23 marzo 2012

El hipnotizador


—Se dice que para dejar de fumar primero hay que desearlo, pero no un deseo banal, de capricho, no. Hay que proponérselo de verdad, con ganas. Claro que esto lo dicen aquellos que nunca han sido fumadores, y no han sentido el poder de la nicotina nublando la voluntad, los sentidos…

El ponente captó, con esta breve introducción, la atención del personal que abarrotaba la sala del teatro Altear, donde mostraría que con la hipnosis se podía curar la adicción a todas las drogas. Tras dos horas exponiendo razones, estudios y toda clase de experimentos realizados por las más prestigiosas universidades, se dispuso a poner en práctica su teoría con una demostración que daría mucho que hablar.

—¿Cuántos de ustedes quieren dejar de fumar?

Pocas manos se alzaron pero el conferenciante escogió a tres y los hizo subir al escenario a la vez que pedía un aplauso.

Sus ayudantes colocaron a dos de los voluntarios en los extremos y al tercero en el centro. Mientras tanto, el ponente se dirigía al público.

—Para que este experimento pueda ser creíble, y no se piense que es una farsa, uno de ellos no abandonará su adicción al tabaco, mientras que los otros dos vomitarán cada vez que enciendan un cigarrillo. ¿Alguien conoce a alguno de estos caballeros?

Una persona se levantó del asiento contiguo a dos de los que quedaron vacíos, entre las chanzas de los que le rodeaban.

—Yo conozco a dos —dijo con risa entrecortada.

—Señáleme uno.

Con una mueca, que intentaba disimular una incipiente risotada, señaló al situado al extremo derecho del escenario.

—¿Es muy fumador?

—¡Ya lo creo, se lo fuma todo! —dijo soltando una gran carcajada acompañada por las de sus acompañantes.

—Muy bien, a partir de hoy no lo volverá a hacer.

Se pidió silencio en la sala. Se bajaron las luces quedando sólo la intensa iluminación de unos focos sobre las cabezas de los voluntarios. El conferenciante, con la parsimonia que requería la ocasión, fue uno a uno hablándoles en voz baja y tranquilizadora, mirándoles a los ojos con fijeza y sin blandir ningún objeto frente a ellos.

Al cabo de pocos minutos los tres hombres, objeto del experimento, sudaban visiblemente. Cuando el ponente acabó pidió que las luces volvieran a iluminar el escenario. No parecía que hubiera pasado nada. Los voluntarios estaban de pie sin muestras de sumisión, adormecimiento u otro síntoma de haber sido hipnotizados. El conferenciante los hizo bajar y ocupar sus asientos, al tiempo que se dirigía al público invitándoles a que averiguaran quién de los tres seguiría fumando.

Un murmullo inundó la sala. Los responsables del acto, en previsión, difundían por megafonía que dentro del teatro no estaba permitido fumar. Los gritos de “Fraude”, “Embaucador”, fueron algunos de los que se oyeron mientras las luces del escenario se apagaban, concluyendo el acto sin más explicaciones por parte del protagonista de la conferencia.

En la calle los tres voluntarios fueron rodeados por el público que salía del teatro. A uno de ellos se le ofreció un cigarrillo; lo cogió y se lo llevó a la boca. Risas y burlas se exteriorizaron, pero cuando al encender el cigarrillo el humo inundó sus pulmones, un gran vómito manchó el pecho de algunos de los escépticos que lo rodeaban.

Lo mismo ocurrió con otro de los voluntarios, mientras que al tercero se le vio disfrutar de aquel tabaco. Entre la gente comenzó una pequeña discusión. Unos pasaron a ser creyentes, mientras que otros se mantenían en su escéptica opinión de que se había llegado a un acuerdo con ellos.

El atestado de la policía narraba los hechos tal y como los testigos lo relataron. El juez dio orden de arresto contra el ponente de aquella conferencia, y pocas horas después lo tuvo ante su presencia.

—Dígame. ¿Qué les hizo?

—Nada —contestó—, en tan breve tiempo no pude hipnotizarlos, además uno de ellos me dijo que no creía en esas cosas, y si alguien no está dispuesto no se le puede hipnotizar.

—¿Me está diciendo que la hipnosis es un cuento?

—No. Le digo que la hipnosis requiere tiempo, y sobre todo estar preparado para ello.

—Entonces, ¿cómo explica los hechos?

