29 octubre 2020

¿Dónde estás Tenorio?


  Su mano temblorosa, limpia la foto que preside la lápida. Desde hace diez años, realiza la misma rutina sin faltar ni un sólo lunes, su Herminia no se lo perdonaría. Ni ella, ni él, que para eso le juró amor eterno en su boda.

  Cansado ocupa un banco que no dista mucho de la tumba. Allí, sentado, le cuenta sus cosas, como en casa al volver del trabajo, porque como él dice: “La vida es una rutina, y se la ve venir, hasta cuando se acaba”.

  Esta tarde le vienen a la memoria tiempos pasados, aquellos en los que los dos juntos salían al escenario, e interpretaban sus papeles, « ¡Qué felices éramos, vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.

  Las horas pasan muy de prisa cuando se está a gusto, pero la edad avanzada no es buena compañera del frio, y en noviembre ya lo hace, sobre todo al anochecer. El sol se pone en el cementerio, y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide lanzando un beso al aire, como hace cada vez que viene a verla.

  Paso a paso, sin prisas, se aleja de Herminia. Se detiene, mira a su alrededor, y se da cuenta que se ha perdido en aquel lugar tan grande.

  —Todas las calles son iguales, ¿cómo no voy a perderme?—, se dice como un reproche.

  Se decide por la más iluminada. Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, una leve sonrisa ilumina su arrugada cara, unos pasos más adelante ve a un hombre junto a un nicho.

  —Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Me he perdido.

  — ¡No faltaba más! –le contesta—, voy a hacer algo mejor si le apetece, le acompaño, yo aquí ya he terminado.

  Los dos juntos recorren el lugar, mientras que hablan de cosas intrascendentes, hasta que el desconocido hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del Halloween?”.

  Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño que ha hecho a una tradición.

  —Comparto su opinión —dice el acompañante—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si volvieras a nacer, como si todo…

 — ¿Lo malo no hubiera ocurrido?

 —Sí… —, susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.

 Siguen camino. La conversación declina en la obra de Zorrilla. Repasan versos, interpretaciones, y ríen.

  Llegan a una plaza. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, éste muy cordialmente accede. Sigue su conversación más entusiasta si cabe, llegando a interpretar gestos mientras recitan. Los dos, sin caer en ello, conocen los versos de memoria.

  — ¡Aaah! ¿Dónde estás, Tenorio? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus víctimas, olvidado y relegado por disfraces y fiestas, que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.

  —Así es, amigo mío, olvidado.

  — ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarle.

  —Me llamo Juan –dice el desconocido.

  —Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida que ya debe ser tarde y hace frio.

 —No Eusebio, esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.

  — ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Vámonos a casa.

 De pronto aparece en escena el vigilante del cementerio, que cruzando la plaza sigue camino sin hacerles caso. Eusebio lo llama. El vigilante continua perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.

 —Ni te ve, ni te oye.

 A lo lejos se escucha un cántico. Eusebio mira y solo distingue la luz de un quinqué. Da unos pasos que son detenidos por la voz de su compañero.

 —Vienen hacia aquí para reunirse con nosotros.

 — ¿Nosotros, por qué?

 —Porque es La Santa Compaña, y todas las noches de difuntos recogen a Don Juan Tenorio, y a su acompañante.


©Texto de Jesús García Lorenzo

24 octubre 2020

El aniversario



«¿Te acuerdas cuando nos conocimos? Fue algo mágico, nuestras miradas se cruzaron y ya no se separaron. Cincuenta y cinco años hace de aquel momento.

»Hoy Graciela, ¿Te acuerdas de ella? ¡Sí hombre, sí! Esa jovencita del pelo rojo que está estudiando para ser policía, y que cuando era pequeña le dabas clase de matemáticas. Bueno, me ha preguntado por ti esta mañana.

»Todo el barrio te echa de menos, en la panadería, la frutería, el quiosco. Por cierto te he traído tu periódico favorito. ¿Quieres que te lo lea? No, claro que no.

»¡Ah, mira! Hemos recibido carta de Andrea. Dice que hace mucho frío allá en… ¡Bueno, cómo narices se pronuncie aquel pueblo alemán! Dice que no nos preocupemos, que está muy bien.»

Era una tarde de diciembre. Las palmadas de aviso del vigilante se veían ahogadas por los truenos que, aunque todavía lejos, se hacían notar.

—Pero… Herminia… ¿Cómo se le ocurre salir de casa en una tarde como esta?

—Hoy es nuestro aniversario. Mi Anselmo y yo nos casamos, hace cincuenta años, en la iglesia de San Martín.

