08 diciembre 2012

El destino de una estrella


En esta ocasión abandono “El mundo desconocido de las letras” para ser el primero en desearos una feliz navidad con un cuento que ya publiqué hace unos años.
            Quisiera dedicarlo —con vuestro permiso— a mi nieto David, con la esperanza de que algún día pueda leerlo.
            También a todos los nietos del mundo, incluido el de mi maestro Don Miguel Morellá.



¡Feliz Navidad a todos!




El destino de una estrella



            Érase una vez…, una estrella muy, pero que muy pequeña. Sus hermanas se burlaban de ella por su minúsculo tamaño, y por la poca intensidad de luz que emitía en el firmamento.
            —¿A dónde vas, enana? —le decían sin ningún miramiento.
            Decidió, ante el rechazo, desplazarse a una galaxia cercana. Al verla llegar se rieron de ella.
            —Pero si brilla menos que una linterna —comentaban unas.
            —Aquí no tienes cabida —dictaminaban otras.
            La pequeña estrella saltó de nebulosa en nebulosa, y siempre con el mismo recibimiento. Sola y desamparada se puso a llorar. Un agujero negro que pasaba por allí le preguntó por su llanto, y ella contestó que nadie la quería por su diminuto cuerpo.
            —No te preocupes, ven conmigo, yo te haré grande.
            —¿De verdad? —preguntó entusiasmada.
            —¡Claro! Te daré masa con la que podrás aumentar tu tamaño y tu luminosidad.
            La estrellita sonrió y se dirigió hacia el agujero, pero a mitad del camino un meteorito le gritó: “¡No, cuidado, te engullirá como hizo con mis hermanos!”.
            —No le hagas caso. Ven.
            —¡No, estrellita! Si entras no regresarás nunca —le gritó el meteorito.
            Estrellita miró hacia el agujero, y al verlo tan negro se asustó alejándose de él.
            —Ven conmigo, te enseñaré lugares que nunca habrías imaginado —dijo la piedra errante.
            Al acercarse al asteroide éste comenzó a girar alrededor de ella.
            —¿Qué haces? —preguntó algo mareada por seguirlo.
            —La atracción gravitatoria. He entrado en tu campo de gravedad, y así estaré hasta que sea atraído por tu masa y forme parte de ella —gritó entusiasmado el meteorito.
            —¿Y no te da miedo?
            —¡Que va, al contrario, es lo que estaba buscando!
            Estrellita y su amigo viajaron por el universo encontrándose con otras piedras que se unieron a ella. Poco a poco Estrellita fue ganando masa, y su luz cobró intensidad. Creyéndose mejorada volvió con sus hermanas, pero otra vez sintió el rechazo.
            —Vete de aquí, nos deslumbras.
            —¡Fuera! Eres demasiado grande, aquí no cabes.
            Entristecida, buscó en el firmamento un lugar apartado donde pasar la vida solitaria a la que se veía condenada.
            «No sirvo para nada, soy un fracaso como estrella», pensó, y se resignó a su soledad.
            A través del telescopio, un rey descubrió a Estrellita. Realizó sus cálculos, y comprobó que siempre se movía en la misma dirección. Al Oeste.
            El rey Baltasar recibió la visita de su amigo Melchor, ambos estudiaron aquella estrella, y llegaron a la misma conclusión. Decidieron seguirla.
            En el camino se encontraron con Gaspar a quien también le había llamado la atención el cuerpo celeste. Los tres reyes se unieron en su trayecto.
            Estrellita lloraba su aislamiento. Sus lágrimas, revoloteando detrás de ella, formaron una gran cola que, al reflejar su luz, le proporcionaba un aspecto majestuoso. De pronto una voz dulce y profunda la llamó.
            —Estrellita.
            —¿Quién me llama? —preguntó asustada.
            —Soy tu creador —dijo la voz—, no tengas miedo. Tienes una misión que realizar.
            —¿Una misión?
            —Sí, aquella para la que fuiste creada. Servir de guía.
            —¿Guía, para quién?
            —En aquel planeta azul, hay tres reyes de oriente, que siguiéndote encontrarán al que buscan.
            —¿Otro rey?
            —Sí, al Rey de reyes, que ha nacido en un lugar llamado Belén.
            —Belén, ¡qué bonito!
            —Por ello serás conocida, a través de los tiempos, como la estrella que los guió. Serás la estrella de Belén.
            Cada veinticuatro de diciembre, en el firmamento hay una estrella brillando más que las demás. Orgullosa y sonriente sirve de guía para aquellos que buscan su destino.

