25 julio 2021

El bello sonido del agua


Nunca he contado mis anhelos, alegrías y tristezas ocurridas a lo largo de mi vida. Nadie, ni mis más allegados pudieron imaginar mis deseos. Hoy, en el día más feliz de mi vida, siento la necesidad de compartir.

Nací, según mi madre, como todos. Llorando. A los pocos días una infección me quitó el sentido cuya ausencia marcaría mi vida. El oído.

Siempre me pregunté si existiría dolor peor que ver, oler, tocar y degustar sin oír.

Crecí sin dormirme al arrullo de una canción de cuna, sin tener miedo a los truenos. Sin hablar a escondidas por teléfono con una amiga. Cuando adolescente me vi reprimida de decirle a un chico: llámame. Nunca fui invitada al cine, ni a un concierto, ni… Las palabras de amor que se me podían susurrar, a la luz de la luna, eran silencio.

Acudí a un colegio ideado para niños con mi mismo problema. Allí me enseñaron a leer los labios, a hablar con signos, a enfadarme y decir te quiero con las manos.

Nos preparaban, decían, para convivir con las gentes que oían. Aún recuerdo las caras de burla y los empujones de los niños de mi vecindario al volver del colegio. ¿No tendrían que ser ellos los que aprendieran?

Mis padres me llevaron al parque el domingo que cumplí los diez años, a un concierto de la banda de música donde se enamoraron mientras compartían atril. El director, viejo amigo, me dejó sentarme entre los músicos.

Algo maravilloso ocurrió esa mañana. Mi cuerpo notó muchas agitaciones seguidas y con fuerza. Mi estómago, mi pecho y mis manos, todo mi ser vibraba siguiendo un ritmo. Al cerrar los ojos comprobé que escuchaba la música a través de mi piel. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cual corriente eléctrica. Sentí verdaderos deseos de oír.

Al día siguiente apareció en mi casa un aparato de alta fidelidad, y a través de sus vibraciones volví a sentir la música. Aprendí de mis padres a leer una partitura y a través de ella  transportar al corazón sus notas.

Transcurrió el tiempo, y un día nos enteramos de la existencia de unos implantes que permitían oír, acudimos al médico con la alegría que da la esperanza de abrir una puerta. La desilusión fue grande. Era una novedad que se aplicaba en niños, y mis dieciocho años superaban esa niñez.

Mis padres no se amedrentaron e insistieron. Se me realizaron pruebas. Varios especialistas me vieron. Muchos cerraron las puertas de la ilusión, pero uno dejó el pestillo sin pasar. Surgió de nuevo la esperanza. La medicina había evolucionado, y el daño que ocasionó aquella infección maldita podía repararse. Mi vida dio un vuelco.

La noche anterior a la operación apenas dormí. Mi pensamiento navegaba por un mar de ilusiones que habían estado prohibidas. Deseaba escuchar palabras de amor, enamorarme de un cantante, de un actor. ¡Oír! Olvidarme de las manos. Mirar unos labios con deseo y no para saber qué dicen.

Llegó el momento de entrar en quirófano. Aunque el cirujano no había prometido nada, mis anhelos se transformaron en mariposas que revoloteaban en mi estómago haciéndome sentir más viva que nunca. Cuando me sacaron del quirófano, totalmente borracha por el mágico éter, el médico hablaba con mis padres. Comprobé, por sus reacciones, que mis vendajes no eran muy atractivos. Me llevaron a la habitación en silencio. Otra vez. Quería oír algo, un ruido. Intenté dar una palmada, pero no acertaba a juntar mis manos. El estrés producido hizo saltar todas las alarmas, y me tranquilizaron con química.

Cuando desperté vi a mi madre dormida en una butaca. Todo estaba en penumbra. De nuevo el silencio. Di una palmada con todas mis fuerzas. Mi madre saltó del sillón donde se encontraba. Al acercarse para averiguar qué había ocurrido, descubrió mis lágrimas. Me había hecho daño en las manos, pero no había escuchado la palmada.

