22 octubre 2011

Soy Don Juan

Andrés no podía imaginar cuando blandía su espada de plástico frente al espejo, que aquella noche, la de difuntos, acabaría siendo la más excepcional de toda su vida.

Enfundado en su viejo traje de Tuno, que plegó y guardó con naftalina al acabar la carrera de Derecho, se imaginaba ser Don Juan Tenorio. Ese año acudiría a la fiesta de Halloween de tal guisa. Iba a dar el golpe esa noche. Seguro que nadie llevaría semejante vestimenta.

Con una boina negra por sombrero se dirigió a la puerta de la calle para ir a su destino. Al pasar por el espejo del recibidor vio que le faltaba algo. ¿Qué podría ser?, pensó mientras se repasaba de arriba abajo. Durante dos semanas se había afeitado dejándose un fino bigote y una espesa perilla, perfecto para el papel que representaba. La espada en el cinto, algo ladeada y así facilitar la rápida extracción. ¿Qué faltaba? Justo cuando se daba por vencido tropezó con un búcaro adornado unas fingidas plumas de ave saliendo de su interior. Miró su tocado y sonrió.

El fresco de la noche le obligó a cubrirse la cabeza con la boina adornada con una pluma roja, que ladeada y hacia atrás, le daba un aire de viejo español indiano.

Decidió acudir a la fiesta andando. «Total no está tan lejos», pensó, y con paso firme y decidido comenzó su andadura.

El alboroto de la calle en Halloween le obligó a pensar que atajando por calles adyacentes llegaría antes. En una de ellas la luz de las farolas se apagaron, de pronto quedó con la iluminación propia de la luna llena. Poca. Miró hacia atrás y pensó que ya había recorrido más de la mitad del camino. «Al final de esta calle parece que hay luz desde allí continuaré con más celeridad», se dijo dándose ánimos.

—¿Don Juan. Sois vos?

La pregunta le sobresaltó. No sabía con exactitud de dónde procedía. Quedó parado, escuchando, a la expectativa. No ocurrió nada, y decidió continuar.

—¡Por mi espada que si no contestáis os haré a probar una cuarta! ¿Sois Don Juan?

Volvió a parar, miró a un lado, y luego al otro y nada. La oscuridad y su miopía no le permitían distinguir el origen de esa voz, por lo que optó por sacar sus gafas del bolsillo y ponérselas. No podía creer lo que estaba viendo. Ante él una figura se tapaba con su capa y que junto con su sombrero de ala ancha adornado con una pluma larga caída hacia atrás, sólo se le podía distinguir los ojos. La aparición de aquel embozado atrajo la luz, o al menos la suficiente para que pudiera vérsele.

—¡Vive Dios, contestad de una vez que me impaciento!

—Me llamo Andrés.

El miedo se le notó en la voz.

—¡¡Mentís!! Juro por lo más valioso que si no decís la verdad…

—¡No! Soy abogado, y me dirijo a una fiesta que…

—¿Fiesta? Os lo dije. Os lo rogué incluso faltando a mi hombría, y vos, con la burla que se os antoja…

—¿De qué me habla?

—¡¡Pardiez!! ¿Os burláis?, de Doña Ana de Pantoja.

—¿De quién?

—No me toméis por bobo jamelgo. La hostería de Cristófano Buttarelli. ¿Recordáis?

—Si hubiera estado recordaría…

—A Don Luis Mejía.

El embozado apartó su capa descubriendo toda su figura al tiempo que su mano derecha se situaba en el mango de su espada. Andrés quedó pálido, tembloroso y levantando el brazo pidió calma mientras daba unos pasos hacia atrás.

—¿Rogáis, o es cobardía? Vos Don Juan, el que a las cabañas bajó y a los palacios subió…

—Se equivoca caballero, si lo que quiere es dinero pues…

—¡Me insultáis!

En un abrir y cerrar de ojos notó la punta de la espada de Don Luis en su garganta. No se atrevió a mover un solo músculo. «Este hombre está loco. ¡Dios mío ayúdame!»

—Decidme, ¿quién sois?

—Soy… Don Juan.

La luz de la mañana descubrió un cuerpo, bañado en sangre, en el callejón trasero de un viejo y destartalado teatro que, en su fachada, aún conservaba el cartel de la última representación: Don Juan Tenorio.

¡Cuidado! La noche de difuntos es halloween para todos.

11 octubre 2011

Mi mejor historia VIII y final

—¿Esperar, a qué?

—¿No te das cuenta de lo que está sucediendo?