23 noviembre 2012

Altanez



 Esto es:
 ¡El mundo desconocido de las letras!




Altanez


Con una mirada impertinente, gesto desairado, postura altiva y envidiosa, andaba Alicia por este mundo. Gustaba de esos programas de televisión donde los tertulianos destrozan a cualquier famoso con sus comentarios gratuitos.
     Tenía una niña que creció con esa escuela. Si algo no se conseguía no era por falta de medios, posibilidades o de esfuerzo, era porque los Hados se habían confabulado en su  contra. Pero si alguien de su entorno, fuera quien fuera, lo alcanzaba, se aplicaba rápidamente la ley del favoritismo o la compra, y así se destrozaba verbalmente y con rapidez a quien no interesaba. No fallaba nunca.
     No contaba con amigos. Todos eran enemigos. «¡Hasta ahí podríamos llegar!» Se repetía con orgullo manifiesto, y a continuación decía: «Criados servirme que de buena cuna vengo, las clases sociales se crearon por algo, y no precisamente para ser mezcladas». Este pensamiento era su lema y su fuerza.
     —¿Te leo la mano niña?
     —¡Déjela en paz!
     —¡No, mamá!
     —Pero, ¿qué dices?
     La gitana, de ojos negros y cabello azabache, cogió con rapidez y fortaleza la manita que se extendía hacia ella. Paseó, sin rozar su piel, sus dedos sobre la palma, y levantando lentamente la cabeza, dirigió a la madre una mirada penetrante. Alicia se sintió insultada, aquellos ojos hablaban solos y le decían algo que no quería oír.  Con un fuerte tirón apartó la mano de su hija, y entre lloros y a la fuerza se la llevó lejos.
     —¿Qué has visto? —preguntó una joven gitana.
     —Algo que nunca tendrás —contestó la adivina sin dejar de observar cómo se alejaba Alicia y su hija.
     —¿Riquezas, posición, un novio…?
     —Un corazón negro.
     Una risa histérica y repleta de carcajadas, acompañaba a los golpes de cuchillo que en el pecho recibía Alicia de manos de su hija ya adolescente. Un hombre, de raza gitana, miraba espantado desde el alféizar de la puerta, la respuesta que se daba a la negativa de boda. 

25 octubre 2012

¿Dónde estás Tenorio?



                                   ¡El mundo desconocido de las letras!


¿Dónde estás Tenorio?


