25 septiembre 2009

Criticad, y hacerlo sin piedad.

Sí. Habeis leído bien. Hay muchos lectores de este blog que nunca han dejado un comentario por no querer ofender, otros por no merecer la pena decir la verdad, y los últimos no han pasado de la segunda línea.

¡Pues, bien! Os ofrezco con este relato la oportunidad de decir lo que pensais, prometo contestaros a todos(lo que no hago es que sea inmediatamente)y siempre aceptando vuestras críticas.

Ánimo y al toro.



El semáforo




«Querido lector. —Perdón por las confianzas— La historia que a continuación vas a leer tiene como protagonista tu imaginación, única y exclusivamente.»





Era una noche cerrada, sin luna. Solo la luz emitida por los faros, dejaba ver el camino y su defectuoso asfalto.

«No tenía que haber cogido este atajo», se recriminaba una y otra vez, intentando encontrar algún punto de referencia.

Su tendencia siempre impulsiva, le había obligado a localizar un buen itinerario, y ahorrar así kilómetros. Esa fue la razón por la que, hacía más de media hora que desvió su recorrido abandonando el seguro y llano pavimento, de la carretera nacional.

Por un instante observó un relámpago acompañado casi al instante, por el estruendo del trueno. «“¡Vaya!. Lo que faltaba, una tormenta”».

No se equivocó. Un goteo pertinaz cubrió el cristal. La visión se enturbió y sólo el funcionamiento de los limpiaparabrisas dejó ver el camino. El movimiento sincronizado del barrido de agua, alejó por unos instantes el mal talante producido por aquel asfalto degradado. Su mente reprodujo las imágenes de alborozo al volver con los suyos, después de unas semanas de viaje.

Siempre ocurría lo mismo. Sus hijos de ocho y diez años, abrazándole nerviosos, la alegría de su mujer al tenerlo otra vez en casa. Y su satisfacción de encontrarse en terreno familiar.

«¡Qué malo es ser viajante de comercio! Poca paga y siempre fuera de casa». Frases que siempre repetía cuando su memoria se inundaba de hogar.

Otro resplandor hizo que volviera a la realidad. Las gotas repiqueteaban sobre el cristal y tamborileaban sobre el coche con más intensidad.

Intentó aprovechar la iluminación que le proporcionaba la tormenta para averiguar su situación, pero la viveza del aguacero hacía imposible ver con claridad.

«¡Vaya por Dios! Paciencia Juan», pensó mientras saltaba en su asiento a causa de un bache.

Por un instante le pareció ver a lo lejos una luz. Agudizó su visión para cerciorarse que realmente había visto aquel resplandor.

¡Sí! ¡Era cierto! Había una luz allí delante. No la distinguía con claridad, pero su instinto le indicaba que debía dirigirse a ella con rapidez.

Apretó con fuerza el acelerador en su impulso de llegar cuanto antes. No le importó la humedad, el mal estado del camino, ni el peligro que corría al coger velocidad. Solo fijaba su atención en aquel punto donde habría un lugar habitado.

Podrían indicarle el camino e incluso telefonear a su casa. «¿Por qué no le haría caso a mi mujer con el teléfono móvil?». Pensó.

A medida que se acercaba iba creciendo su nerviosismo. A pocos metros pudo ver con claridad de qué se trataba.

Un semáforo. Su luz verde resaltaba con intensidad sobre el espacio que abarcaba. Su ánimo no se turbó, pensó que aquello era signo de civilización.

Cuando faltaban escasos metros para llegar, la luz cambió a rojo. Frenó con rapidez instintiva. Con tal fuerza apretó su pie el pedal que el coche le patinó.

Parado allí delante, comprobó que aquello era un paso a nivel sin guarda ni barrera. Le pareció extraño que aún quedaran en este país pasos de ferrocarril en esas condiciones, pero no dio más importancia al hecho.

Intentó encontrar algún indicio de civilización entre tanta extensión negruzca. No había nada, la oscuridad más allá del semáforo era intensa.