—¡Felicidades! ¡Ande…! Váyase a casa antes de que caiga lo que viene por allí.

Herminia, con su paso cansado, comenzó a andar los dos kilómetros que separaban el cementerio del pueblo.

A mitad del recorrido cayó una fuerte lluvia acompañada de un relámpago que iluminó toda la carretera.

Resignada y empapada hasta los huesos, continuó su camino mientras hablaba con su Anselmo.

—Casarnos en diciembre y de noche. ¿No hubiera sido mejor por la mañana? ¡Menudo resfriado voy a coger!

La luz de unos faros hizo que se volviera. El vehículo paró a su lado. El conductor de mediana edad, sacó de la guantera un paquete de pañuelos de papel para que pudiera secarse.

—¿Es usted forastero? No recuerdo haberle visto por el pueblo. ¿Conoce alguien aquí?

—Así es, Herminia.

—¿Me conoce?

—Sí. Nos conocimos cuando su Anselmo murió.

El vehículo continuó su camino desvaneciéndose con el ocaso de un relámpago que iluminó todo el pueblo.

Al día siguiente el pueblo entero rendía homenaje a Herminia, a la que un rayo llevó junto a su Anselmo, dejando en la cuneta su vida terrena.


©Texto de Jesús García Lorenzo


16 octubre 2020

Furia desatada




El viento alcanza su máxima velocidad, girando sobre sí crea una espiral en forma de garganta hambrienta que va tragando casas, granjas y hasta una ciudad entera.

La fuerza de la naturaleza se desata provocando el pánico.

—¡A cenar!

—¡Ya voy, mami!

Juanito desconecta su trabajo de ciencias, y se dispone a lavarse las manos para cenar.

La naturaleza se queda en calma.



©Texto de Jesús García Lorenzo


09 octubre 2020

La discusión

Un poeta y un narrador de cuentos discutían sobre qué disciplina literaria podría describir mejor a la Muerte.

El cuentacuentos defendía la brevedad en las frases sin metáforas. El poeta, con puntería, dirigía su argumento hacia los sentimientos y sensaciones.

—La poesía —decía el poeta— puede hacer sentir al lector que está muerto, mientras que el relato sólo puede hacer que lo imagine.

—¡Já! —replicaba el cuentista—, el relato envuelve al lector en el miedo que la presencia de la negra figura transmite.

Sonaron unos golpes en la puerta, al abrirla una mujer, insultantemente bella, se auto invitó al debate, y la discusión continuó por toda la eternidad.

©Texto de Jesús García Lorenzo

02 octubre 2020

Magia

Los valencianos españoles somos amantes del fuego, que no pirómanos. Nos gusta el arte, la música, las flores, las letras, la pintura, las risas, las emocionesla magia….




—¡Mira, papá!

Sus ojos azules, grandes y brillantes se abrían cada vez más a cada paso que daba.

—¡Jajá! ¡Qué risa!

Las fallas con sus ninots o muñecos de cartón-piedra se mostraban ante ella como algo maravilloso, enseñándole un mundo nuevo y espectacular, donde la fantasía se mezcla con la ilusión de un niño que descubre algo nuevo.

La noche llegó y la ciudad iluminada resplandeció. Aquellas obras de arte callejeras resaltaban más aún si cabe su esplendor con los focos que las rodeaban.

—¡De noche son más bonitas!

Sus ojos no querían perderse nada, seguían abiertos ante el arte creado por los artistas.

Pero a las doce de la noche, una traca infernal encaminó su fuego hacia aquellos muñecos devorando sus cuerpos.

—¡Papá, las están quemando! ¡No quiero!

Sus ojos azules, grandes y brillantes lloraban ante el espectáculo que mostraban las llamas.

—No llores, que han sido creados para esto.

Ninguna explicación era aceptada, ningún razonamiento fue comprendido, sus ojos se tornaron tristes, ausentes. La magia se había evaporado.

Un día, el colegio hizo una visita al taller de un famoso artista fallero, éste obsequió a los niños con un pequeño ninot.

—¡Mira, papá!

Sus ojos se volvieron abrir llenos de ilusión. Se pasaba el día abrazada a su muñeco. Jugaba, comía y dormía con él, fue su mejor juguete.

Los bomberos me arrastraban fuera de la casa, alejándome del furor del fuego que devoraba a mi niña abrazada a su muñeco, mientras en mi delirio la oía: “Hemos sido creados para esto”.

 © Texto de Jesús García Lorenzo