Ante el ruido, o quizás por el grito de mi madre, apareció una enfermera. Mi angustia y mi desilusión de no haber oído el ruido tranquilizó a la sanitaria quien contó que todo era normal. El doctor lo explicaría. No se equivocó, el médico, que apareció a la mañana siguiente muy temprano nos estuvo hablando de lo que se había conseguido pero que tardaría unas horas antes de ver los resultados y oír.

Me quitaron las vendas y comenzó un calvario. Como dijo el doctor mi oído se había recuperado por completo, y poco a poco, muy despacio comenzaba a oír. Escuchaba a mi madre hasta cuando estaba de espaldas. Pero no entendía nada, o casi nada. En el colegio la profesora del lenguaje nos hacía tocarle la garganta cuando hablaba para notar las vibraciones de su voz y poder así distinguir cada palabra, intención o cambio de actitud sin ver el gesto. Todo había cambiado. Oía sonidos pero no entendía qué me estaban diciendo si no acercaba mi mano a su garganta o leía sus bocas.

Fueron unos días de pesadilla. Tuve que aprender a escuchar, a encontrarme con mi propia voz y a escapar del mundo del silencio. Una tarde, en uno de mis habituales paseos por el pasillo de la planta del hospital, oí como se despedazaba a alguien con las palabras. Me sentí avergonzada.

El tiempo pasaba y yo iba mejorando en audición y en comprensión. Mis paseos por las plantas del hospital llegaron a ser monótonos. Una mañana, una enfermera me informó que iba a salir al jardín. ¡Dios mío, el jardín!, mi coquetería me hizo arreglarme, para luego desvestirme porque no podía salir si no era con el batín del hospital, pero era igual, se trataba del jardín. Oler las flores, sentir el sol y la brisa del viento en mi cara. Un verdadero regalo.

Recorrí despacio aquel paraíso, fijándome en todos los rincones, intentando descubrir algún sonido nuevo, algún olor o color olvidado. Cualquier cosa me llenaba el alma de alegría, hasta lo más insignificante. Una mariposa cruzó delante de mí y la seguí con la mirada. Me pregunté si sus alas harían algún ruido e intenté agudizar el oído. No escuché nada por lo que llegué a la conclusión de que no hacían ruido. Me acordé de la fábula de la zorra y las uvas. Continué andando con una sonrisa en mis labios.

En mi paseo me llegó un sonido nuevo. La curiosidad me hizo buscar con ansiedad hasta encontrar su origen. Una pequeña fuente se mostraba ante mí y me descubría que… ¡El agua sonaba! Quedé petrificada. Era una dulce melodía, la más bella y rítmica que jamás escucharía en los años que vendrían.

Cuando me encontraron, un mar de lágrimas resbalaban por mi cara. Aquel chorrito, que se elevaba por encima de mi cabeza, me proporcionaba el mejor de todos los regalos recibidos desde que volví a oír.

Han pasado varios años y en ese tiempo encontré lo que deseaba, palabras de amor, alegrías y tristezas. Hoy he vuelto al hospital para tener mi primer hijo. El médico me ha dicho que no es sordo. Hoy he llorado como una tonta mientras me escuchaba a mí misma cantarle una nana.


©Jesús García Lorenzo


Feliz verano a todos

17 julio 2021

La terrorífica llamada

Despertó en mitad de la noche, aterrorizado. Con los ojos abiertos en la oscuridad intentó, perturbado, captar algo de luz. Su corazón latía con fuerza, y su respiración entrecortada le hizo, como acto reflejo, llevarse su mano al pecho. Tiritaba al abandonar el lecho a causa del sudor que ya enfriaba su piel. O por pavura.

La pluma temblaba en su mano al tiempo que dibujaba notas en el pentagrama con desesperación. Silencios intensos marcando síncopas que reforzaban los tiempos. Las líneas de separación bien marcadas sin dar lugar a duda. No iba a permitir que nadie se atreviera a cambiar ni una de sus frases. Miedo, rabia, furia era lo que brotaba de sus dedos y no dejaría que se malograran.

