25 septiembre 2022

Un día de fiesta


Me he despertado realizando el típico bostezo, los estiramientos habituales con la dulce monotonía de todos los días.

Tras mi ración de agua matutina, el aire fresco de la mañana. Es reconfortante salir al balcón recién levantado el día, para respirar hondo y empapar los pulmones del olor penetrante de la ciudad.

Al salir a la calle te encuentras con esos amigos desconocidos a los que saludas por inercia “¿Qué tal? ¡Buenos días! ¿Cómo te va?” ¡Siempre igual!

Estamos en fiestas, por lo tanto mucha aglomeración de gente impidiendo andar normalmente por la calle. Música fuerte y algarabía en general.

Hoy es el día grande, el día en que consume todo, fuegos artificiales, petardos etc…, pues mañana todo acabará. Pero antes de que acabe, en casa se celebra con una gran comida a la que asiste toda la familia. En la cocina, las mujeres se esmeran en preparar manjares exquisitos, los niños juegan alegrando la casa con sus risas y sus travesuras, y los hombres hablan de la actualidad arreglando el mundo con sus comentarios.¡Aaah! Es estupendo ver a todo el mundo feliz y contento.

De la calle llega la deliciosa melodía de un pasodoble. Todos corren para hacerse con un lugar privilegiado para poder ver cómo los músicos pasean sus melodías alegrando la vida que mañana volverá a ser monótona y aburrida. Acompañando a los músicos van mujeres jóvenes luciendo trajes tradicionales llenos de colorido.

-Mira que traje más bonito.

-¿Y qué me dices de ese?

Todo el mundo asomado a las ventanas y balcones aplaude el paso de la juventud engalanada.

Una vez ha terminado el pasacalle vuelven todos a sus quehaceres. Alguien enciende el televisor y las noticias llenan la habitación. Mientras la mesa se llena de aperitivos, cerveza y alegría.

Da gusto ver a toda la familia alrededor de una mesa ¿Y yo? Pues como siempre recorro cada uno de los lugares ocupados para ver si alguien me da algo, pero en esta ocasión mi amo, acariciándome el lomo y a escondidas, me da un buen trozo de uno de los manjares que hay sobre la mesa. Y yo, moviendo el rabo contento y agradecido, me voy a mi manta, a saborear mi regalo.

©Jesús García Lorenzo

14 septiembre 2022

Lo evidente


Gotas de oro salpicaron el suelo una y otra vez. Pues el llanto de lo imposible debería cotizar en bolsa.

Sentirse ciego es peor que serlo, sobre todo cuando no te ven.

Su fino bastón blanco acompañaba, con sus suaves golpes, a su voz pidiendo el favor de alguien.

Autobús tras autobús y siempre la misma pregunta.

— Por favor, ¿Qué numero es éste?

Solo oía bullicio.

Jaime tan solo contaba con la experiencia que dan los veinte años. Medio tumbado en la cama de un hospital esperaba el diagnostico.

Su mente revivía una y otra vez, aquellas luces intensas, que acercándose a gran velocidad acabaron con las risas de una noche de asueto.

Por fin la voz del médico. Como un estallido retumbaron las palabras “Ceguera irreversible”

Su bastón, golpeaba el suelo mientras volvía a pedir indicación a la gente.

A través de su sentido mas desarrollado podía oír los exabruptos de una mujer que intentaba que sus hijos estuvieran quietos.

Sus lágrimas empaparon sus vendas. ¡Ciego! Ya no podría disfrutar del atardecer, ni del verde manto de la hierba. Su mente acumulaba imágenes en un desesperado intento de salvaguardar aquello que no volvería.

El humo de un puro le ahogaba. Por más que se retirara aquel hedor le perseguía. 

Notó un olor diferente. Un perfume de mujer penetrante que le hizo concebir esperanzas. A lo lejos el ruido tronador del motor de otro autobús.

- Por favor ¿Qué...?

No pudo acabar, los empujones lo separaron del lugar que ocupaba. Incluso tuvo que oír algún insulto por obstaculizar el paso.

Aquel motor volvió a rugir para poco a poco alejarse de él.

El día que le quitaron las vendas se sintió morir. No notó diferencia cuando le dijeron que estaba frente a una ventana en un día de sol.

Semanas intensas de rehabilitación. ¡Qué ironía! Como si la desesperación por lo perdido, se pudiera rehabilitar.

Buscó con resignación un lugar donde sentarse, su bastón no lo encontró. Aquella parada solo contaba con un poste indicador, donde pudo apoyar su espalda.

Seguía percibiendo aquel perfume intenso, pero se mezclaba con otro que el viento de repente le traía. Al principio no lo identificó pero luego fue muy claro.

Ese olor a ozono que precede a la tormenta, iba acrecentándose, anulando el perfume.

La visita de una amiga fue el detonante. Al principio le fue incomoda su presencia. Ciego, torpe y sin poder saber qué expresión tenía en cada momento, le hizo comportarse inadecuadamente. Pero Alicia tenía un Don, sabía cómo hacer que Jaime cambiara su actitud, y al rato de estar hablando con ella se sintió relajado y confiado.

Un gran chasquido ensordecedor le sacó toda duda que pudiera tener. Notó como las gotas de lluvia golpeaban con fuerza su cabeza.

Su bastón no acertaba a encontrar donde se pudiera guarecerse de la furia del cielo. Sus ropas se empaparon y sintió frio.

Cuando salió del hospital su casa fue su refugio y la seguridad de lo conocido. Solo cuando Alicia fue a buscarlo se decidió a salir.

El tiempo pasó y un día tomó la decisión, iría al centro y volvería. Sería la prueba final de su rehabilitación.

Bajo aquel diluvio y mojado hasta la medula oyó cómo se acercaba un autobús a la parada. Con voz temblorosa por el frío, volvió a hacer la pregunta.

Una voz femenina se dirigió a él.

-¿Que numero espera?

- El veintisiete.

- Lo siento, se ha equivocado de parada, aquí no para esa línea. 

- Entonces...

Su voz demostró hundimiento.

- Debe irse más abajo, a unos doscientos metros.

- ¿Hacia qué lado debo ir?

- A su derecha, Lástima ya han pasado tres.

Jaime, derrotado por la lluvia y la incomprensión, se alejó acompañado por su mejor amigo. Su bastón.


©Jesús García Lorenzo