«¡Qué raro!». Pensó. «Quizás haya un apagón en el pueblo…». Le pareció lógico, y más en una noche tormentosa como aquella. No había nada por lo qué preocuparse, lo único que debía hacer era esperar a que el tren pasara. Luego el color verde le indicaría que podía continuar su camino.

La intensidad de la luz roja iluminaba toda la parte delantera e interior del vehículo. Podía ver con nitidez el aparato de radio que llevaba instalado. Intentó aprovechar aquella claridad y averiguar por qué no pudo poner en marcha aquel receptor unas horas antes.

«Tenía que haberme instalado hace tiempo uno de esos modernos con CD ¡En fin…!». Su resignación fue absoluta. Buscó en su bolsillo la cajetilla de tabaco y el encendedor. La llama iluminó con viveza el interior del coche, e inundó de humo el pequeño habitáculo.

Mientras respiraba aquel humo denso, pensó en lo primero que haría cuando llegara a casa. La ducha le parecía un placer de dioses. Las zapatillas y un vaso de licor frente al televisor, un regalo. Luego la cama, su cama, y no esas tablas de tortura que tienen los hostales, levantándote por la mañana con los riñones hechos polvo.

El tiempo pasaba sin darse cuenta. Abrió la ventanilla y lanzó lejos la colilla. Rápidamente subió el cristal al notar el frío del exterior, se frotó las manos, los ojos, y comprobó que la luz roja del semáforo seguía allí, dominando la oscuridad con prepotencia.

—¡Cuánto está tardando este tren en pasar! — dijo en voz alta con un suspiro desconsolador.

«Anda que RENFE también…». Aquel reproche era el primer signo de impaciencia. «¿Y si pasara? No se oye nada tampoco, igual me da tiempo a cruzar, esto está tan solitario que nadie me verá». Con este pensamiento puso la primera velocidad, cuando su pie iba camino del acelerador le invadió una duda. La duda.

«¿Y si resulta que aparece el tren cuando esté en medio? No, mejor será esperar». Colocó la palanca de cambios en punto muerto. Volvió a quejarse de su mala suerte.

Con un suspiro de resignación repitió el acto del fumador enturbiándose el recinto, obligándole a guiñar los ojos para evitar llorar. Pensó en el disgusto que cogería su mujer si lo viese fumando. En casa reprimía el vicio hasta la desesperación con tal de no tener bronca.

«¡Juraría haber oído un silbato! A ver si es el dichoso tren y sigo camino». Pero allí no aparecía nada, y mucho menos algo que se pareciera a una locomotora.

Una fría sensación recorrió su espalda. Se volvió con rapidez intentando averiguar si alguien andaba cerca del coche, no vio nada más que oscuridad.

«A ver si me dan un susto, ¡maldita sea!», pensó al tiempo que presionaba el seguro. Su estado empezaba a cambiar, el nerviosismo le invadía y tornó a preguntarse por la posibilidad de cruzar las vías. En esta ocasión la herramienta de la conciencia no actuó, al contrario, la prudencia hizo mutis por el foro. «No tiene porque pasar nada, si acelero y cruzo con rapidez…». Cada vez tenía el ánimo más dispuesto a intentarlo.

Apagó el cigarro en el cenicero con diligencia, se acomodó en su asiento, y se dispuso a cometer la infracción. Cogió la palanca de cambios con firmeza, colocó la primera velocidad, y presionó con seguridad el acelerador. Muy lentamente levantó el pie del embrague y el coche comenzó a moverse. La luz roja del semáforo recorrió el vehículo en su avance, éste remontó una pequeña pendiente e inició su andadura por encima de las vías.

Movimientos bruscos producidos por el desnivel, y el empedrado le obligaban a avanzar despacio y muy acelerado.

Cuando se encontraba en medio del paso a nivel, sintió un escalofrío. El instinto le hizo volver la cabeza a la derecha. Un gesto de horror le cubrió la cara. Vio con asombro como una luz intensa y cruel se aproximaba hacia él a gran velocidad.

Un reflejo de supervivencia le hizo apretar el acelerador a fondo, pero el empedrado, el desnivel y el nerviosismo hicieron que el motor se parara. En ese instante presintió algo a su izquierda. Su asombro fue total.

