30 octubre 2021

La deuda


Tras un día estresante, echaba de menos el calor del hogar, una reparadora ducha, un vaso de espléndido licor y un buen libro. Pero el asfixiante viaje en metro se hacía interminable. Cuando por fin salí al exterior, respiré el refrescante aire contaminado de la ciudad.

Al llegar revisé el buzón. Estaba a rebosar de publicidad y recibos, pero entre ellos un sobre extraño, sin remite. Llamó mi atención por el tipo de letra gótica utilizada para escribir mi nombre. Mi primera reacción fue abrirlo, pero la repentina aparición de algunos vecinos me hizo desistir.

Una vez acomodado y en batín, recogí el contenido del buzón que había casi olvidado en el mueble del recibidor junto con las llaves. Volví a sostener el dichoso sobre. El papel era de un tipo extraño, grueso y áspero. Admiré la letra escrita, al parecer por los rasgos gruesos y corridos, con pluma y tintero. Pensé: «¿Quién en los tiempos que corren puede hacer uso de tal instrumento de escritura?».

Imaginaba al autor escogiendo, entre varias, la pluma de ave adecuada, con el grosor justo para que al biselar la punta retuviera la tinta necesaria y poder escribir, al menos, dos o tres palabras completas. Imaginé que se trataría de alguien que conocía muy bien la letra gótica y su técnica para dibujarla. La tinta empleada no parecía la habitual que se puede comprar en una papelería, tenía un color ocre, y cada palabra estaba rematada con un giro, a modo de punto, que no hacía ligera su lectura.

Leí mi nombre y primer apellido, no había más, ni dirección ni nada que indicara qué persona la enviaba. Sin embargo, llevaba un matasellos en la parte superior, de esos que se estampan en las cartas sin sello. ¡El sello! No había caído en ese detalle. No llevaba ninguno, al menos pegado, pero sí lo tenía dibujado, con gran esmero, con la misma tinta y trazos. 

Le di la vuelta y volví a comprobar que no figuraba ningún remite que pudiera mostrar el origen. También me llamó la atención el tipo de cierre empleado en el sobre. Vi restos de un pegamento que en un principio me pareció pasta. Una mezcla de harina y agua.

Estaba tan fascinado con el sobre que no quise rasgar ni un milímetro de aquel papel, por lo que me empleé a fondo con el abrecartas. Cuando conseguí abrirlo, extraje la carta del interior del mismo material que el sobre. 

Me quedé helado al ver, con una caligrafía excelente, el inicio de esa carta: «Valencia, a cuatro de Mayo del año del Señor de mil ochocientos diez. Vuestra Merced que, cuando lea esta carta vivirá, es mi deseo, en Gracia con Dios, y aunque en los años venideros, que a este humilde servidor le cuesta calcular…»

Una sensación extraña provocó que dejara rápidamente aquel sobre y su contenido encima de la mesita baja que tenía enfrente. Me hice mil y una preguntas, ¿quién, cómo, cuándo, por qué? La volví a coger con la intención de aclarar todas las dudas.

Me llevó un tiempo acostumbrarme a la letra pero conseguí enterarme de su contenido. Al parecer un tal Don Alfredo de Castellnova y García, tenía una deuda con un antepasado mío que no pudo resarcir debido a la repentina muerte de éste a manos de unos nativos del Brasil. Intentó encontrar a alguien de su familia sin éxito, y como era un hombre de palabra, encargó a su bufete que en cuanto se encontrara un descendiente vivo, se le entregara esta carta, y se le compensara la deuda.

A la mañana siguiente, sin haber conciliado el sueño, me desplacé al centro de la ciudad donde un anticuario, amigo de toda la vida, tenía su negocio. Quedó fascinado al examinar el sobre en la trastienda. Me dijo que ese papel era original, que no se fabricaba desde hacía ochenta años, y que la pasta con la que estaba pegada la solapa era, como imaginaba, una mezcla de harina y agua en la proporción adecuada para que sirviera de adhesivo.

En la oficina de correos después de dar muchas patadas, y comprar lotería para los funcionarios jubilados, me indicaron que según el registro postal la carta la había enviado un despacho de abogados. Con la dirección en la mano salí dispuesto a que se me aclarara el significado de todo aquello. 