—Pues claro que sí. Se me está ofreciendo la solución que deseaba en la barra de aquel bar cuando me preguntaste. ¡Oh, perdón!, fue cuando Muerte y tú, o al revés, comenzasteis a burlaros de mí, a jugar con mis sentimientos, a divertiros a mi costa.

Ángel Caído amplió su sonrisa cuando la miró, y con un leve movimiento de ceja, expresivo al cien por cien, le echó en cara su travesura. Luego observó con satisfacción como Ernesto cogía la pluma para firmar.

—No podrás —le dijo Vida.

Ángel Caído la recriminó con gesto serio.

—Se necesita una tinta especial. ¿No has leído la historia de Fausto?

—¿Cuál, la de Spies, la de Marlowe o la más conocida, la de Goethe? —dijo con ironía Ángel Caído—, personalmente prefiero la primera en publicarse. La de Spies. El aquelarre es totalmente real. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Por cierto la pluma era de ave, de faisán para ser más concretos, y se utilizó tinta negra como esta.

Junto con la última frase extendió la mano apareciendo un tintero con una pluma con tonos azules verdosos, y cuya dimensión daba a entender, por lo dicho anteriormente que procedía de la cola de un faisán. Se la ofreció a Ernesto, quien la cogió desechando la recibida junto con el contrato.

Con reverencial parsimonia Ernesto mojó en el tintero la pluma de faisán. Una diminuta gota caía en la sábana, de color blanco virgen, la manchó de negro tizón. Ernesto hizo un gesto de desaprobación al ver lo sucedido.

Quedó hipnotizado, con la mirada fija en aquella mancha irregular que iba esparciéndose por el tejido de algodón. Vida aprovechó el momento para intentar que no firmara. Le habló de lo irreal de la proposición haciéndole ver que ni su mujer ni su hijo podrían olvidar. Quizá pudieran perdonar pero nunca olvidar.

—Cuando todo se haya solucionado, y sea como tú quieres. ¿Qué ocurrirá?

—Eso ya se verá —dijo Ángel caído en un intento de que Ernesto no la escuchara.

—Será el final. Yo tendré que abandonarte y vendrá Ella. Ya la oíste cuando se despidió.

Claramente la oyó, y aún retenían sus pupilas la sonrisa que le dirigió esa misma noche cuando se llevaba al ocupante de la cama 23. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, tan intenso que la mano le tembló, y la tinta retenida en aquella pluma de ave se esparció por el blanco tejido de algodón que le tapaba las piernas. Un reguero de puntos negros dejó constancia de la duda.

La máquina de Ernesto comenzó a realizar extraños sonidos. Adela se acercó al monitor que tenía en la sala de control de la U.V.I.

—¿Qué te ocurre? —Pensó en voz alta Adela.

Acercándose al cristal que la separaba de las camas se asustó al ver las convulsiones de Ernesto, pulsó un botón y echó a correr. Los movimientos de todo el cuerpo de Ernesto hacían que se separara uno o dos dedos de la cama. Adela lo cogió por los hombros y lo sujetó al colchón con toda la fuerza que pudo realizar. Su compañera llegada con rapidez intentaba atar las piernas a la cama con unas correas, pero los espasmos eran tan violentos que fue una tarea ardua y difícil.

El médico de turno apareció dando instrucciones. La química suministrada realizó su efecto y Ernesto se tranquilizó. El personal sanitario respiró hondo. Comenzaron a retirarse, al verificar que las constantes eran regulares y estaban dentro de la normalidad. Pero Adela no se movió de su lado, buscó una banqueta y se sentó. Su compañera, después de despedir al doctor, prometiendo llamarlo si volvía otra crisis, se acercó a Adela y le susurro: «Si te necesito te llamaré», a lo que Adela con una sonrisa contestó dándole las gracias.

Ángel Caído comenzaba a impacientarse ante la indecisión de Ernesto. Le acercó de nuevo el tintero para que empapara la pluma de ave de su oscuro líquido. Sin saber exactamente que hacía, Ernesto volvió a mojar la pluma.

Vida, con un leve gesto cogió la mano de Adela acercándola a la de Ernesto. Adela sonrió al notar el calor de su piel. Su enfermo favorito en la U.V.I. Se fijó en él cuando lo ingresaron procedente del quirófano. No sabía por qué, pero le atrajo desde el primer momento. Su aspecto desvalido, su clara necesidad de cariño le llamó la atención, y sin proponérselo le prestó más que a los demás. Su compañera se lo recriminó, pero conocía a Adela y las circunstancias por las que estaba pasando, y pronto la dejó hacer, es más, la ayudó.

