27 agosto 2020

La visita

 Aquí iría una foto, pero no hay, así que espero que hagáis trabajar vuestra imaginación.

Imaginar una cara y un dedo tapando la boca que deja escapar un "Shsssssssssss"



El Silencio invitó a cenar a su vecino el Susurro, y descubrió todo un mundo.


© Texto de Jesús García Lorenzo

20 agosto 2020

El paragüero



La mañana despertaba al grito de: “¡El afiladooooor!”, al que acompañaba una escala tonal al hacer sonar una flauta de pan.

Artesanos y carniceros, carpinteros, modistas y amas de casa se echaban a la calle entregando, al causante de aquel grito, sus instrumentos cortantes para ser reparados. 

El afilador, descargando su Tarazana, se prestaba a girar la piedra de afilar, que al ser rozada por el metal producía chispas que revoloteaban en el aire. 

Al día siguiente un nuevo pregón volvió a recorrer el barrio. “¡El paragüerooooo!”. Nadie se asomó a las ventanas, nadie se echó a la calle, a nadie le interesaba aquel grito, pero él continuaba su recorrido haciéndolo sonar más fuerte en cada esquina. “¡El paragüerooooo!”.

La mañana despertó con unas ennegrecidas nubes, que descargaron su contenido, encerrando en sus casas a las gentes. Por la calzada corría el agua a raudales, que el cielo encapotado alimentaba, mientras que retumbando en las paredes de los edificios se oía el eco del día anterior. “¡El paragüerooooo!”.


©Texto de Jesús García Lorenzo

14 agosto 2020

Aquel callejón

Una luz blanca a la vez que atrayente me llamaba. Con paso corto y precavido me dirigí hacia ella. 

Siempre imaginé las puertas del cielo grandes, majestuosas, de madera noble y con grandes aldabas, rodeadas de un indefinido y difuso mar de nubes blancas.

Sin embargo no hubo puertas, ni aldabas, ni siquiera nubes blancas, pero sí un ángel con barba a medio crecer delante de un ordenador. Las paredes, casi inexistentes y a la vez presenciales, difuminaban un azul que cambiaba en todos sus tonos. El suelo firme bajo mis pies, el techo descubierto como en un día claro.

Su cara de asombro me llamó la atención. Le dio un golpecito a la pantalla, suave, como sólo lo puede dar un ser alado, y sin cambiar su expresión me dijo con una voz femenina, dulce y casi cantarina: “Usted no debería estar aquí”.

—¿No me diga que debo ir…? —apunté, con miedo, hacia abajo.

—No sé, voy averiguarlo.

.—¿Entonces…? 

—Espere allí.

Me volví en la dirección indicada y la vi. No la puerta del cielo, claro está, pero si algo más pequeña. Se abría lentamente, resistiéndose a mostrar el otro lado. La crucé.

Encontré un callejón digno de los años cuarenta. Imaginé que en cualquier momento aparecería un gángster de aquellos de traje ajustado, sombrero con cinta ancha y zapatos de charol. ¡Pero estaba en el cielo!, o al menos no en el infierno, y un personaje así no pegaba nada allí.

Del fondo salía una música conocida. ¡Qué ritmo, era buenísimo! Aceleré el paso, y comprobé nervioso que tenía ante mí cinco grandes músicos. Gene Krupa a la batería, Louis Armstrong con la trompeta, Dexter Gordon al saxo tenor, Benny Goodman realizando maravillas con el clarinete, y Glenn Miller con su trombón.

Mis pies se dejaron llevar por los compases del Swing, Jazz y Blues. Sentí las vibraciones de cada instrumento invadiendo mi cuerpo. Pensé que faltaba un piano, y entonces lo vi. Duke Ellington con su esmoquin negro sentado al piano tocando las notas del tema: “Perdido”.

A un gesto de Armstrong se hizo el silencio. Quedé paralizado cuando me preguntó.

—¿Tocas algún instrumento?

—El clarinete —contesté. 

—Benny, préstaselo, vamos a ver de qué es capaz.

