25 octubre 2012

¿Dónde estás Tenorio?



                                   ¡El mundo desconocido de las letras!


¿Dónde estás Tenorio?


La mano temblorosa limpia con esmero la foto que preside la lápida.
            Una vez a la semana, desde hace diez años, la misma rutina. Rito que si llegara a abandonarlo no se lo perdonaría ni su Herminia ni él, que para eso le juró amor eterno.
            Después, despacio, ocupa un banco no distante de la tumba. Allí le cuenta sus cosas. Las ocurridas los siete días anteriores, y las que posiblemente sucederán, porque como él dice: “La vida en su rutina se la ve venir hasta en su final”.
            Vienen a su memoria tiempos pasados en los que juntos salían al escenario a representar personajes que otros habían inventado. «Qué felices éramos, ¿recuerdas? ¡Vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.
            Las horas pasan de prisa para su edad avanzada. El frío no es buena compañía y menos en noviembre. El sol se pone en el cementerio y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide como siempre, lanzando un beso al aire. En su mente ve como ella lo recoge.
            Paso a paso, sin prisas, apoyado en su bastón se aleja de Herminia, ocupando sus pensamientos con ella. Al cabo de un rato, al mirar a su alrededor, se siente desorientado, no conoce el lugar, y es cuando se da cuenta que se ha perdido. «Todas las calles del cementerio son iguales, ¿cómo no voy a perderme?», se dice como un reproche.
            Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, una leve sonrisa ilumina su arrugada cara. Más adelante ve a un hombre junto a un nicho.
            —Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Siento decir que me he perdido. 
            — ¡No faltaba más! –Contesta el desconocido—, voy a hacer algo mejor, si le apetece y no le importa lo acompaño, aquí ya he terminado.
            Juntos recorren el lugar, mientras, hablan de cosas intrascendentes hasta que el acompañante hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del halloween?”.
            Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño hecho a la tradición y al respeto por los que se han ido.
            —Comparto su opinión —dice el desconocido—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si se volviera a nacer, como si todo…
            — ¿Lo malo no hubiera ocurrido?
            —Sí… —susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.
            La conversación poco a poco declina en la obra de Zorrilla, repasan versos, actores, interpretaciones y ríen.
            El recorrido los lleva a una plaza muy iluminada. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, éste accede muy cordialmente. La charla continúa más entusiasmada, llegando incluso a realizar gestos mientras recitan.
            — ¡Aaah, Tenorio! ¿Dónde estás? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus victimas, olvidado, relegado por disfraces grotescos y fiestas que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.
            —Así es, amigo mío. Olvidado.
            — ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarlo.
            —Me llamo Juan –dice el desconocido.
            —Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida, ya debe ser muy tarde y hace frío.
            —No, Eusebio, no. Esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.
            — ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Déjese de historias y vámonos a casa.
            —¿A casa? Esta es mi casa.
            Eusebio mira a Juan con ojos muy abiertos cuando acompañaba, lo dicho, con un gesto de sus brazos abarcando todo el lugar. De pronto aparece en escena el vigilante cruzando la plaza. En silencio, con su linterna, sigue camino sin hacerles caso. Eusebio al verlo se levanta y lo llama a gritos al ver que se aleja. El vigilante, ajeno a los ocupantes del banco situado en aquel lugar del cementerio, continua su recorrido perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.
            —No te esfuerces. Ni te ve, ni te oye.
            Eusebio comienza a sentir miedo. «¿Qué está ocurriendo?», se pregunta.
 A lo lejos se escucha un cántico. Eusebio intenta distinguir quién lo realiza. Mira guiñando los ojos buscando un atisbo de claridad. No consigue nada. Se adelanta con unos pasos para poder observar mejor, pero éstos son detenidos por la voz de su acompañante.
            —No hace falta que acudas, vienen hacia aquí, se reunirán con nosotros enseguida.
            — ¿Con nosotros?, ¿por qué?
            —Porque son La Santa Compaña. Todas las noches de difuntos acuden para recoger a Don Juan Tenorio y a su acompañante.

11 octubre 2012

Fantasmagoría




Sí, esto es:

¡El mundo desconocido de las letras!