Adela era una mujer a punto de jubilarse. Su vida había estado marcada por la desgracia. Su marido y sus dos hijos murieron en un accidente doméstico. Una explosión de gas acabó con la existencia de su familia, y con la de su vivienda, estando ella en el hospital una noche de guardia. Sin parientes y con la vida destrozada, alquiló un pequeño apartamento cerca del lugar de su trabajo. Taciturna y resignada veía día a día como la muerte se llevaba a alguno de sus pacientes, doliéndole el corazón cada vez más.

Un día le confesó a su compañera y amiga, que iba a pedir la jubilación anticipada para alejarse de tanto dolor. Su compañera estaba en contra. ¿Qué iba a hacer sola, recordar?, eso la mataría en dos días. Trabajo, distracción y ocupación de la mente, eso era lo que necesitaba, y si ayudaba a salvar más vidas de las que se perdían, mejor.

Adela dudaba, pero prometió que al final del turno decidiría lo que hacer. Cuando vio a Ernesto ya lo tenía claro. No hizo falta decírselo a su compañera.

El turno acabó y Adela seguía al lado de Ernesto. Sus manos entrelazadas, su mirada fija en él y un deseo enorme que despertará para decirle todo lo que sentía, la tenía allí sentada esperando.

Vida le hizo ver lo que estaba ocurriendo. Ángel Caído argumentaba todo lo contrario con la esperanza de que firmara. Ernesto miraba a Adela mientras escuchaba a uno y a otra.

—¿Por qué, Adela?

—No te escucha. Tú estás drogado desde la última crisis sufrida, ella sólo ve un cuerpo dormido. Firma.

—No, no lo hagas, piensa que tienes la oportunidad de empezar de nuevo otra etapa de tu vida con ella.

—¿Su vida? Ja, ja, ja. ¿Cuánto queda, dos, cuatro años como mucho? ¡Vívelos! Firma.

La aparición de Muerte hizo soltar la pluma a Ernesto. Un gesto de terror le desfiguró el rostro. Ángel Caído se enfadó y le recriminó su presencia. Vida se abalanzó sobre Ernesto dándole el mayor de los abrazos.

—Quedamos que no aparecerías hasta que firmara. ¡Vete!

Muerte miro con desagrado a Ángel Caído.

—¡Fuera! Estás incumpliendo lo pactado.

La mirada de Muerte se dirigió hacia arriba. Vida, sin soltar a Ernesto también miró. Un silencio sepulcral inundó la escena. Ángel Caído, enfurecido, lanzó un grito, y oculto tras un fugaz humo desapareció.

—Te me vuelves a escapar —le dijo Muerte —, pero no lo dudes, volveré.

Vida y Muerte se miraron fijamente.

—Gracias —susurró Vida.

—No era el momento —y sin acabar de darse la vuelta terminó—, hasta pronto.

Ernesto, protagonista de toda esta historia, se recuperó. A sus sesenta y nueve años se casó con Adela. Los dos organizaron su vida uno al lado de la otra olvidado el pasado. Cuando llegó el día en que Muerte visitó a Ernesto, cinco años después de su recuperación, lo hizo para llevarlo junto con la que fue su ángel. Adela.

Una noche sin luna, en una carretera resbaladiza por la tormenta caída, tras una velada de celebración por su aniversario, Ernesto observaba a Adela que dormitaba en el asiento del copiloto, cuando de pronto divisó una figura encapuchada en mitad de la calzada. Al intentar esquivarla se despeñó por un barranco. Muerte los cobijo bajo su manto llevándolos ante el tribunal que decidiría su destino eterno.

Aquí estoy yo, escribano del tribunal y designado para leer ante las puertas del destino la historia de Ernesto tal y como la contaron los testigos. Sólo en contadas ocasiones, especiales sin duda, se me ha indicado realizar tal misión, por ello, con la solemnidad que merece, fui acompañado por el presidente del tribunal, el abogado celestial y el acusador de ultratumba hasta las grandes puertas, golpearlas con las aldabas en forma de corazón y responder a las preguntas del portero, para una vez abiertas relatar con sumo cuidado mi mejor historia. La de Ernesto.

Adela fue su mentor. El amor desprendido por ella al referirse a Ernesto suavizó todos los ataques realizados por el acusador. El arrepentimiento demostrado y probado, su mejor baza.

Hoy, Adela y Ernesto continúan juntos para toda la eternidad, tal y como se juraron el día de su boda.

Ernesto intentó contar a su amiga y compañera todo lo que vivió, o creyó vivir, pero Adela no quiso saberlo, y sólo lo supo delante del tribunal. ¿Recriminable?

Ernesto había conocido a unos personajes que nadie quiere conocer, o, ¿quizás tú sí quisieras conocerlos?