Hojas numeradas en su margen derecho con signos romanos, caían al suelo una a una. Sin revisar, sin rectificar, ni siquiera sin intentar limpiar los borrones provocados por las gotas de tinta húmeda. Su alma las había oído con claridad y les dio el visto bueno. Escribía, y lo hacía narrando de la única manera que sabía, con sonidos. Ruidos medidos. Estallidos bien perfilados. Sentimientos a los que, como el maestro afilador, sacaba punta hasta un final indefinido.

Terminado el primer movimiento, y con el ánimo desbaratado, se arrodilló recogiendo lo escrito dispuesto a sosegar su ansia. Da Capo. Oía los fortes, los sostenutos y los legatos a medida que leía la orquestación. Los sonidos brotaban organizando el espacio. Los bajos gritaban, los violines acompañaban la desesperación a la vez que el resto de cuerdas les hacían el coro. Un oboe pedía clemencia, las cuerdas la rechazan. El corazón se aceleraba. Volvió a situar su mano en el pecho; signo inequívoco de que la pesadilla se había transcrito.

Los metales no daban tregua, la percusión, del lado de los fuertes, acrecentaba la furia aclamándola como vencedora. 

La intensidad y el esfuerzo empleado acabaron tumbándolo exhausto en el suelo. Un rayo de sol se atrevió a hacerle saber que los peligros de la noche habían desaparecido. Otra vez empapado por el sudor, recogió su trabajo dejándolo sobre el piano.

La mano del director golpeaba el aire con furia. Los instrumentos seguían sus movimientos marcando los tiempos. La sala se inundó de sonidos. La Filarmónica de Berlín vibraba con cada frase, con cada compás. Los músicos, llevados por su entusiasmo, hacían ademán de levantarse en cada golpe de staccato, de sforzando o de marcato.

—¡No, no, no! —gritó el director.

Todos se detuvieron. Atentos, expectantes a los motivos del enfado del maestro.

—¿Acaso nunca han interpretado este movimiento? ¡Da capo!

La irritación del director era manifiesta. Cogió la batuta, y sujetándola con fuerza, levantó los brazos y marcó el primer tiempo. Los bajos sonaron fuertes, con tres efes, como marcaba la partitura.

—¡No, no, y no!

El director lanzó con rabia su batuta hacia los músicos, bajó de su entarimado y se dirigió hacia la salida del escenario. Uno de los profesores que tocaba el oboe recibió el impacto en toda la cara marcándole la frente con un rasguño. Los compañeros de alrededor fueron en su ayuda. El resto permaneció en silencio.

Al cabo de unos pocos minutos, largos para la orquesta, volvió el director. Desde su tarima observó a los músicos, pidió perdón y se interesó por el estado de la víctima de su enfado que, con un gesto, restó importancia al hecho.

—Beethoven ideó estas cuatro notas como una llamada. La llamada de la muerte anunciando su presencia. ¡Imagínense el pánico que sentirían si sonaran en su puerta!... Sientan ese miedo, esa… ¡desesperación, ese tormento! Y acentúen cada nota, ¡cáguense encima! Y cuando lo consigan estarán en consonancia con el autor. ¡Da capo!

Levantó su dedo, miró a los músicos, y marcó con fuerza. Los bajos inundaron la sala de ensayo. El maestro, eufórico, detuvo a los intérpretes.

—¡Sí, así se hace! 

Y continuó:

—Nunca lo olviden. ¡Ah! Cinco minutos de descanso. Aquí huele mal.

Dos horas antes del concierto, en un plató de televisión, el director contestaba a las preguntas de un periodista que no contenía las ganas de aumentar su audiencia.

—…y siendo la primera vez que dirige a una orquesta tan importante como La Filarmónica, ¿cómo se ha sentido en los ensayos?

Una pequeña mueca en la cara de su entrevistado le dio pie a ahondar el dedo en lo que creía una herida; con una ironía cargada de pólvora buscó el estallido. 

—Tengo entendido que hubo momentos tensos, ¿no es así?