La mano temblorosa limpia con esmero la foto que preside la lápida.
            Una vez a la semana, desde hace diez años, la misma rutina. Rito que si llegara a abandonarlo no se lo perdonaría ni su Herminia ni él, que para eso le juró amor eterno.
            Después, despacio, ocupa un banco no distante de la tumba. Allí le cuenta sus cosas. Las ocurridas los siete días anteriores, y las que posiblemente sucederán, porque como él dice: “La vida en su rutina se la ve venir hasta en su final”.
            Vienen a su memoria tiempos pasados en los que juntos salían al escenario a representar personajes que otros habían inventado. «Qué felices éramos, ¿recuerdas? ¡Vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.
            Las horas pasan de prisa para su edad avanzada. El frío no es buena compañía y menos en noviembre. El sol se pone en el cementerio y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide como siempre, lanzando un beso al aire. En su mente ve como ella lo recoge.
            Paso a paso, sin prisas, apoyado en su bastón se aleja de Herminia, ocupando sus pensamientos con ella. Al cabo de un rato, al mirar a su alrededor, se siente desorientado, no conoce el lugar, y es cuando se da cuenta que se ha perdido. «Todas las calles del cementerio son iguales, ¿cómo no voy a perderme?», se dice como un reproche.
            Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, una leve sonrisa ilumina su arrugada cara. Más adelante ve a un hombre junto a un nicho.
            —Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Siento decir que me he perdido. 
            — ¡No faltaba más! –Contesta el desconocido—, voy a hacer algo mejor, si le apetece y no le importa lo acompaño, aquí ya he terminado.
            Juntos recorren el lugar, mientras, hablan de cosas intrascendentes hasta que el acompañante hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del halloween?”.
            Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño hecho a la tradición y al respeto por los que se han ido.
            —Comparto su opinión —dice el desconocido—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si se volviera a nacer, como si todo…
            — ¿Lo malo no hubiera ocurrido?
            —Sí… —susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.
            La conversación poco a poco declina en la obra de Zorrilla, repasan versos, actores, interpretaciones y ríen.
            El recorrido los lleva a una plaza muy iluminada. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, éste accede muy cordialmente. La charla continúa más entusiasmada, llegando incluso a realizar gestos mientras recitan.
            — ¡Aaah, Tenorio! ¿Dónde estás? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus victimas, olvidado, relegado por disfraces grotescos y fiestas que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.
            —Así es, amigo mío. Olvidado.
            — ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarlo.
            —Me llamo Juan –dice el desconocido.
            —Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida, ya debe ser muy tarde y hace frío.
            —No, Eusebio, no. Esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.
            — ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Déjese de historias y vámonos a casa.
            —¿A casa? Esta es mi casa.
            Eusebio mira a Juan con ojos muy abiertos cuando acompañaba, lo dicho, con un gesto de sus brazos abarcando todo el lugar. De pronto aparece en escena el vigilante cruzando la plaza. En silencio, con su linterna, sigue camino sin hacerles caso. Eusebio al verlo se levanta y lo llama a gritos al ver que se aleja. El vigilante, ajeno a los ocupantes del banco situado en aquel lugar del cementerio, continua su recorrido perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.
            —No te esfuerces. Ni te ve, ni te oye.
            Eusebio comienza a sentir miedo. «¿Qué está ocurriendo?», se pregunta.
 A lo lejos se escucha un cántico. Eusebio intenta distinguir quién lo realiza. Mira guiñando los ojos buscando un atisbo de claridad. No consigue nada. Se adelanta con unos pasos para poder observar mejor, pero éstos son detenidos por la voz de su acompañante.
            —No hace falta que acudas, vienen hacia aquí, se reunirán con nosotros enseguida.
            — ¿Con nosotros?, ¿por qué?
            —Porque son La Santa Compaña. Todas las noches de difuntos acuden para recoger a Don Juan Tenorio y a su acompañante.

11 octubre 2012

Fantasmagoría




Sí, esto es:

¡El mundo desconocido de las letras!





Fantasmagoría

            Todas las mañanas lo mismo: que si no arreglo mi cuarto, que si esto, que si aquello. Cualquier cosa era motivo para llamarme la atención.
            ¿Los desayunos?, insoportables. Los únicos sonidos perceptibles eran el crujir de las hojas del periódico, o el tintineo de la cucharita de café intentando disolver el azúcar.
            El momento feliz: el de la comida, siempre que fuera sentado a la sombra de un árbol, en el césped con ella al lado. Mi chica. A pesar de estar rodeados de gente y en medio del campus, era fantástico.
            Se llama Eloísa. Eloísa, qué nombre más poético. Es bonita e inteligente ¿Cuál será el motivo por el que está conmigo? ¿Por qué me eligió? A veces tengo la tentación de preguntárselo, pero me da miedo.
            Un día nos tomamos un descanso lejos de la ciudad. Descalzos paseamos por la playa. Los rayos del Sol nos acariciaban, mimaban e invitaban a hablar. Ella contó sus problemas y yo los míos.
            De vuelta a casa, más de lo mismo: arregla tu cuarto, estudia…
            Una noche recibí la llamada de Eloísa, estaba alterada, nerviosa y llorando. No pregunté. Salí de casa como una exhalación sin decir nada, sin dar ninguna explicación. Oí reproches y quejas tras de mí. Cuando llegué encontré lo inesperado.
            Al abrir la puerta llevaba el vestido hecho jirones, marcas de golpes en la cara y sangre, mucha sangre. La abracé intentando calmarla, pero entre sollozos, dijo: «Está ahí». Pasé al salón y lo vi, boca abajo con la cabeza rota «¿Qué has hecho?», susurré.
            Acurrucada en el suelo y llorando, me lo contó: su padrastro, ebrio y fuera de sí intento abusar de ella. En la lucha consiguió zafarse de él y coger algo con qué defenderse. Sin pensar, en un instinto de supervivencia, le golpeó varias veces hasta que se desplomó. Al caer vio la sangre, se asustó e intentó reanimarle, pero ya estaba muerto.
            Pregunté si había llamado a su madre, que se encontraba en casa de su abuela, y no obtuve respuesta, así que fui al baño en busca de una toalla para limpiarle la sangre, y encontré algo aterrador. La madre de Eloísa se encontraba en la bañera. Me acerque y comprobé que estaba muerta. Había sido ahogada. Horrorizado y hecho un manojo de nervios me dirigí al salón, y la  vi como nunca imagine verla. Su pelo rubio cayéndole por los hombros tapándole media cara, su figura perfecta, insinuante y sexi. Sonriente me llamaba con dulzura: «ven, cariño, amor mío».
            Fue más que una atracción fatal. Fue hipnotismo, amor, seducción y… dolor. Mucho dolor al notar como entraba en mi cuerpo la afilada hoja del cuchillo que…