¡Ah! Para aquellos que se lo estén preguntando, diré que en la lavandería del hospital se suscitó una gran controversia al no poder quitar las manchas negras de una sábana de la U.V.I. Se probaron todo tipo de productos sin resultado. Tras multitud de lavados a mano y a máquina, nunca se logró hacer desaparecer aquellas manchas que, al verlas a una distancia prudencial, formaban el dibujo de un ángel caído.

La administración del hospital decidió hacer desaparecer la ropa de cama en el incinerador principal del centro. Nadie de los allí presentes olvidaría jamás la carcajada espeluznante que surgió de entre las llamas de la prenda de algodón.


Queridos lectores, en mi afán por contar una historia que ha ido surgiendo semana a semana, he cometido, y estoy seguro de ello, multitud de errores al escribir. Pido pues, muy solemnemente, el perdón y la comprensión necesaria para que, al sazonarlos con una pizca de tolerancia, se complete el cóctel que mi conciencia necesita para respirar y descansar durante unos días.

Vuestro, y muy agradecido por leer.

08 octubre 2011

Mi mejor historia VII

Cuando Muerte desapareció Ernesto sintió que su corazón, galopante al descubrirla, volvía despacio a su ritmo regular. La máquina que llevaba adosada a su pecho había dado la voz de alarma, y aparecieron dos enfermeras dispuestas a luchar con su enemigo.

Adela, una de los ángeles de ese hospital, comprobó el tensiómetro encontrando que se había recuperado la tensión arterial, he hizo un gesto a su compañera. Ernesto había vivido todo como en un sueño, o ¿No?. El caso es que él estaba dormido cuando Adela le acarició los pocos cabellos blancos que le quedaban en su cabeza despejada.

—Vaya susto nos has dado. —Susurró.

La compañera de Adela señaló el localizador de la U.V.I. donde se indicaba un número de cama, miraron y una luz roja las sobresaltó. A gran velocidad se dirigieron al enfermo de la cama 23. Habían llegado tarde. Andrés se llamaba, un paro cardiaco se lo había llevado. Intentaron reanimarlo con masajes cardiacos, descargas y respiraciones boca a boca. Todo fue inútil. Andrés se había ido.

Con el jaleo que se organizó Ernesto, al igual que el resto de los pacientes, despertó, e intentó averiguar qué estaba pasando. Pero ya lo sabía, y cuando Adela pasó cerca de su cama se lo dijo.

Ella lo miró con esas miradas que obsequia un ángel desprendiendo cariño. Se acercó y acariciando su cabeza le conminó a que durmiera y olvidara lo ocurrido.

—Buenas noches —le dijo, al tiempo que le regalaba un beso en la frente.

La cama 23 desapareció de la U.V.I., y las luces se apagaron volviendo todo a su estado de normalidad, pero Ernesto no dormía. No podía hacerlo porque tenía una visita.

—Hola.

—¿Quién eres? —Susurró con un halo de temor.

—Tengo muchos nombres. El primero fue el de Ángel caído.

—¿Qué quieres?

Ángel Caído sonrió mientras volviéndose a una de las camas saludó con amistosa alegría a su ocupante. En la penumbra que daban las luces de los aparatos existentes, Ernesto pudo observar como varios de los allí reunidos saludaban al visitante. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

—He traído un contrato que cambiará tu vida a mejor, con él podrás conseguir conocer a tu nieto, que tu hijo te acepte como padre y volverás a abrazar a tu mujer. ¿Qué me dices?

Ernesto recorrió con la mirada las camas situadas en la U.V.I., y mientras unos pocos movían su cabeza en un gesto negativo, el resto, la mayoría de los allí reunidos le animaban. Estaba claro lo que aquel visitante le ofrecía, como también lo que representaba firmar el contrato, y algo dentro de él se negaba a aceptarlo, pero también se debatía en su corazón el deseo de verlo todo solucionado.

«Pero que estoy dudando, si firmo se habrán acabado todos mis problemas. Mi mujer volverá a serlo, mi hijo me querrá y abrazaré a mi nieto. Es todo lo qué he pedido desde el principio. Total ya soy mayor. ¿Qué me puede quedar de vida. Dos años? Pueden ser los dos mejores junto a los que quiero. Les pediré perdón por todo el mal que les he ocasionado, ellos me perdonaran, y volveremos a ser una familia. Mi nieto ¡Oh, Dios, como deseo tenerlo entre mis brazos!»

Ángel caído sonrió mientras observaba la cara de Ernesto cuando éste alargó los brazos para recoger el contrato que se le ofrecía. Pero una voz femenina detuvo la acción.

—¡Espera!


CONTINUARÁ...(en una semana o...)