Reclinado sobre el sofá que lo albergaba durante una hora tres días a la semana, Juan escuchó la pregunta del psicólogo.
—¡Bien! ¿Qué has soñado esta noche?
Cerró los ojos, como de costumbre, y comenzó a relatar su sueño.
—Andaba descalzo por una calle…
—¿Por qué descalzo? —interrumpió el psicólogo.
Juan abrió los ojos y quedó mirando el techo blanco de la consulta; durante unos segundos el silencio se adueño de la sala.
—No lo sé, quizás porque hacía calor —volvió a cerrar los ojos y siguió relatando lo soñado—, sentía en la cara el calor del sol. Levanté los brazos y comencé a dar vueltas mirando al cielo. Cuando pare note que mis pies no tocaban el duro asfalto, abrí los ojos y la naturaleza me rodeaba. Un frondoso bosque me invitaba a adentrarme en él…
El psicólogo que estaba tomando notas preguntó sin dejar de escribir.
—¿Qué te decía?
—¡Ven! No pude negarme, mis piernas comenzaron una carrera hacia su interior.
—¿No te dolían los pies descalzos?
—¡No, para nada!, al contrario era agradable.
Se produjo un silencio, el psicólogo levantó la vista y preguntó:
—¿Qué ocurrió? ¿Algo extraño?
Juan abrió los ojos y continuó.
—Un rumor se oía a lo lejos y corrí para alcanzarlo, pronto me encontré fuera del bosque; mis pies pisaban arena caliente.
—¿Una playa? —preguntó el psicólogo.
—Una playa —respondió Juan—, pero la arena era negra y el agua a penas se movía, sin embargo el sol lanzaba sus rayos con tanta fuerza que los pequeños granos de la superficie ardían. Corrí hacia el mar para aliviar mis pies, y al llegar un fuerte olor a azufre me detuvo. El agua estaba hirviendo. Un fuerte ruido me hizo volverme, un volcán estaba reventando ante mis ojos, la lava humeante bajaba con rapidez la ladera. Estaba rodeado, no podía alejarme; era mi final, acabaría devorado por la tierra líquida o por el agua hirviendo. Mis piernas se quedaron rígidas, no podía moverlas…
El psicólogo dejó de escribir, se levantó de su sillón y acercándose al magnetofón le dio al stop, luego despacio y sin pronunciar palabra le puso una mano sobre el hombro.
—¡Ya está bien por hoy!
Juan le sonrió y ayudado por el psicólogo se incorporó para sentarse sobre la silla de ruedas que albergaba su cuerpo desde que un conductor ebrio lo sentó en ella con solo diez años.