            —¡Un momento, tronco! ¿Pero a qué estás jugando? Yo soy el Prota, tío ¿Y se te ocurre matarme? ¿Qué has fumado?
—Perdona ¿Cómo dices?
—¡Pues está claro! Que cambies el desarrollo de la historia. Que ella no puede matar al Prota ¿Entiendes?
—Okey. A ver qué te parece esto.
Fue la más fatal de las atracciones. En el preciso momento que quiso clavarme el cuchillo, mi gran adiestramiento la desarmó. Mi caballerosidad me impidió matarla, y la entregué a la policía con una nota que decía: «Aquí les dejo, maniatada, una joya. Los dos cuerpos son de su cosecha, como lo demostrarán las pruebas científicas. Atentamente 009, con licencia para todo»
—¡Muy bien, tronco! Así me… ¿Pero, qué haces? ¡No, la tecla suprimir no!

            El doctor, sentado, chupaba su pipa con tranquilidad mientras escuchaba a su paciente.
—Desde que borré de mi ordenador aquella novela, cuando intento empezar una nueva, se me aparece una y otra vez el mismo personaje ¡Quiere ser el protagonista! ¿Qué hago, doctor?
—¿A intentado matarlo?
—Sí, pero vuelve a surgir. No sé qué puedo hacer.
            El doctor quitándose la pipa de la boca dijo:
—Pues darme el papel de Prota, tronco. 

30 septiembre 2012

¡Extra, extra! Ha salido Prosofagia-16


En esta ocasión, y porque así esta lo merece, interrumpo la serie de El mundo desconocido de las letras para referirme a una revista literaria en la que en ocasiones he participado con algún cuento y un artículo, me refiero a la revista PROSOFAGIA que ha publicado su número 16, o si lo preferís: dieciséis.
            En su reciente publicación podréis encontrar, como siempre, artículos interesantes, no sólo para aquellos que escribir una palabra detrás de la otra, en su correcto orden, represente una obsesión, sino para todos los que desean aprender a leer y escribir cada día un poquito mejor, como un servidor.
            Existe un artículo que, particularmente, me parece interesantísimo, y no especialmente por lo bien escrito que está (como todo lo que publica esta revista), sino por lo que se aprende de él. Me refiero al que trata el leísmo, laísmo y el loísmo. Sí ya sé, muchos diréis que eso depende de la región de España, o del país al que se pertenezca por nacimiento y aprendizaje, pero estaréis conmigo que a la hora de escribir se hace mal uso, y precisamente por eso: La costumbre. ¡Pues bien! En este artículo comprobaréis que a veces metemos, y yo el primero, la pata en su totalidad.
            Ni que decir tiene (bueno, llegado este punto, he de manifestar que algunos de vosotros, por no decir muchos, ya conocéis esta super- revista), que  posee PROSOFAGIA en sus páginas interiores (esto me ha salido muy periodístico), entrevistas con Martínez de Sousa y Ángela Valhey, y un artículo sobre un personaje algo especial, me refiero a Fernando Arrabal, hombre que ha dado mucho que hablar aquí y allá, por sus rarezas que, sin llegar a conocerlo, son casi (y digo casi porque son incomparables) semejantes a las de Dalí.
            Encontraréis también humor, literario por supuesto, poesía y cuentos, así como fotografías con una calidad visual perfecta, y con motivos que abren la puerta a la inventiva de un poema o una narración.
            ¡En fin! Una revista literaria digna de tener en cuenta, para ser leída con atención, y tenerla como referencia para consulta.
            Simplemente para terminar deciros que os dejo el link para que podáis leerla. Ojalá os cause tan buena impresión como me la ha causado a mí.


