31 mayo 2009

EL ALPINISTA Y LA MONTAÑA

Hace 85 años, el 8 de Junio de 1924, Andrew Irvine (21 años) y George Mallori (38 años) desaparecieron en una expedición para conseguir la cima del Everest. En 1999 fue hallado el cuerpo de Mallori a 8155 metros.
Irvine sigue desaparecido.


EL ALPINISTA Y LA MONTAÑA


El alpinista se prepara para dar su batalla a la montaña. Cuerdas, crampones, clavos y demás artilugios de tortura, forman su principal equipaje.

Sabe que su enemigo le está esperando altivo y amenazador, con sus más de ocho mil metros de altura.

Comienza su viaje hasta el campo de batalla donde se las verá cara a cara con su adversario. Se siente nervioso, excitado.

Al pie de aquella mole instala su campamento. Durante la noche vela sus armas mientras observa a su enemigo. Estudia su estrategia, repasa su plan y se hace una promesa.

La mañana aparece clara y radiante. El corazón le late con fuerza, las manos le sudan y el ánimo le grita “Adelante”. Mientras, la montaña se prepara para recibir a su oponente.

En su avance espolea a su enemigo con clavos que hunde en las pedreas carnes, mientras va afianzando su posición. Ella aguanta la embestida, sabe que es pronto y deja hacer.

El día se acaba y para aclimatarse monta su campo base. Después del descanso vuelve a desgarrar más aún si cabe a su adversario que aguanta firme. A cinco mil metros instala el campo Uno. La respiración se entrecorta, los mareos se hacen más intensos, y su cuerpo se deshidrata con rapidez. La montaña decide realizar su primera incursión.

La mañana amanece fría, con nubes bajas y preparando ventisca. El temporal obliga al escalador a esperar.

Los días previstos se alargan hasta cuatro, siente ansiedad. La montaña ha comenzando su estrategia. Un alud es el segundo ataque, pero esquiva el golpe.
Al día siguiente el sol radia con fuerza, decide atacar. Haciendo mella en las carnes de su oponente, consigue los siete mil metros. Agotado, casi sin fuerzas, monta el campo Dos. Los mareos se intensifican, le cuesta respirar, sus movimientos se hacen más lentos. Decide descansar.

La montaña considera que ha llegado su momento, y lanza su tercer ataque. Una ventisca le obliga a poner en práctica todo su saber, y aguanta la embestida.
La tercera noche se hace insoportable, el frío está provocando síntomas de congelación. Calienta toda la nieve que puede provocando humedad en su tienda, y así respirar calor.

Durante la noche la desesperación llega a su punto álgido y decide encararse con su enemigo.

El alba le descubre en una lucha feroz, colgando de sus cuerdas y soportando el ataque de su adversario. La montaña lanza desprendimientos, el escalador los evita. Otro embate lo balancea golpeándose contra las rocas hasta quedar sin sentido. La montaña relaja su ira.

El montañero, recuperándose, se lanza con su último aliento. Sangrando y mal herido, espolea con su picoleta y en un esfuerzo sobre humano, consigue hacer cumbre antes de que su enemigo reaccione.

Allí, en lo más alto clava con fuerza la bandera de su victoria, y un grito ensordecedor le declara vencedor.

La montaña enfurecida por el descalabro proyecta su venganza.

Lleno de euforia comienza el descenso. Un desprendimiento, un clavo mal calculado hacen que sucumba ante la más vil de las venganzas, hundiéndose en un abismo cruel.
El escalador en su caída libre a velocidad de vértigo, mantiene la mente fría, y no para de gritar con fuerza “Te vencí”

Las noticias divulgan el descalabro: “Un montañero solitario muere antes de hacer cumbre”.

29 mayo 2009

Las manos...

Manos asesinas empapan trozos de pollo en veneno macerado en aceite, que esparcirán por el monte para acabar con las alimañas.
—¿Qué tal Manuel?
— ¡Cagüen tó! —exclamó acercándose a la barra.
— ¡Pero hombre! ¿Qué ocurre?
— ¿Ocurrir…? Que un zorro ha entráo, y se ha lleváo por delante seis gallinas. ¡Cojóne!
Al momento un cazador saca del morral media docena de conejos y tres aves dejándolos sobre una esquina de la barra.
— ¡Tío Paco! Aquí tiés unas piezas.
— ¡Bravo! Se te dio bien la caza. Pero… Estas son…
— ¿Qué? ¿Le vá a poné ascos?
— ¡Esta bien! Ahora se los paso a Petra para que los cocine.
Petra sacaba una cazuela cuyo aroma anticipaba el placer del paladar. Los comensales hicieron honor al majar rebañando los platos.
Al atardecer, el médico se personó en el bar pidiendo el conejo al ajillo que se había servido. Al no quedar ni rastro de él pidió una de las piezas no cocinadas.
—Todo lo que tenemos está…
— ¡No me jodas Paco! Tengo a un hombre muerto y tres que la palmarán si no encuentro un remedio.
Petra, asustada, le confesó que cocinó unas aves junto con el conejo.
— ¿Aves? ¿Qué clase de aves?
—Martinetas. Las hice bien rehogadas y con mucho ajo.
Manos asesinas, temblorosas y angustiadas, recogen ocultas los trocitos de pollo empapados, mientras que le agobian los recuerdos al equivocar el aceite.

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Este blog es consecuencia de la insistencia de aquellos que acabaron hartos de oirme y no leerme.