De pronto sostuve en mis manos el famoso clarinete de Benny Goodman. Los dedos me temblaron y mi boca se secó. En aquellas condiciones nefastas inicié las primeras notas de “Stompin At The Savoy”. 

Sentí su acompañamiento ¡Estaba tocando con ellos! ¡Era uno más! Goodman me dio su aprobación con el pulgar. Las notas fluían mágicas, sin pensar. Me encontraba entre los grandes.

En un instante todo desapareció. En mis manos ya no había nada, y decepcionado volví a encontrarme delante del ángel barbudo con voz aterciopelada. 

—Efectivamente ha sido un error. Por lo tanto vamos a devolverlo.

Antes de poder pensar, me encontré en algún lugar de urgencias. Una voz femenina estaba llamándome por mi nombre. En la oscuridad de mi ceguera, levanté la mano y le toqué la cara.

—¿No tienes barba?

—¡Qué cosas tiene! —dijo la enfermera.

Al momento una voz masculina me informó de un robo del que fui víctima, y de cómo unos músicos callejeros me encontraron sangrando.

—¿No se acuerda?

—No.

—Pues es un milagro que esté vivo.

—Si —contesté desilusionado.

—¿Quiere que avisemos a alguien? 

¿Alguien? Vivía solo, nadie quiso cargar con un invidente ¿Amigos? Me separé de los que confundían amistad con compasión, y justo ese fatídico día me habían despedido del trabajo. Por lo que la soledad era mi amiga y compañera ¿Y por qué avisarla si ya estaba a mi lado?

Cuando ya recuperado salí del hospital, recorrí las calles con mi inseparable bastón, triste y echando de menos aquel callejón.

En mi recorrido pasé por un callejón y escuché música, era Jazz, Swing, magistralmente interpretados. Un hombre con la barba a medio crecer se me acercó, y con voz femenina, me dijo:

—Bienvenido.

Y los pude ver de nuevo. Gene Krupa a la batería, Louis Armstrong con la trompeta, Dexter Gordon al saxo tenor, Benny Goodman realizando maravillas con el clarinete, Glenn Miller con su trombón y el gran Duke Ellington al piano.

Mientras, en la calle, mi cuerpo yacía bajo las ruedas de un autobús.


©Texto de Jesús García Lorenzo

07 agosto 2020

El tren

¿Abuelo has perdido algún tren en la vida? Mi pregunta lo dejó absorto, con los ojos abiertos balbuceó una respuesta que mi inexperiencia no supo comprender.

Hoy soy yo el abuelo, y el temor a que un día se me haga la gran pregunta me hizo repasar mi vida.

Me preparé a conciencia para contestar con la sabiduría que se espera de un patriarca de avanzada edad, y esperé.

Una mañana, mientras degustaba mi desayuno, llegó el esperado momento, así sin preparación alguna, y al igual que mi abuelo quedé con los ojos abiertos cuando mi nieto me preguntó:

¿De qué tren te arrepientes haber perdido?


©Texto de Jesús García Lorenzo

01 agosto 2020

Un día de playa



Un día mirándome al espejo observé con horror que tenía la piel tan blanca como la leche, estaba claro que necesitaba con urgencia un buen baño de sol.

El primer problema fue el bañador. Busqué y rebusqué, revolví y puse la casa patas arriba sin hallar nada que se pareciera a un traje de baño. ¿Y la toalla? Ni flores, no existía. Encontré, sin embargo, una pala y un cubito de plástico. ¡Qué alegría!, pero el bañador sin aparecer.

 Así que tuve que equiparme. Entré en unos grandes almacenes y me dirigí a la planta de ropa para hombre, sección de baño. Busqué un dependiente y una dependienta muy amable se me acercó. No es que esté en contra de que una mujer sea dependienta de ropa para caballeros, pero eso de tener que explicarle a una mujer desconocida que talla uso de… o que no apriete los… ¡Caray, que uno tiene su pudor!, y no va por ahí alardeando.