23 septiembre 2012

Las vacaciones


Está usted en:

"El mundo desconocido de las letras"



Las vacaciones


¡Por fin llegaron las vacaciones! Un año tras otro, fueron marcadas por fiestas nocturnas, hoteles caros, lugares claramente turísticos, como Benidorm, y rodeados de fiestas.
            En esta ocasión serían diferentes. Tranquilidad, días de asueto, olvidando el estrés y las aglomeraciones.
            ¡Y qué mejor lugar que un monasterio! Allí la paz estaba asegurada, así que comencé a buscar en internet y conseguí el lugar deseado. Antiguo, alejado, con piedras llenas de historia, calma y naturaleza.
            ¡Qué bonito!, ¿verdad? ¡Pues, no! Allí estaba yo con mi maleta llena de ilusión, en la puerta del convento oyendo aquello de “¿Qué trae el hermano?”. Pero… ¿Qué es eso de qué trae el hermano? Hola, buenos días, buenas tardes o noches. “Pero no, ¿qué trae…? ¿Tenía que llevarles algo? ¡Encima del pastón que me ha costado! ¡Que luego dicen que los hoteles son caros!”.
            Bueno, bueno. La cosa no quedo ahí, ¡no! Me dijeron que el hecho de encontrarme en aquel lugar no debía afectar a las costumbres del monasterio, por lo que no iban a variarlas. ¡Ajá! Trampa mortal. Sí, sí, mortal de necesidad. Uno piensa que ellos harán su vida y que te dejarán a tu bola ¡Gran equivocación! Me di cuenta de ello a las tres de la mañana, cuando por el pasillo donde estaba ubicada mi celda, oí los cantos matutinos, o como quiera que le llamen los monjes. Al parecer era el único lugar en todo el monasterio donde se realizaban esos rezos y de una manera… Sutil, querían que me uniera.
            No lo hice, el cansancio del viaje no me lo permitió, y cuando conseguí conciliar el sueño, tocaron a la puerta para anunciarme que el desayuno estaba listo, miré el reloj y ¡Eran las cuatro y media de la mañana! ¿Es que estos monjes no duermen nunca?
            No entiendo como la mayoría estaban gordos. En los medios públicos están cansados de repetir, una y otra vez, que el desayuno es la comida más importante del día, ¡pero claro! Como estos… ¡Santos monjes!, no tienen televisión pues no se enteran.
            Un trozo de pan duro, ¡sí, duro!, y un café con leche era todo el desayuno. En cuanto el pan tocó el café la taza se quedó vacía. Intenté que me pusieran otro café con leche, ¡já!
            Después de tomarme el café con leche chupando el pan, me invitaron, haciendo una excepción, a realizar las labores habituales del monasterio con ellos. «¡Ah! Trabajar la tierra en el huerto, o realizar algún trabajo manual», pensé. ¡Y una mierda! Me dieron un mocho, que por su aspecto debía ser del siglo dieciocho, y un cubo sin escurridera, con lo que había que escurrirlo a mano, y me dijeron con amabilidad, que mantuviera limpia la celda, «que la higiene es la prevención de las enfermedades, y nuestro Señor nos quiere sanos», decían. Menos mal que aquella habitación no medía más de dos metros cuadrados, con una cama, un armario y un lavabo (no en balde le llaman celda).
            Terminado el aseo de mi estancia, salí al pasillo con mi cubo de agua usada, e hice lo que vi ¡Fregar el pasillo! Bueno, solo el trozo que enfrentaba a mi celda.
            A las siete de la mañana, terminada mi labor higiénica, hecha mi cama y después de haberme lavado como los gatos, o sea, por trozos, porque meterme en la pila del lavabo fue imposible, decidí conocer aquel monasterio.
            Recorrí aquellos espacios con la expectación del que descubre algo nuevo. ¡Deslumbrante! ¡Precioso! Del siglo doce creo, piedras centenarias que me hablaban a cada paso que daba contándome sus secretos, su historia. O al menos así lo imaginé hasta que me di cuenta que a mi lado un monje famélico y calvo, me contaba que Don Rodrigo Díaz de Vivar, apodado El Cid, puso su glorioso pie, cansado y exiliado, en aquel lugar para pedir agua, y que debido al decreto Real se la negaron. ¡Hay que tener huev…!
            Después del rezo del ángelus, el cual duró una interminable hora, y que por no hacerles un feo estuve acompañándolos, me comunicaron que hasta la hora de la comida podía descansar en mi celda, así los hermanos no me molestarían con sus habituales tareas. ¡Ósea! Que me confinaban en mi habitación ¡Eso sí!, con amabilidad y entre dos monjes que me acompañaron hasta la puerta.
            La suculenta comida constaba de tres platos. El primero consistía en un hervido de cuatro patatas enanas y un trozo de pan, de la misma hornada que el del desayuno. El segundo un trozo de carne a la plancha, que seguramente al hermano cocinero se le habría olvidado que la tenía al fuego, porque una suela de zapato estaba más tierna que aquel trozo de vaca. Y el tercero, ¡ah, el tercero! una rodaja de melón del huerto propio, que para ser sincero, estaba de muerte.
            Después de comer, y nuevamente acompañado, me dispuse a realizar la sagrada siesta española en mi celda orientada al oeste, que fue interrumpida en multitud de ocasiones por los rezos de los santos hermanos, y por el calor intenso de un día de poniente.
            Después de una cena indescriptible por la ausencia de la misma, me fui agotado a la cama. La noche transcurrió entre los rugidos de mi estómago reclamando alimento, y los rezos matutinos.
            La tercera noche, y el resto de mis vacaciones, las pasé en un abarrotado hotel de Benidorm, donde la tranquilidad brillaba por su ausencia, el aire acondicionado era el reposo del guerrero, las tres comidas del día abundantes, la siesta sagrada y la diversión asegurada.

