11 agosto 2013

Unas vacaciones


Hay muchas formas de pasar las vacaciones, lo habitual es buscar lugares desconocidos, exóticos, o aquellos que aunque no tengan un gran atractivo aquel verano lo pasaste de miedo y quieres repetir. Pero en esta ocasión quise probar algo nuevo, elegante, distinguido, fuera de lo normal.
        Gracias a que uno es deportista y amigo de deportistas, tuve la oportunidad de optar a una plaza de socorrista en una piscina. Era algo singular, no muy distinguido pero elegante donde lo halla.
            Pasé unas pruebas y conseguí el puesto. El lugar asignado fue un hotel, el mejor de la ciudad. Y allí que fui. Previamente fui de compras. Un vigilante no podía ir de cualquier manera, y más cuando tenía que estar atento a machitos, y admirar esculturales jovencitas. Para ello estrené un bañador algo ajustado y de color rojo (por lo de llamar la atención al lugar… Correcto), gafas de sol, gorra y mi frasco de crema, que da distinción y evita quemaduras. ¿Mi misión? ¡Relax!, tomar el sol, y ligar si se terciaba. ¡Ah, bueno! Y prestar ayuda a quien lo necesitara, hacer cumplir las normas del hotel en materia de seguridad, y unas cuantas cositas más.
            ¿La piscina? ¡Grande, muy grande! Como pertenecía al hotel era sólo para clientes. La ecuación se presentaba muy favorecedora. Hotel caro + piscina enorme = mujeres preciosas.
 Mi primera sorpresa. Pocas toallas y muy desperdigadas, ocupadas por señoras tomando el sol, que a juzgar por las arrugas que las inundaban deberían ser de la cuarta, quinta o ¡Vaya usted a saber qué edad!
            ¡Tranquilidad absoluta!, la piscina intacta, transparente, ¡pero claro! La humedad aumenta los rizos, y aquellas pasas no estaban para fruncirse más. Las amables ancianas no hicieron otra cosa que acercarse y preguntar por mi salud. ¡Cosas de viejecitas!
            Al día siguiente estaba limpiando la piscina—, con otro bañador, tipo la serie de TV—, cuando aparecieron las ancianitas del día anterior acompañadas por unas cuantas amigas, todas de la misma arruga más o menos. Muy amables ellas, e interesadas en saber cosas sobre mi labor. “¿Ha salvado muchas vidas?”; “¿Sabe hacer el boca a boca?”. Las más atrevidas me perseguían con preguntas un poco… “¿Tiene el paquete… De salvamento preparado?”; “¿Me pone crema?”. O se les oía comentar sin pudor. “Es muy joven. ¿No?”; “¡Uy! Casi podría ser tu nieto, tonta! ¡Sólo casi ¡Eh!”; “El otro bañador le sentaba mejor”; “Pero ¿No es el mismo?”; “No, es distinto”; “¿Ah, sí? No me había fijado”.
            A cada paso que daba siempre había alguna pregunta. ¡Y el agua sin tocar! Ahí estaba, cristalina, pura. Cuando llegó la hora de comer me acerqué a ellas para decirles que la piscina se cerraba durante tres horas. «Cuando se vayan me daré un bañito antes de la comida». Pensé. ¡Já, já! ¡A rastras tuve que sacarlas! Tanto tardé que sólo me quedó tiempo para comer.
            Aún no había terminado mi almuerzo cuando mi jefe me indicó que en la entrada a la piscina había clientas pidiendo que se abriera. “Come aprisa y abre”. “¿Y mi descanso?”, repliqué. “¿Descanso? ¡Anda que te dan trabajo esas señoras!”, me contestó. Con la comida en la garganta fui a mi puesto.
            Como medida de precaución, por aquello de los cortes de digestión, me senté en el borde de la piscina con los pies en el agua. ¡Grave error! En pocos instantes estaban todas dentro, rodeándome e intentando que me echara.
            —Tírate, no tengas miedo yo te cojo.
            —Me estoy mareando, ayúdame.
            —¿Cómo es el boca a boca?
            ¡Vaya tarde! Larga, como la piscina.
            Al tercer día las viejecitas acudieron en masa. ¡Vamos, que en el hotel no quedaba una! Algunas se atrevieron hasta con biquini, pero no uno normal. ¡Noo! Uno de esos mini, mini. ¡Dios mío!
            Esa mañana el sol quemaba con más fuerza que otros. Como verdaderas gambas se pusieron algunas. ¡No daba abasto! Hay que ver que manías tenían algunas de ellas. Se quitaban la parte de arriba para evitar rayas ¡Señor! Y además pretendían que les pusiera crema en las… ¡Bueno!, en lo que quedaba de ellas.
            Esa mañana sí, el agua se estrenó. Desde el primer momento se tiraron a la piscina. ¡Dios, mío! ¡Qué sueldo más bien ganado! Y digo yo. ¿Si no saben nadar por qué se tiran donde más cubre? Cuándo conseguía llevarlas donde hacían pie me rodeaban, me manoseaban, me pedían que les hiciera el boca a boca. ¡Y hasta me…! ¡Pero, señora!
            Lo peor fue cuando aparecieron sus maridos. ¡Bueno!, las que aún lo conservaban, claro. Ellos no dejaban de observarme vigilantes, atentos a todos mis movimientos. Mientras que ellas, con el morro torcido, no hacían más que preguntarles, con sorna, si esa mañana no jugaban la partida. Las otras, las solitarias, las singles (como se dice ahora), fueron las que organizaron todo, incluido el motivo de mi despido.
            —Soy viuda, ¿sabe?
—Yo divorciada
—¿Me ve alguna raya?
Y yo pensaba: ¿Raya? ¿Sin contar las de los pliegues?
            Lo peor comenzó cuando una de ellas se me abalanzó.
—¡Hay hijo, te vas a quemar! ¿Te pongo crema?
            Y digo lo peor porque las demás empezaron una guerra por la que es difícil mediar: “¡Atrevida!”; “¡Buscona!”; “¡Guarra!”; “¡Vieja!”; “¡Tápate esos colgajos, asquerosa!”.
            Me gané el sueldo ¡Y un ojo morado! Intentando separar aquellas fieras, y en medio del alboroto que se organizó, uno de los maridos me acusó de meterle mano a su mujer, y lo hizo ayudado por los otros. Mientras, ellas gritaban para que me dejaran, al tiempo que los golpeaban.
            Acabamos todos dentro del agua. Yo intentando huir, los hombres queriendo darme caza, y las viejecitas peleándose entre ellas. ¡Nunca aquella piscina estuvo tan llena!
            Con mi finiquito y mi carta de despido en la mano, me marché. Pero antes quise pasar por la puerta de la piscina para; de alguna manera, despedirme. ¡Y la vi! Hermosa, esbelta, reluciente, limpia, intacta y con el agua transparente. Llena a rebosar por todos los viejecitos del hotel, que no dejaban en paz a mi sustituta, a quien le faltaban manos para apartar las que se lanzaban sobre ella. Sonreí, y me marché pensando en qué ocupar el tiempo que me quedaba de vacaciones. Pero eso es motivo para otra historia.