El caso es que le dije qué quería comprar. Fue nombrarle la palabra bañador, y con un: “Sígame”, tuvo suficiente para que yo fuera detrás de ella como un perrito faldero. Y surgió la pregunta: “¿Qué talla usa?”. Yo podría haberle contestado con firmeza y seguridad: la cuarenta y dos, y no hubiera pasado nada, pero cuando una mujer te pregunta en un sitio público, y en voz alta, qué talla de bañador usas, y además lo hace mirándote la pernera del pantalón, o eres un pasota, o, ¡caramba, corta un poco!, estuve a punto de ponerme las manos delante.

Con timidez le susurré la cuarenta y dos, y ella sin cortarse un pelo, y haciendo una mueca de desaprobación, me dijo: “Le voy a dar la cincuenta y dos, se la prueba y a ver qué tal le va”. ¡Pero, bueno, que no estoy gordo! Me miré en un espejo que había cerca. Una esbelta figura se reflejaba en aquel cristal, hasta que me puse de perfil.

Y allá fui a los probadores con varios tipos de bañadores, todos de la talla cincuenta y dos. Los probadores eran departamentos diminutos, eso sí, tenían un espejo y una diminuta percha, que más que percha era un clavo, y con una cortina que le faltaba tres palmos para llegar al suelo, ¡como para no tener vergüenza, que uno se iba a poner en bolas en aquel…!. Bueno, me encerré y comencé el ritual para probarme los bañadores.

Me desnudé de cintura para abajo, y comenzó la primera pelea. Sí, sí una verdadera lucha, la percha no quería albergar mis pantalones que acabaron por el suelo a la vista de quien estuviera al otro lado de la cortina. Mis codos, acostumbrados a espacios más anchos, tropezaban con las paredes.

Después de darme por vencido con aquel clavo cogí el primer bañador y me lo probé. ¡Ajá!. Qué vista tenía la dependienta. ¡Era mi talla!.

Una vez me había probado todos los bañadores, con muchos malabarismos, todo sea dicho, elegí el que luciría en la playa.

La dependienta, sonriente, no me preguntó si me venían bien o no, ¡noooo!, bien lo sabía ella. Y luego vino la toalla, ¡Já!, las había de todos los tamaños, formas y colores, me costó decidirme, pero al final me lleve la que eligió la dependienta.

A la mañana siguiente me levanté temprano, desayuné fuerte, me vestí para la ocasión, y con mi coche me encaminé a la playa.

Cuando llegué no había un solo coche, al encontrarme con todo aquel enorme espacio vacío dudé dónde aparcar mi vehículo, pero al final lo dejé lo más cerca de la arena que pude. La playa estaba desierta, bueno salvo dos o tres personas a lo lejos. Extendí mi toalla con las grandes letras de un conocido refresco, y me tumbé al sol con mi flamante bañador.

¡Qué delicia notar el calorcito del sol sobre la piel!, me sentí tan a gusto que durante un rato no me enteré de nada. Una pelota hizo que despertara de aquel sueñecito bajo el sol, y, ¡oh, Dios!, la playa estaba abarrotada. A tan sólo dos centímetros había toda una maraña de toallas ocupadas por cuerpos dorados, morenos y hasta negros. Vamos, que yo era la gota de leche que cae en el centro de una taza de chocolate. Y digo yo, si aquella multitud ya había erradicado el blanco de su piel: ¿Por qué seguían tumbados en la playa? ¿Acaso querían cambiar de raza?

Como sentí mucho calor decidí darme un bañito en el mar, así que levantando mi metro setenta y ocho, hinché pecho, metí barriga y creyéndome “Tarzán”, me encaminé a la orilla, eso sí, pidiendo perdón y permiso por toda la alfombra humana que ocupaba los cincuenta metros hasta el agua. Cuando mis pies, chamuscados por la ardiente arena, notaron el frescor del agua respiré aliviado, pero una muralla humana me impedía poder refrescarme. Si la parte seca de la playa estaba que no se podía ver ni un centímetro de arena, la parte húmeda estaba peor. Los niños jugaban a salpicarse, mientras que sus madres o abuelas, sentadas en el agua, les gritaban que no molestaran. Alcé la vista y pude distinguir un lugar donde la multitud acababa, ideal para tomar un buen baño, no había olas y parecía estar todo en calma, y allí me dirigí, volviendo a pedir permiso para pasar, claro está.