La sensación de recibir una herencia que acabara con todos los males económicos por los que pasaba, inundó mi corazón y mi mente. En un taxi me dirigí a la dirección indicada por la oficina postal; previamente había anunciado mi visita adelantándola a través del teléfono. 

La decoración del bufete era espléndida, señorial, sobria a la vez que elegante. Me hicieron pasar a un espacioso despacho donde extrañamente el único mobiliario eran unas estanterías en las paredes. Una amable señorita me indicó que muy pronto me atenderían.

La primera estocada me atravesó el costado. La quemazón de la punzada me dejó sin aire e hizo que me inclinara hacia adelante sujetándome la herida. El tirador, acompañado por dos personas serias y correctamente vestidas, aparentaba tener aproximadamente mi edad y me hablaba de cobrar la deuda de la misma manera que lo habría hecho su antepasado.

 La segunda, rápida y certera, me seccionó en dos el corazón, y antes de que el acero del florete abandonara mi cuerpo, pude ver con toda claridad la satisfacción en la cara de mi matador.


©Jesús García Lorenzo


22 octubre 2021

¿Dónde estás Tenorio?

Como todos los años, soy fiel al misógino arrepentido que a los palacios subió y a las cabañas bajó, frente al desconcierto, burla y chirigota de mi amiga "La muerte".

Jesús García Lorenzo



¿Dónde estás Tenorio?


Con mano temblorosa, por la edad, limpia la foto que preside la lápida. Luego, cariñosamente, realiza una limpieza general.

Todas las semanas desde hace diez años, la misma rutina, para eso le juró amor eterno.

Después ocupa un banco no distante de la tumba. Allí sentado le cuenta sus cosas. Las que ocurrieron durante los siete días anteriores, y las que posiblemente sucederán, porque como él dice: “La vida es una rutina, y se la ve venir hasta cuando se acaba”.

Vienen a su memoria tiempos pasados en los que juntos salían al escenario e interpretaban sus papeles. «¡Qué felices éramos, vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.

Las horas pasan muy deprisa, pero la avanzada edad no es buena compañera del frío, y en noviembre lo hace, sobre todo al atardecer. El sol se pone en el cementerio, y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide lanzando un beso al aire como siempre.

Paso a paso, sin prisas, se aleja de Herminia pensando en sus cosas. Mira a su alrededor, y se da cuenta que se ha perdido. «Todas las calles son iguales, ¿cómo no voy a perderme?», se dice como un reproche.

Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, y una leve sonrisa ilumina su arrugada cara. Más adelante ve a un hombre junto a un nicho.

—Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Me he perdido.

— ¡No faltaba más! —le contesta el hombre—, voy a hacer algo mejor, si le apetece, lo acompaño, yo aquí ya he terminado.

Los dos juntos recorren el lugar, mientras hablan de cosas intrascendentes, hasta que el desconocido hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del halloween?”.

Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño hecho a una tradición.

—Comparto su opinión —dice el acompañante—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si se volviera a nacer, como si todo…

— ¿Lo malo no hubiera ocurrido?

—Sí… —susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.

Siguen camino. La conversación declina en la obra de Zorrilla, repasan versos, actores, interpretaciones y ríen.

El recorrido los lleva a una plaza muy iluminada. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, y éste accede muy cordialmente. Su charla continúa más entusiasta, llegando incluso a realizar gestos mientras recitan.

— ¡Aaah Tenorio! ¿Dónde estás? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus víctimas, olvidado y relegado por disfraces y fiestas, que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.

—Así es, amigo mío. Olvidado.

— ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarlo.

—Me llamo Juan –dice el desconocido.

—Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida, ya debe ser tarde y hace frío.

—No, Eusebio, esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.

— ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Déjese de historias y vámonos a casa.

—Esta es mi casa. Yo vivo aquí.

De pronto aparece en escena el vigilante del cementerio cruzando la plaza. Sigue camino sin hacerles caso. Eusebio se levanta y lo llama. El vigilante continua perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.

—Ni te ve, ni te oye.

A lo lejos se escucha un cántico, Eusebio mira y solo distingue la luz de un quinqué. Para observar mejor de quién se trata da unos pasos, éstos son detenidos por la voz de su acompañante.