01 septiembre 2012

El astronauta



Acaba de ser abducido por:

"El mundo desconocido de las letras"



El astronauta

«Aquí sigo dando vueltas. Tengo la esperanza que la fuerza de la gravedad me atraiga pronto y todo acabe en un instante. Cada vez que paso por encima de mi continente intento fijarme en ese punto minúsculo donde nací, viví y soñé con subir hasta aquí.
            »Está amaneciendo otra vez. ¡Qué poco duran los días!, como un suspiro, te hace pensar en lo insignificantes que somos…
            »No sé cuantas vueltas he dado a la Tierra, ya he perdido la cuenta. Solo hace unas pocas horas cuando comprendí que no volvería, al menos vivo. ¡Qué belleza! No me extraña que los tripulantes del Géminis 11 lo bautizaran como el planeta azul.
            »Mi receptor se estropeó en la colisión. Hay un silencio escalofriante. Pobre Toro, así llamábamos al comandante por su fanfarroneo a la hora de contar sus batallas con el sexo contrario, en una ocasión… ¡Pero que estoy diciendo!, él, perdido en la inmensidad del espacio y yo bromeando.
»Se acerca otro ocaso y con él la noche ¡Vaya, eso es nuevo! ¿Qué son esas luces? ¿Por dónde estoy pasando? ¡Eh, John mira! ¡Dios, mío! ¡Qué solo me encuentro! El copiloto está a mi lado como dormido desde el accidente. Te gustaría ver lo que tus compatriotas han hecho para saludarte, quizás estén escuchando, si es así en su nombre os doy las gracias ¡Gracias, Australia! También me gustaría despedirme de los míos. Resulta difícil resumir sentimientos. Aún recuerdo los consejos que se nos daban en la academia: «Lo que tengáis que decir hacerlo en pocas palabras», como si eso fuera fácil, pero en estas circunstancias intentaré hacer lo posible. Quisiera pedir perdón por aquello que hice mal, o por lo que debería haber hecho, incluso por lo que hice bien, porque seguro que haciéndolo dañé a alguien. ¡Nunca llueve a gusto de todos!
            »No se por qué me ha venido a la mente la imagen de la perrita rusa, ¿cómo se llamaba? ¡A sí! Laika. Pobre, encajada en una nave poco más grande que ella, conectada a toda clase de tubos, ¿pensaría lo mismo que yo al dar vueltas a este gran globo? ¡Que estoy diciendo!, ¡Je!, pero… ¿qué pensaría? Sobre todo cuando el calor intenso, ese que estoy empezando a notar, la hiciera beber en demasía hasta terminar con las existencias de agua. Espero que muriera rápidamente.
            »¿Por qué pienso en la muerte? ¡Qué estupidez! Está claro que es mi compañera en este viaje, aunque todavía no la haya visto. Espero que sea como la imagino una…
            »Me está entrando sueño. Siento que un gran cansancio se está apoderando de mí, debe ser el oxígeno que se está acabando ¿Dónde caeré? ¡Seré estúpido! Qué más da, con un poco de suerte la nave se desvanecerá al entrar en contacto con la atmósfera, y entonces desapareceremos, John, lo haremos como lo hace un papel de fumar impregnado en pólvora al acercarlo al fuego.
            »La fuerza de la gravedad me acerca cada vez más a mi destino. Noto que la Madre Tierra me llama. ¡Hola, mundo! ¡Adiós, mundo!»