Cuando por fin llegué comencé a flotar boca arriba y a la deriva. ¡Qué maravilla!, el sol en la cara, mi cuerpo fresquito por el contacto con el agua, y sin que nadie molestara.

Una voz llamó mi atención. Un hombre en una barca, pescador sin duda, se interesaba por mí. Quedé algo sorprendido, ¿qué hacía esa barca tan cerca de la orilla?, miré hacia ella y apenas pude distinguir las cabezas de los que invadían la playa. Estaba claro, las corrientes marinas, caprichosas en exceso, me alejaron tanto, que un poco más y tropiezo con el Titanic.

Algo abochornado, le pedí al buen hombre que me acercara a la playa. Dijo que lo tenía prohibido, por aquello de la seguridad de los bañistas. ¿Seguridad? ¡Pero si allí si no estás de pie te ahogas!. En fin, el pescador se ofreció amablemente a llevarme al embarcadero del que salió de madrugada. Cuando llegamos salté a tierra con la misma elegancia que lo habría hecho Colón en tierras americanas. Bueno con tanta gracia posiblemente no, porque casi me doy de morros contra el duro suelo al no calcular la distancia entre la barca y el malecón. Y así fue como con mi bañador nuevo, descalzo y abrasado por el sol, comencé a recorrer el paseo marítimo en busca de la playa.

Ni que decir tiene que fui el objetivo de toda clase de miradas y comentarios. Los que habían decidido pasear, en lugar de ir a tomar el sol, se apartaban sorprendidos, y preguntándose qué narices hacía yo allí y con esa pinta. Cuando divisé la playa respiré aliviado, pero otra voz, esta con autoridad, sonó fuerte ordenándome que fuera hacia él. Era un guardia municipal, algo alterado al ver un hombre semidesnudo por un lugar tan decente como el paseo marítimo. Cumpliendo las ordenanzas me impuso una multa por desorden público, y otra por deambular indocumentado. A punto estuvo de llevarme a la comisaría, pero al explicarle lo ocurrido se rió en mis narices, y con un: “¡Ande, ande continúe!”, me dejó marchar.

Dolorido por andar descalzo por terreno empedrado, con la piel reseca, rojiza y dolorida, sediento y con un calor abrasador, llegué al lugar donde por la mañana temprano iba a pasar un día estupendo. Tuve que esquivar, con dificultades, a los lagartos que tumbados al sol dedicaban improperios a mi persona, y a mi santa madre.

Cansado recogí mi toalla y mis pertenencias, que afortunadamente seguían intactas, y decidí volver a casa y descansar de un día de asueto, no sin antes volver a oír los piropos dirigidos a mi santa madre camino del coche. Cuando llegué a él y abrí la puerta, una bocanada de aire caliente salió de su interior, tal fue la bofetada que casi me tira de espaldas. Al cabo de un buen rato conseguí airearlo, después de abrir todas las puertas y ventanas, y pude entrar para poner en marcha el motor y el aire acondicionado. Pero aún quedaba un obstáculo.

El espacio para aparcar, que cuando llegué estaba vacío, se encontraba a rebosar de vehículos, y tuve que hacer gala de todos mis conocimientos aprendidos en la autoescuela, para poder salir y encaminarme hacia mi hogar.

Cuando por fin llegué a casa, ¡ah, dulce hogar!, tuve que buscar una farmacia, y comprar toda la crema hidratante que tenían para aliviar los efectos del sol sobre mi dulce y delicada piel blanca, que se había convertido en la de un cangrejo.

Ahora, cuando miro mi cuerpo blanco como la nieve, me acuerdo de lo ocurrido en la playa. Entonces decido tumbarme en el sillón, con una cerveza bien fría, y poner en la tele: “Los vigilantes de la playa”, que es lo mas cerca que juré estar de ella aquel día que se me ocurrió tomar un baño de sol.


© Texto de Jesús García Lorenzo