Otra luz gemela se le abalanzaba en el sentido contrario.

Su mano no acertaba a encontrar la llave de contacto. Miraba a un lado y a otro con horror mientras intentaba volver a poner el coche en marcha. Lo intentó una y otra vez, pero no lo conseguía.

Ante tal situación, intentó salir de aquel recinto de metal que tenía todas las posibilidades de convertirse en su ataúd. Sin perder de vista aquellas luces, palpó la manivela de la puerta. Su estado de máxima excitación, hizo que forzara aquella débil palanca y se rompiera, entonces lo vio todo claro. Iba a morir por lo que parecía un absurdo. Dos trenes circulando por la misma vía en dirección contraria y él en el medio.



«En este momento, el lector puede haber llegado a dos conclusiones. Que todo ha sido un sueño, o que el coche le responde en el último momento y se salva. En cualquier caso, predecible desde párrafos atrás.

»Sin embargo, querido lector. —Vuelvo a pedir perdón — La conclusión está en el protagonista de la historia. Tu imaginación. Pero te daré una pista.»




La tormenta cedió. La calma volvió a inundar la noche, y el semáforo tornó de la luz roja, a la luz verde.

La trampa, volvía a colocarse.

17 septiembre 2009

Diálogos

Una compañera del País Vasco, lanzó en su blog una propuesta. Realizar un ejercicio de diálogo en un texto donde todas las líneas comiencen con un guión, como ella dijo: “esto es, diálogo prácticamente puro.” Pues aquí está el mío.


Diálogos


—¡Mato!
—Eso no puede ser… Hombre.
—¿POR QUÉ?
—No chilles, por favor.
—¡YO GRITO LO QUE ME DA LA GANA!¿PASA ALGO?
—Pues pasa… ¡QUE NO ME GUSTA QUE ME GRITEN!
—¡AH, NOOO!
—¡NO!


—¿Qué ocurre?
—Nada, lo de siempre, ¡cuando se juega por dinero…!
—Pues tendrás que hacer algo. ¡Mira! Estás perdiendo clientela. ¡Mira, mira! Ya tienes dos menos.
—¡Me cagüen tó!
—¡Pero…! ¿Dónde vas con el garrote?


—¡SE ACABÓ! ¡AQUÍ NO GRITA NADIE MÁS QUE YO! ¿ESTÁ, CLARO?
—¡Bueno, bueno! Pero baja ese bastón. No volverá a ocurrir. ¿Verdad tú?
—Verdad.
—¡Vale! La próxima vez os tiro del bar. ¡Y SIN CONTEMPLACIONES, EH!


—¡Vaya! Ha surtido efecto. Si ya no golpean las fichas sobre la mesa, las dejan con cuidado. ¡Ya veremos mañana!
—¿Mañana? Veremos si entran en el bar.
—¡Calma, hombre! Que son buenos clientes. Mañana nada más entrar, les pones los puntos sobre las íes y ya está.
—¿Tú… Crees?
—Sí, hombre sí, ¡Ya verás!
—¡Bueno!, ¡Hale, tú a la cocina, que de todo esto ya me encargo yo!
—¡Será… Posible! Una intenta ayudar y mira como le pagan.
—¡Que te oigo! Aunque hables bajito.

03 septiembre 2009

El genio

Cuentan que Beethoven escribió a su hermano pidiéndole dinero, éste le contestó negándoselo y recriminándole su faceta de músico, y firmando:”Tu hermano, el abogado”. A lo que Beethoven respondió a sus galanterías firmando: “Tu hermano, el genio”.


El genio



Llorar, notar anudada la garganta, creer alcanzar el cielo al oír una melodía. Sentirse vivo. En esas ocasiones es totalmente indiferente el sexo y la edad.

Quebrar el silencio con breves y fugaces notas. Volverlo a romper con maestría extrema hasta el éxtasis.

El compositor oye en su corazón la orquestación, navegando por las líneas del pentagrama. Olas por las que surcarán las barcas blancas y negras, que impulsadas por el sentimiento, llevan al navegante al lugar más recóndito jamás imaginado.