            Una sala, llena de monitores y mentes sesudas, es testigo de las palabras del astronauta que gira alrededor de la Tierra esperando la muerte.
            En un monitor se ve un punto de luz que hace saltar varias lágrimas. Con las cabezas gachas, el alma encogida y un silencio recio, las mentes sesudas van apagando todos los aparatos electrónicos, despacio, como si de un ritual macabro se tratara.
            Ese mismo día las voces que buscan frases para la posteridad dijeron: «La tierra entrega a sus hijos al universo con una explosión de luz».

Mi modesto homenaje para Ray Bradbury

28 julio 2012

Magia


Al entrar aquí su mente acaba de ser poseída. 

Usted, sin remedio acaba de adentrarse en:

¡El mundo desconocido de las letras!






Magia



—¡Mira, papá!
     Sus ojos azules, grandes y brillantes se abrían más a cada paso que daba.
     —¡Jajá! ¡Qué risa!
     Los muñecos, de cartón-piedra, se mostraban como algo maravilloso que la transportaban a un mundo nuevo y  espectacular, donde la ilusión y la fantasía se mezclan ante los ojos de un niño.
     La noche inundó la ciudad. Aquellas obras de arte callejeras resplandecían más aún con la luz de los focos que las rodeaban.
     —¡De noche son más bonitas!
     Sus ojos no querían perderse detalle, por lo que seguían abiertos ante el maravilloso mundo creado por los artistas.
     Pero una noche, a la hora en que un día da paso al siguiente, una traca infernal encaminó su fuego vivaz hacia aquellos muñecos devorando con avidez sus cuerpos.
     —¡Papá, los están quemando! ¡No quiero!
     Aquellos ojos azules, grandes y brillantes se tornaron tristes desbordando lágrimas ante el espectáculo de las llamas.
     —No llores, esos muñecos han sido creados para esto.
     Ninguna explicación fue aceptada. Ningún razonamiento quiso comprenderse. La magia se había evaporado.
     Un día, al volver del colegio:
     —¡Mira, papá!
     Sus manitas me enseñaban un pequeño muñeco de cartón-piedra, regalo por la visita escolar al taller de un artista fallero.
     Aquellos ojos azules, volvieron a ser los de antes, abiertos, vivaces y llenos de ilusión. Se pasaba el día abrazada a él. Jugaba, comía y dormía sin separarlo de sus brazos. Fue su mejor juguete.
    
     Una noche los bomberos me arrastraron fuera de la casa, alejándome del furor del fuego que devoraba a mi niña abrazada a su muñeco. Mientras, en mi delirio escuché: “Hemos sido creados para esto”.

¿Ha quedado sin palabras?

21 julio 2012

Un sueño hecho realidad




¡No! No entre aquí. Se lo advierto. Al hacerlo se está adentrando en un mundo que nunca olvidará. Uno que le transportará a otros y a otros…

En este momento su voluntad está siendo minada, su mente anhela leer y alimentar su espíritu.

Acaba de adentrarse sin remedio en:

¡El mundo desconocido de las letras!