—Interpretar una obra, tal y como quiso el autor que se hiciera, es difícil cuando está muerto. En el conservatorio nos enseñan a meternos en la piel del creador estudiando su vida y milagros, cómo la vivía y por qué, para que cuando toquemos las notas que él plasmó en un papel sintamos su presencia y su aprobación…

Tras un breve instante, en tono calmado, y arrastrando las palabras:

 —A veces ocurre que la monotonía del trabajo hace que no se le dé la importancia que se debe.

—No ha contestado a mi pregunta… maestro. 

—Yo creo que sí, y ahora deberá perdonarme; tengo un concierto que dirigir. 

Y levantándose de su silla acabó con la entrevista.

El auditorio se encontraba abarrotado. Musicólogos, entendidos, periodistas y críticos melómanos, mezclados con aficionados, curiosos abonados solo por mantener una reputación, y estudiantes que tomaban como parte de su aprendizaje acudir a los conciertos. Todos inundaban la sala llenando de expectación el recinto.

Los músicos salieron al escenario ocupando sus lugares. Se inició entre el público un tímido aplauso que fue desbordándose hasta convertirse en caluroso. Las luces desfallecieron quedando sólo las del escenario. El director apareció en escena. Toda la orquesta se levantó dando así su saludo.

Se hizo el silencio. Los instrumentos preparados, los ojos de todos los profesores fijos en el maestro esperando el ansiado momento del comienzo. El director levantó los brazos y marcó el primer tiempo.

Cuatro notas hicieron temblar todo el auditorio. Cuatro sonidos intensos, firmes y trágicos.

Los críticos, en la oscuridad de la sala, buscaban algún tímido reflejo de luz con el que tomar las notas necesarias para escribir esa misma noche su artículo que sería publicado al día siguiente. Sin pudor alguno, las lágrimas de los aficionados resbalaban por sus rostros. Los estudiantes, futuros músicos, temblaban ante la impresionante interpretación; ninguna clase, ningún profesor les habían hablado de lo que allí estaban oyendo.

Acabada la obra, los músicos no separaron sus instrumentos de su cuerpo hasta que el maestro, su maestro, el cual había quedado inmóvil con los ojos cerrados, no levantó la cabeza y lo vieron respirar profundamente. En ese mismo momento la sala rompió en un clamoroso y atronador aplauso. El público en pie aclamaba la dirección y la interpretación de la orquesta. El director, sonriente y sin darse la vuelta hacia el respetable, miró a los músicos uno a uno. Ellos, pendientes, le oyeron, a duras penas, cómo les dirigía unas palabras antes de darles la orden de levantarse para corresponder a los aplausos del público.

—Tengan ustedes por seguro que Beethoven ha estado entre nosotros.

Las luces se apagaron, el auditorio debía quedar en silencio, olvidado y solitario hasta el próximo concierto. Pero en el escenario se oyeron unos pasos, tranquilos, recorriendo el espacio que antes ocuparon los músicos.

—¿Ves como a veces merece la pena plasmar una pesadilla? ¿No crees que aquí se haya vuelto a vivir?

—Un sueño, Ludwig, un sueño —contestó, sin abandonar la guadaña, su acompañante—, y sí, lo he vuelto a revivir. 


© Jesús García Lorenzo

09 julio 2021

La entrevista

A pesar de los quince años que Jesús llevaba como presentador de televisión, cada vez que se ponía delante de las cámaras sentía un hormigueo en el estómago. Esa tarde era la culminación de dos semanas de trabajos que empezaron cuando se recibió una carta en la redacción. El contenido de aquel sobre captó la atención del editor y del director del programa. Una llamada al director de la cadena autentificó la carta y después de sopesar los pros y los contras recogió el papel arrugado de la papelera.

Jesús fue llamado al despacho para hacerse cargo de aquel sobre tras contarle el contenido de la carta y la llamada recibida.

