajas y preparando ventisca. El temporal obliga al escalador a esperar.

Los días previstos se alargan hasta cuatro, siente ansiedad. La montaña ha comenzando su estrategia. Un alud es el segundo ataque, pero esquiva el golpe.
Al día siguiente el sol radia con fuerza, decide atacar. Haciendo mella en las carnes de su oponente, consigue los siete mil metros. Agotado, casi sin fuerzas, monta el campo Dos. Los mareos se intensifican, le cuesta respirar, sus movimientos se hacen más lentos. Decide descansar.

La montaña considera que ha llegado su momento, y lanza su tercer ataque. Una ventisca le obliga a poner en práctica todo su saber, y aguanta la embestida.
La tercera noche se hace insoportable, el frío está provocando síntomas de congelación. Calienta toda la nieve que puede provocando humedad en su tienda, y así respirar calor.

Durante la noche la desesperación llega a su punto álgido y decide encararse con su enemigo.

El alba le descubre en una lucha feroz, colgando de sus cuerdas y soportando el ataque de su adversario. La montaña lanza desprendimientos, el escalador los evita. Otro embate lo balancea golpeándose contra las rocas hasta quedar sin sentido. La montaña relaja su ira.

El montañero, recuperándose, se lanza con su último aliento. Sangrando y mal herido, espolea con su picoleta y en un esfuerzo sobre humano, consigue hacer cumbre antes de que su enemigo reaccione.

Allí, en lo más alto clava con fuerza la bandera de su victoria, y un grito ensordecedor le declara vencedor.

La montaña enfurecida por el descalabro proyecta su venganza.

Lleno de euforia comienza el descenso. Un desprendimiento, un clavo mal calculado hacen que sucumba ante la más vil de las venganzas, hundiéndose en un abismo cruel.
El escalador en su caída libre a velocidad de vértigo, mantiene la mente fría, y no para de gritar con fuerza “Te vencí”

Las noticias divulgan el descalabro: “Un montañero solitario muere antes de hacer cumbre”.

29 mayo 2009

Las manos...

Manos asesinas empapan trozos de pollo en veneno macerado en aceite, que esparcirán por el monte para acabar con las alimañas.
—¿Qué tal Manuel?
— ¡Cagüen tó! —exclamó acercándose a la barra.
— ¡Pero hombre! ¿Qué ocurre?
— ¿Ocurrir…? Que un zorro ha entráo, y se ha lleváo por delante seis gallinas. ¡Cojóne!
Al momento un cazador saca del morral media docena de conejos y tres aves dejándolos sobre una esquina de la barra.
— ¡Tío Paco! Aquí tiés unas piezas.
— ¡Bravo! Se te dio bien la caza. Pero… Estas son…
— ¿Qué? ¿Le vá a poné ascos?
— ¡Esta bien! Ahora se los paso a Petra para que los cocine.
Petra sacaba una cazuela cuyo aroma anticipaba el placer del paladar. Los comensales hicieron honor al majar rebañando los platos.
Al atardecer, el médico se personó en el bar pidiendo el conejo al ajillo que se había servido. Al no quedar ni rastro de él pidió una de las piezas no cocinadas.
—Todo lo que tenemos está…
— ¡No me jodas Paco! Tengo a un hombre muerto y tres que la palmarán si no encuentro un remedio.
Petra, asustada, le confesó que cocinó unas aves junto con el conejo.
— ¿Aves? ¿Qué clase de aves?
—Martinetas. Las hice bien rehogadas y con mucho ajo.
Manos asesinas, temblorosas y angustiadas, recogen ocultas los trocitos de pollo empapados, mientras que le agobian los recuerdos al equivocar el aceite.

Inicio

Este blog es consecuencia de la insistencia de aquellos que acabaron hartos de oirme y no leerme.