22 abril 2012

La deuda


Tras un día estresante, echaba de menos el calor del hogar, una reparadora ducha, un vaso de espléndido licor y un buen libro. Pero el asfixiante viaje en metro se hacía interminable. Cuando por fin salí al exterior, respiré el refrescante aire contaminado de la ciudad.
     Al llegar revisé el buzón. Estaba a rebosar de publicidad y recibos, pero entre ellos un sobre extraño, sin remite. Llamó mi atención por el tipo de letra gótica utilizada para escribir mi nombre. Mi primera reacción fue abrirlo, pero la repentina aparición de algunos vecinos me hizo desistir.
Una vez acomodado y en batín, recogí el contenido del buzón que había casi olvidado en el mueble del recibidor junto con las llaves. Volví a sostener el dichoso sobre. El papel era de un tipo extraño, grueso y áspero. Admiré la letra escrita, al parecer por los rasgos gruesos y corridos, con pluma y tintero. Pensé: «¿Quién en los tiempos que corren puede hacer uso de tal instrumento de escritura?».
Imaginaba al autor escogiendo, entre varias, la pluma de ave adecuada, con el grosor justo para que al biselar la punta retuviera la tinta necesaria y poder escribir, al menos, dos o tres palabras completas. Imaginé que se trataría de alguien que conocía muy bien la letra gótica y su técnica para dibujarla. La tinta empleada no parecía la habitual que se puede comprar en una papelería, tenía un color ocre, y cada palabra estaba rematada con un giro, a modo de punto, que no hacía ligera su lectura.
Leí mi nombre y primer apellido, no había más, ni dirección ni nada que indicara qué persona la enviaba. Sin embargo, llevaba un matasellos en la parte superior, de esos que se estampan en las cartas sin sello. ¡El sello! No había caído en ese detalle. No llevaba ninguno, al menos pegado, pero sí lo tenía dibujado, con gran esmero, con la misma tinta y trazos.
Le di la vuelta y volví a comprobar que no figuraba ningún remite que pudiera mostrar el origen. También me llamó la atención el tipo de cierre empleado en el sobre. Vi restos de un pegamento que en un principio me pareció pasta. Una mezcla de harina y agua.
Estaba tan fascinado con el sobre que no quise rasgar ni un milímetro de aquel papel, por lo que me empleé a fondo con el abrecartas. Cuando conseguí abrirlo, extraje la carta del interior del mismo material que el sobre.
Me quedé helado al ver, con una caligrafía excelente, el inicio de esa carta: «Valencia, a cuatro de Mayo del año del Señor de mil ochocientos diez. Vuestra Merced que, cuando lea esta carta vivirá, es mi deseo, en Gracia con Dios, y aunque en los años venideros, que a este humilde servidor le cuesta calcular…»
Una sensación extraña provocó que dejara rápidamente aquel sobre y su contenido encima de la mesita baja que tenía enfrente. Me hice mil y una preguntas, ¿quién, cómo, cuándo, por qué? La volví a coger con la intención de aclarar todas las dudas.
Me llevó un tiempo acostumbrarme a la letra pero conseguí enterarme de su contenido. Al parecer un tal Don Alfredo de Castellnova y García, tenía una deuda con un antepasado mío que no pudo resarcir debido a la repentina muerte de éste a manos de unos nativos del Brasil. Intentó encontrar a alguien de su familia sin éxito, y como era un hombre de palabra, encargó a su bufete que en cuanto se encontrara un descendiente vivo, se le entregara esta carta, y se le compensara la deuda.
A la mañana siguiente, sin haber conciliado el sueño, me desplacé al centro de la ciudad donde un anticuario, amigo de toda la vida, tenía su negocio. Quedó fascinado al examinar el sobre en la trastienda. Me dijo que ese papel era original, que no se fabricaba desde hacía ochenta años, y que la pasta con la que estaba pegada la solapa era, como imaginaba, una mezcla de harina y agua en la proporción adecuada para que sirviera de adhesivo.
En la oficina de correos después de dar muchas patadas, y comprar lotería para los funcionarios jubilados, me indicaron que según el registro postal la carta la había enviado un despacho de abogados. Con la dirección en la mano salí dispuesto a que se me aclarara el significado de todo aquello.
La sensación de recibir una herencia que acabara con todos los males económicos por los que pasaba, inundó mi corazón y mi mente. En un taxi me dirigí a la dirección indicada por la oficina postal; previamente había anunciado mi visita adelantándola a través del teléfono.
La decoración del bufete era espléndida, señorial, sobria a la vez que elegante. Me hicieron pasar a un espacioso despacho donde extrañamente el único mobiliario eran unas estanterías en las paredes. Una amable señorita me indicó que muy pronto me atenderían.
La primera estocada me atravesó el costado. La quemazón de la punzada me dejó sin aire e hizo que me inclinara hacia adelante sujetándome la herida. El tirador, acompañado por dos personas serias y correctamente vestidas, aparentaba tener aproximadamente mi edad y me hablaba de cobrar la deuda de la misma manera que lo habría hecho su antepasado.
 La segunda, rápida y certera, me seccionó en dos el corazón, y antes de que el acero del florete abandonara mi cuerpo, pude ver con toda claridad la satisfacción en la cara de mi matador.