Superado el susto se vio la gran oportunidad que representaba aquella entrevista. Porque se trataba de eso; una entrevista a alguien a quien nunca en la historia se le había realizado. El personaje en cuestión, que supo identificarse sin ningún lugar a dudas, no puso ninguna condición y apuntilló que respondería a cualquier pregunta fuera cual fuera su contenido e intención. Multitud de periodistas hubieran matado por formular las preguntas.

Tanto el director como Jesús se pusieron manos a la obra. Se debía realizar un cuestionario no muy avasallador pero tampoco muy simple. Se debía dar la publicidad justa y al mismo tiempo atraer el máximo de televidentes. Contactar con el resto de las televisiones y radios pudiendo así realizar conexiones en todo el mundo. Las ganancias se contaban en cifras tan elevadas que eran difíciles de imaginar si no se usaba papel, lápiz y calculadora.

Por fin llegó el día señalado. Las calles vacías. Las ciudades de todo el mundo parecían desiertas. La expectación fue total.

Los satélites se modificaron para poder obtener el máximo de cobertura. El planeta entero estaba pegado a los receptores de televisión. Las puertas de la cadena fueron cerradas, y el personal en su totalidad se concentró en el estudio donde se iba a realizar la entrevista.

Jesús sudaba bajo los focos; la maquilladora le aplicaba doble capa de maquillaje para evitar los brillos, al tiempo que él le decía que no importaba pues la imagen que aparecería en la televisión no sería la suya. El regidor gritó: «¡Cinco minutos!». Todos miraron alrededor sin ver al personaje que iba a ser entrevistado.

Alguien pidió permiso desde el fondo del estudio y enseguida se le abrió un pasillo. Una mujer dolorosamente hermosa recorrió, con paso firme sobre sus tacones de aguja, el espacio abierto hasta el sillón que le esperaba bajo los focos.

Jesús se levantó para recibirla. Cuando llegó a su altura le ofreció un saludo caballeresco besando el dorso de su mano. Una sensación de frío recorrió su cuerpo al posar sus labios sobre la helada piel de la entrevistada.

Se sentaron uno frente al otro, y Jesús escuchó por el pinganillo: «En el aire», y sin pensarlo dos veces realizó la primera pregunta totalmente improvisada.

—¿Cuál es su nombre?

La voz dulce, apacible y sensual de la invitada inundó el estudio.

—¿Mi nombre? Según los literatos, filósofos, sociólogos, médicos, doctos e intelectuales se me conoce por… La Limpia, La Blanca, La Tiznada, La Güera, La Novia fiel, La Impía, La Pelona, La Mocha, La Parca…, pero el más usado por el pueblo, gracias a los religiosos y pintores, es: La Muerte.

Un silencio sepulcral invadió aquel espacio donde horas antes se llenaba de algarabía y felicidad en un programa concurso. Nadie se atrevía, siquiera, a producir sonido alguno. Ni suspiros, ni carraspeos, ni respiraciones profundas.

El presentador, sudoroso, intento guardar la compostura ante aquel personaje representado en aquella belleza. Sin quererlo su mirada se fijo en el escote de su entrevistada, quien con un suave y rápido movimiento se desabrochó un botón, mostrando muy poco a la vista pero muchísimo para la mente.

Tras un carraspeo Jesús continuó:

—Siempre se la ha representado patética, tenebrosa, cruel; sin embargo en esta entrevista la vemos con una apariencia reluciente, bella, muy bella si me lo permite, y distinguida. Mostrando todo lo contrario que se esperaba encontrar en este plató. ¿Cuál es su verdadera imagen?

La invitada sonrió. Le dedicó una amplia y hermosa sonrisa a Jesús, luego con lentitud se volvió hacia la multitud congregada. Después también con lentitud, y sin variar su sonrisa, fijó su mirada a la cámara que le enfocaba, y dijo:

—Mi imagen puede estar variando constantemente, pero siempre depende del corazón y de los ojos del que me mira.

—Señora, si me permite que la llame así —Jesús empezaba a sentir empatía con su entrevistada, y tras un leve movimiento de cabeza de ella, continuó—, su presencia siempre va ligada al final de la vida. Sin embargo está usted aquí a mi lado, y con todos los trabajadores de la cadena delante sin pasar nada, y con precaución lo digo. ¿Por qué propuso esta entrevista ante millones de espectadores, y en directo?