—No hace falta, vienen hacia aquí para reunirse con nosotros.

— ¿Nosotros, por qué?

—Porque son La Santa Compaña, y todas las noches de difuntos recogen a Don Juan Tenorio y a su acompañante.


©Jesús García Lorenzo


13 octubre 2021

La mirada


Andrés atravesó el umbral. 

Cada día imaginaba cómo sería estar al otro lado de aquella puerta, luego, terminado su almuerzo, volvía a su monótono trabajo.

En esta ocasión no lo dudó, nada importaba la comida. Con miedo, pero con una férrea voluntad se introdujo en el interior. Muchos años anhelándolo y, por fin, allí estaba.

Una vez dentro su mirada recorría cada rincón, y sintió un deseo irrefrenable de recorrer aquellos pasillos tocándolo todo.

—Señor, por favor, me alcanza aquel de allí arriba.

Los ojos abiertos de Andrés miraron la cara pecosa de una niña que señalaba, con su dedo índice, un libro situado a la altura de su cabeza. Al cogerlo admiró el dibujo de su portada.

Un tirón de su cazadora le indicó el deseo de la niña por tenerlo.

—¿Es bonito? —preguntó mientras se lo daba.

—No lo sé, no lo he leído.

Observó como la niña corría al lado de su madre con el libro en sus manos. Andrés salió a la calle con los ojos inundados de lágrimas y con la firme promesa de aprender a leer.


©Jesús García Lorenzo


02 octubre 2021

Soledad

Hoy, como todas las mañanas desde hace un año se abrió la trampilla por la que me hacen llegar la comida. Un plato de lentejas coronadas por un trozo de pan duro. Observé que el pequeño agujero no se cerraba y por él asomó un lápiz acompañando una libreta.

Una palabra, solo una, pero que me pareció todo un discurso. Otra voz humana aparte de la mía sonaba en mi mundo. 

—Escóndelo.

Mi mano se aferró al material de escritura. Asombrado, titubeé, y balbuceando hice una pregunta.

—¿Por qué?

—Escóndelo —repitió.

La trampilla se cerró. Con prisas dejé el plato y la libreta en la mesa. Algo se abrió en mi interior, aquella trampilla chirriante me había traído una luz. 

Con mis nervios alterados olvidé las primeras necesidades. No comí. Me obsesionaba encontrar un lugar donde esconder el regalo con rapidez. Luego, imaginé.

En mi mundo existe una cama, una mesa y su correspondiente silla, un lavabo y un retrete. Del cielo, raso y negruzco, cuelga una bombilla para iluminar mi universo vacío, que aquella noche siguió iluminado aún cuando el sol colgante se apagó.

Tumbado panza arriba pude ver de nuevo el maravilloso arco iris, nubes de algodón atravesadas por los rayos del sol que jugaba al escondite. Las aves, revoloteando alrededor, inundaban mi espacio con sus afinados y rítmicos cantos. Más allá, verde. Extensiones de hierba fresca que alcanzaba a oler. Al fondo estaban, relucientes, las montañas coronadas por un color blanco.

Una voz dulce y femenina me acariciaba los oídos con agradables ritmos de zorcicos. Y yo con las manos marcaba el compás de cinco por ocho acompañando al cántico. Con los ojos húmedos, apenas podía distinguir el bello rostro de mi amada acercándose más y más.

Todo desapareció repentinamente cuando aquella maldita bombilla, colgada en el centro de la celda, se iluminó con más fuerza que nunca devolviéndome a la cruda realidad. Cuatro paredes que se abalanzaban sobre mí como una bestia infernal intentando devorarme.

El chasquido de la trampilla al abrirse me hizo temblar, instintivamente marqué con la mirada el lugar donde, bien guardado, estaba mi tesoro. Silencio. Intranquilidad. De pronto comprendí lo que ocurría, esperaban la entrega del plato vacío. Rápidamente lo vacié en el retrete, y tuve de nuevo en mis manos la comida del día, y volví a mi soledad.

Colgando por el cuello miro donde, bien escondido, reposa mi tesoro. Mientras, se me va la vida pensando qué podría haber hecho con aquel lápiz y aquella libreta.


©Jesús García Lorenzo