Fantasmagoría

            Todas las mañanas lo mismo: que si no arreglo mi cuarto, que si esto, que si aquello. Cualquier cosa era motivo para llamarme la atención.
            ¿Los desayunos?, insoportables. Los únicos sonidos perceptibles eran el crujir de las hojas del periódico, o el tintineo de la cucharita de café intentando disolver el azúcar.
            El momento feliz: el de la comida, siempre que fuera sentado a la sombra de un árbol, en el césped con ella al lado. Mi chica. A pesar de estar rodeados de gente y en medio del campus, era fantástico.
            Se llama Eloísa. Eloísa, qué nombre más poético. Es bonita e inteligente ¿Cuál será el motivo por el que está conmigo? ¿Por qué me eligió? A veces tengo la tentación de preguntárselo, pero me da miedo.
            Un día nos tomamos un descanso lejos de la ciudad. Descalzos paseamos por la playa. Los rayos del Sol nos acariciaban, mimaban e invitaban a hablar. Ella contó sus problemas y yo los míos.
            De vuelta a casa, más de lo mismo: arregla tu cuarto, estudia…
            Una noche recibí la llamada de Eloísa, estaba alterada, nerviosa y llorando. No pregunté. Salí de casa como una exhalación sin decir nada, sin dar ninguna explicación. Oí reproches y quejas tras de mí. Cuando llegué encontré lo inesperado.
            Al abrir la puerta llevaba el vestido hecho jirones, marcas de golpes en la cara y sangre, mucha sangre. La abracé intentando calmarla, pero entre sollozos, dijo: «Está ahí». Pasé al salón y lo vi, boca abajo con la cabeza rota «¿Qué has hecho?», susurré.
            Acurrucada en el suelo y llorando, me lo contó: su padrastro, ebrio y fuera de sí intento abusar de ella. En la lucha consiguió zafarse de él y coger algo con qué defenderse. Sin pensar, en un instinto de supervivencia, le golpeó varias veces hasta que se desplomó. Al caer vio la sangre, se asustó e intentó reanimarle, pero ya estaba muerto.
            Pregunté si había llamado a su madre, que se encontraba en casa de su abuela, y no obtuve respuesta, así que fui al baño en busca de una toalla para limpiarle la sangre, y encontré algo aterrador. La madre de Eloísa se encontraba en la bañera. Me acerque y comprobé que estaba muerta. Había sido ahogada. Horrorizado y hecho un manojo de nervios me dirigí al salón, y la  vi como nunca imagine verla. Su pelo rubio cayéndole por los hombros tapándole media cara, su figura perfecta, insinuante y sexi. Sonriente me llamaba con dulzura: «ven, cariño, amor mío».
            Fue más que una atracción fatal. Fue hipnotismo, amor, seducción y… dolor. Mucho dolor al notar como entraba en mi cuerpo la afilada hoja del cuchillo que…

            —¡Un momento, tronco! ¿Pero a qué estás jugando? Yo soy el Prota, tío ¿Y se te ocurre matarme? ¿Qué has fumado?
—Perdona ¿Cómo dices?
—¡Pues está claro! Que cambies el desarrollo de la historia. Que ella no puede matar al Prota ¿Entiendes?
—Okey. A ver qué te parece esto.
Fue la más fatal de las atracciones. En el preciso momento que quiso clavarme el cuchillo, mi gran adiestramiento la desarmó. Mi caballerosidad me impidió matarla, y la entregué a la policía con una nota que decía: «Aquí les dejo, maniatada, una joya. Los dos cuerpos son de su cosecha, como lo demostrarán las pruebas científicas. Atentamente 009, con licencia para todo»
—¡Muy bien, tronco! Así me… ¿Pero, qué haces? ¡No, la tecla suprimir no!

            El doctor, sentado, chupaba su pipa con tranquilidad mientras escuchaba a su paciente.
—Desde que borré de mi ordenador aquella novela, cuando intento empezar una nueva, se me aparece una y otra vez el mismo personaje ¡Quiere ser el protagonista! ¿Qué hago, doctor?
—¿A intentado matarlo?
—Sí, pero vuelve a surgir. No sé qué puedo hacer.
            El doctor quitándose la pipa de la boca dijo:
—Pues darme el papel de Prota, tronco.