Ella, La Limpia, La Blanca, La Tiznada, La güera, La Impía, La pelona, La mocha, La Paveada, La parca, volvió su cabeza hacia la cámara que la enfocaba en un primer plano, y le dedicó una sonrisa pícara.

Multitud de explosiones con forma de hongo se sucedieron una tras otra en todo el planeta mientras en la retina de todos los televisores se registraba esa sonrisa sin precedentes.


 ©Jesús García Lorenzo

03 julio 2021

La rata

La verdad. Clarificadora, odiada y deseada. En ocasiones surge de improviso y, cuando lo hace, al incrédulo lo convierte en creyente. Al ciego le devuelve la vista y al soberbio la prudencia.

 Lo que voy a contar, aunque increíble, es mi verdad.

De camino a casa, después de varios meses de ausencia, sufrí el desfallecimiento de mi transporte. Mi coche, compañero de muchos años, acabó su vida en la cuneta de una carretera solitaria a altas horas de la noche, y cerca de un bosque para mí desconocido.

La oscuridad me obligó a buscar una linterna. Su luz fue breve, pero antes de morir, quizás en solidaridad con mi viejo amigo, me mostró el camino hacia una maravillosa casa colonial que, sin saber cómo, descubrí rodeada por abedules, castaños y una gran variedad de árboles pináceos. 

Me dirigí hacia ella creyéndola la salvación a mi desgracia. A medida que me acercaba mi admiración iba en aumento. Unas lámparas de petróleo iluminaban su porche sostenido por cuatro fabulosas columnas.

La puerta, de madera noble bien pulida, albergaba dos grandes aldabas que la embellecían. Al sonido seco y solemne del metal se respondió con la apertura de la entrada. Ni un alma salió a recibirme. Con prudencia entré dando voces para darme a conocer. Ninguna respuesta.

Su interior, apenas iluminado, mostraba una mansión digna de un terrateniente. En el lado derecho distinguí una ancha y elegante escalera. A la izquierda una puerta de doble hoja, abierta de par en par, albergaba una biblioteca apenas iluminada por el resplandor de una gran chimenea.

—¿Hay alguien aquí?

Volví a gritar. 

Observé junto a la escalera una mesita con un quinqué y un teléfono. Me acerqué, y levantando el auricular comprobé que tenía línea, e hice la llamada para mi rescate. En una hoja de papel, pues no quise ser descortés, escribí mi disculpa y mi agradecimiento por el uso del teléfono.

Pensé que el quinqué serviría para iluminarme el camino de vuelta. Avivé la llama y, al dirigirme a la salida, vi un gran marco en una de las paredes. Al acercarme levanté la lámpara. Una enorme rata peluda me miraba fijamente. La luz hacía brillar sus ojos de forma espeluznante. Abrió la boca, y presa del miedo salí corriendo sin reparar que dejaba las puertas de la casa abiertas.

Corrí y corrí hasta que mis pulmones, necesitados de una buena bocanada de aire, me hicieron parar. Entonces pude comprobar que la infesta rata no me seguía. Miré dónde me encontraba y descubrí que me había perdido. Cogiendo como referencia la casa, que había abandonado precipitadamente, me orienté lo mejor posible dirigiéndome al lugar donde creía se encontraba mi fallecido transporte. 

No podía quitarme de la cabeza la horrible imagen de la rata mirándome fijamente a los ojos, amenazante, dispuesta a saltar sobre mí. Con el vello erizado por el recuerdo continué caminando hasta que vi mi coche. Cuando faltaban unos dos metros para llegar pude distinguir en el cristal del parabrisas la enorme rata. Quedé paralizado. Horrorizado solté la lámpara que, al precipitarse contra el suelo, desparramó el líquido de su interior. En pocos segundos se produjo un incendio que me rodeó.