—No es difícil. Dos de ellos se habían pasado con el alcohol antes de la conferencia, el olor que emanaban los delataba, y el calor de los focos aumentó el mareo. Cuando salieron a la calle el cigarrillo ofrecido fue el detonante. Sume usted embriaguez, mareo y añada un golpe de tos…

—Y, ¿qué me dice del tercero?

—El tercero era un delincuente, un hombre de baja estofa al que pagué para que se presentara voluntario. Siempre lo hago, por si falla el público.

—¡Ya! ¿Y cómo explica que fuera el punto de mira, el objetivo?

—No tengo explicación para eso.

—Así qué suben al escenario tres voluntarios, dos ebrios y otro pagado por usted. A sabiendas de que no podía hipnotizarlos, hace… el paripé, desaparece haciendo creer a todos que los había metido en trance, y ya está.

—Correcto, señor.

—Luego salen a la calle, y dos de ellos después de encender un cigarrillo y vomitar se lanzan sobre el tercero, y en el furor de la riña acaban en medio de la calzada siendo atropellados por un vehículo que no pudo esquivarlos, teniendo como resultado dos muertos y uno muy grave. ¿Y usted me dice que todo eso ocurrió así, sin más, por enajenación transitoria de personas que no se conocían de nada?

—Si usted lo dice…

El juez dio por concluido el interrogatorio. Al no encontrar nada que pudiera señalarlo como causante de los hechos le permitió que se marchara, no sin antes decirle que estuviera a disposición del juzgado por si necesitaba volver a interrogarlo.

El conferenciante fue directo al hotel donde estaba alojado. Al llegar a su habitación llamó por teléfono. Al otro lado contestó una mujer.

—Hecho —dijo.

—Gracias.

El conductor del vehículo, ejecutor de la muerte de dos de los voluntarios, titubeaba ante las preguntas del instructor del juzgado. Sus declaraciones se contradecían a medida que avanzaba el interrogatorio. El juez concluyó que el conductor era parte activa de un asesinato, por lo que ordenó que se le detuviera, al menos, durante setenta y dos horas.

Posteriormente el juez se desplazó al hospital donde se encontraba el único superviviente de los tres voluntarios. El médico de guardia permitió que fuera interrogado.

El hombre herido relató que el ponente le ofreció bastante dinero para que fingiera ser un voluntario en un experimento de hipnosis.

—Me dijo que no me hipnotizaría y que solo tendría que fingir.

—¿Qué pasó en la calle?

—No lo sé, se lo juro, de pronto se abalanzaron sobre mí y comenzaron a golpearme. Estaban locos, fuera de sí.

—¿Y en el escenario, qué le dijo mientras simulaba hipnotizarlo?

La respuesta del herido fue el desencadenante de una operación que llevó a la detención del conferenciante. Se le acusó, junto al conductor del vehículo, de incitar al asesinato de dos personas, y del intento de una tercera. El juez instructor redactó un informe en el que se detallaba cómo se preparó la venganza contra los tres hombres causantes de que una mujer fuera violada, robada y abandonada a su suerte.

En el juicio quedó demostrado que el acusado buscó, encontró y pagó a los tres voluntarios para que subieran al escenario, y que una vez allí hipnotizó a dos de ellos, no sólo para quitarles el vicio de fumar sino para que, cuando vieran fumar al tercero pensaran que se encontraban solos en el callejón oscuro y solitario donde se perpetró la violación, debiendo entonces eliminarlo, pues tenía intención de denunciarlos por tan execrable delito. Y que el verdugo, un sicario pagado por el acusado, debía esperar con su furgoneta el momento más adecuado, siguiéndolos si fuera preciso, para atropellarlos y matarlos simulando un accidente. Acto que realizó al ver que en el furor de la pelea se lanzaron en mitad de la calzada.

Los declararon culpables. La sentencia fue firme. Fueron condenados al máximo de pena que la ley indicaba para aquel delito. Pero algo sorprendente ocurrió antes de que el juez rubricara, con su golpe de mazo, aquella sentencia. Al grito de “justicia”, dado por uno de los acusados, el policía que los custodiaba sacó su arma y allí, delante de testigos, descerrajó dos tiros al tercer voluntario.

A través del gran tumulto que se organizó en la sala de lo penal número once, una mujer se abrió paso hasta el hipnotizador, y susurrándole al oído le dijo: “Ahora sí que ha cumplido el trato”.