Su dedo pulsó la tecla del piano. No brotó sonido alguno. Volvió a pulsarla con fuerza. Nada.

Con celeridad fue a la mesa. Lanzó su mano sobre la madera, y sólo sintió dolor, pero ningún ruido.

La angustia y el desasosiego se apoderaron de él. Dio una palmada frente a su cara. Silencio.



Jaime acudió al conservatorio como todos los días. Esa tarde tocaba clase de “Historia de la música”.

—Hoy hablaremos de un compositor que escribió el periodo del clasicismo e inicio del romanticismo con notas de oro, ¿quién podría decirme…? ¡Jaime!.
—Ludwig van Beethoven.
—Muy bien, ¿qué instrumento toca? ¡No me lo diga! —. Dijo con un gesto teatral—. El piano, seguro.
—Sí —contestó Jaime sin bajar la guardia.
—¿Podría deleitarnos con alguna anécdota de su compositor favorito ¿Porque lo es, no?
—Uno de ellos, sí. —Ante el gesto del profesor continuó —.Tuvo un fugaz encuentro con Mozart y este dijo a quienes les rodeaban, "recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo". Beethoven contaba dieciocho años.
—¡Le he pedido una anécdota, no una leyenda! Es cierto que hubo un encuentro, pero de ahí a que Mozart dijera de Beethoven… ¡No, señor mío! Aquí no valen historias de bar.



Encerrado en el silencio, cárcel amarga, descubrió que su mente y su corazón oían la nota escrita sobre el papel pautado. Pasaba de pentagrama en pentagrama dibujando notas para cada instrumento, que luego en su conjunto haría estremecer al corazón.

Días de obsesión y noches de trabajo. Así nació una sinfonía.



En la clase de piano Jaime repentizaba una obra de Mozart. Su profesor, exultante, apagó el metrónomo con cuidado, aprovechando el paso de la página.

Al terminar, en el aula sonó un aplauso.

—¡Vaya! Veo que el piano se le da mejor que la historia. —Y haciendo caso omiso del profesor de piano, continuó —sin conocer su vida y cómo la vivió, tocará su música, pero no la interpretará.



La obra estaba terminada. Comenzó a leerla Da Capo. El primer movimiento le produjo escalofríos, en el segundo las lágrimas impidieron su lectura. El tercero lo desplomó sobre una silla, exhausto. «¡Oh, muerte fatal! Ya puedes venir», pensó.



Jaime solicitó una reunión con el profesor de historia.

—¿Por qué? —Jaime empleó un tono que no cabía lugar a dudas.
—¿Se refiere a por qué le he puesto matrícula, o a por qué no le he suspendido? —.La cara de Jaime manifestó confusión —.El día que le vi tocar el piano, supe que era usted brillante. Algo pedante, pero excepcional. Sabe ponerse en la piel del compositor y sentir lo que sintió. Por qué, cómo y cuándo. Quizá su carrera se trunque por algún otro motivo, pero no por el de interpretar. Si alguna vez decide crear música, ¡hágalo con el corazón! Sólo así comprenderá los años pasados en el conservatorio. ¡Y ahora déjeme que tengo mucho trabajo!



El director levantó los brazos. Los músicos atentos. Cuando se marcó el primer tiempo, la música brotó y recorrió cada rincón de la sala, invadiendo el espacio.

Lágrimas, nudos en gargantas que impedían hasta el respirar, éxtasis.

Cuando la orquesta terminó, los aplausos atronadores, febriles y entusiastas, sustituyeron a la música.

Jaime, en completa soledad auditiva, derramó todo su ser por los ojos. El público le devolvió aquellos sentimientos olvidados y despertados por su sinfonía.

Al día siguiente en clase de historia de la música, escribió en el encerado: “Mi nombre es Jaime, soy su profesor y estoy sordo”. Se apartó. Miró a sus alumnos cuyas caras reflejaban asombro y les dijo: “No se equivoquen, su condición auditiva no les hará mejores músicos. El saber el porqué, el cómo, el dónde, cuándo su compositor favorito hizo o deshizo, eso sí. Y sonrió.