El fuego elevó sus tentáculos y pude verla con claridad. Su largo y puntiagudo hocico mostraba unos dientes enormes. Las uñas de sus garras, bien afiladas, estaban preparadas para rasgar la carne de su presa. Sus ojos se inundaron de sangre. Por su boca se deslizaba un débil hilo de saliva que, viscosa, tardaba en caer. El miedo me obligó a respirar profundamente el humo y me desmayé.

Cuando desperté apenas pude distinguir figura alguna debido a las vendas que cubrían mi rostro. Intenté llevarme las manos a la cara pero la voz dulce de una enfermera, y el dolor de las quemaduras, me hicieron desistir. Se me informó que me iban a quitar las vendas de la cabeza.

Con una gran excitación, que intentaba disimular, fui notando cómo desenrollaban, sin prisas, la fina tela. Cuando apenas quedaba una vuelta quise abrir los ojos, pero me reprimí. El médico me indicó que los abriera despacio.

—Hay mucha oscuridad —dije.

—No se preocupe, hemos dejado la habitación a oscuras. ¿Ve esta luz?

La luz de una linterna lápiz me buscaba un ojo y luego el otro.

—Sí, la veo.

—Bien —aseveró el doctor—, vamos a encender una lámpara que iluminará el fondo de la habitación donde hay un sillón, ¿puede decirme de qué color es?

Una luz muy suave iluminó la pared que tenía en frente, y apoyada en ella había, efectivamente, un sillón.

—Negro, es de color negro.


Ante la alegría manifestada por la enfermera giré la cabeza sonriendo. Cuando de repente todo se tornó negro y perdí el sentido.

Cuando recobré el conocimiento pude comprobar que me encontraba en una habitación blanca, iluminada por el sol que entraba a través de una ventana, y vi el sillón negro. Observé que seguía cubierto de vendas por todo el cuerpo, incluidas mis manos. En la mesita que tenía al lado había un pequeño espejo. Con gran esfuerzo logré cogerlo y depositarlo sobre mi pecho. Con miedo por descubrir horribles cicatrices en mi cara fui levantándolo poco a poco.

Un grito desgarrador salió de mi garganta inundando toda la planta del hospital. Me faltaba el aire, mi respiración profunda acompañaba a los fuertes latidos de mi corazón que, acelerados, luchaban por escapar. Mi pecho se convulsionaba, mi visión se nubló, y acto seguido sentí una gran paz como nunca había imaginado.

 En la lejanía pude oír al doctor y a la enfermera decir:

—Hora de la muerte las diez y media. 

—¡Pobrecita rata! ¡Lástima!

—Sí, señora comadreja —concluyó el doctor Panda—, lástima.


La verdad. Clarificadora. En ocasiones surge de improviso y, mostrándonos tal y como somos, nos arrebata lo que más queremos.


01 julio 2021

El poliglota


¿Qué motivo tengo para estudiar idiomas? ¡Pues bien!, todo se podría resumir en que me gusta leer.

¡Vaya! Tu silencio me indica que debo explicar mi respuesta. ¡Verás!, yo, como mucha gente, he leído muchos libros traducidos a mi idioma materno ¡No, no te equivoques!, no tengo ninguna queja, los traductores, en general, son muy buenos, pero leer en el idioma en el que se creó una obra maestra es espectacular.

Leer las expresiones que Antoine de Saint-Exupéry puso en boca de “El principito”, o leer como Agatha Christie enfadaba a Hércules Poirot reivindicando su nacionalidad con aquello de: “Je ne suis pas français, je suis belge, monsieur”, es imaginar al personaje hablar. 

Lo malo es que he llegado tarde para aprender todos los idiomas que quisiera aprender, ¿no crees?

—Pues verás, allá donde te voy a llevar —dijo el acompañante—, no vas a tener problema de comunicación porque todos hablan un mismo lenguaje, además vas a conocer a tus autores preferidos en persona, y podrás comentar con ellos tus opiniones sobre sus obras.

De la mano calavérica de mi acompañante caminé hacia un infinito con una luz cegadora.