Un sueño hecho realidad

            En España hay un lugar cuya orografía ha facilitado la creación de películas del Oeste Americano, es conocido como el desierto de Almería.
            Un viejo coche ronronea sobre una carretera solitaria. Cuarenta grados al sol hacen difícil circular por parajes de celuloide. Con las ventanillas abiertas espera una bocanada de aire que alivie la calina abrasadora.
            El conductor se llama Juan, es un apasionado de las películas antiguas y siente un platónico amor por una famosa de la época.
            Juan en busca un lugar donde refrescarse ha salido de la autopista. Maldice su suerte mientras seca el sudor con un pañuelo empapado. Un remolino de viento levanta una gran cantidad de polvo acumulado a los lados de la carretera. Rápidamente sube los cristales del coche para evitar que el interior se inunde, y se detiene.
            Pasada la pequeña tormenta lo que ve a su alrededor le deja sin habla. Se encuentra en mitad del Oeste. Caballos, carretas y hombres armados le rodean.  
            «Seguro que me he despistado y me he metido en medio de una película. En cualquier momento aparece el director exigiéndome una compensación por haber estropeado la toma». Buscaba así una explicación a lo que estaba viendo. Un hombre le apuntaba con un arma mientras le gritaba que saliera de aquel condenado artefacto. Llevaba una estrella reluciente y casi cegadora, por el reflejo del sol, en el pecho.
            Con calma abrió la puerta y salió del vehículo alzando los brazos.
            —Su nombre forastero— le gritó el de la estrella.
            Juan intentó decir unas palabras, pero la boca reseca y el miedo lo paralizaron. El silencio se adueñó del lugar, y tras unos segundos el del rifle  le susurró:
            —El texto, di el texto.
            «¿Realmente estoy en medio de una película?», pensó. De pronto se oyó: “¡Corten!”. Ante la orden todo el mundo comenzó a relajarse abandonando la calle en busca del refugio de la sombra. Con las manos aún en alto, Juan ve como se acercan dos hombres algo pintorescos vestidos con pantalones bombachos, camisa a cuadros y gorra ancha, uno de ellos lleva en la mano un gran cono a modo de megáfono.
            —Pero vamos a ver ¿Por qué no ha dicho su texto? Y…
Se interrumpió al observar la matrícula del vehículo, luego desvió la mirada hacia Juan recorriéndolo de arriba a abajo con lentitud
— ¿De dónde cojones ha salido usted? ¡Baje los brazos hombre!
            —Yo… voy camino de Murcia y no sé cómo he llegado hasta aquí.
            El acompañante le dice unas palabras en inglés que le hacen sonreír.
            —No, no señor. Estoy perdido, no soy un perdido.
            Las palabras de Juan en inglés hicieron que el acompañante se diera la vuelta con gesto serio. El director, como más tarde se identificó, dio la orden de un descanso de treinta minutos. Juan decidió buscar el cobijo de una sombra. Al acercarse a una de las falsas paredes del decorado observó el periódico que leía un actor, miró con atención la fecha. 1960. Preguntó si el diario era de attrezzo, el lector se le quedó mirando extrañado al tiempo que lo negaba.
            La cabeza de Juan comenzó a dar vueltas. No era posible, según lo que acababa de descubrir la tormenta le había trasportado a cincuenta años atrás. Miró a su alrededor con atención todo lo que estaba ocurriendo, escuchó una la emisión de radio a través de un receptor que le pareció de museo. «Aquí el diario hablado de las dos de la tarde del seis de junio de mil novecientos sesenta». Su mente no pudo asimilarlo y se desmayó.
            Cuando despertó comprobó que se encontraba en una caravana. Una voz femenina intentó calmarlo. Sus ojos se abrieron tanto que casi se le salieron de sus órbitas. Tenía ante sí a la gran actriz Marta Astud a la que había visto en viejas películas. Ella se acercó y con voz suave le preguntó si se encontraba bien. Apenas un hilo de voz salió de su garganta para confirmarlo.
            —Este calor es infernal ¿Cómo se llama?
            —Juan.
            —¿Sólo Juan?
            —Juan García.
            La puerta de la caravana se abrió de pronto y gritaron: “¡A escena!”
            La actriz se disculpó y le pidió cenar con él, a lo que Juan estuvo encantado. Cuando se quedó solo no podía creer lo que estaba pasando, había estado hablando, e iba a cenar con Marta Astud, su ídolo. La de veces que había soñado…Pero aquello no podía estar pasando según sus cálculos Marta Astud murió antes de que él naciera ¿Cómo era posible que estuviera allí, tan joven y bella. «Esto es de locos», se repetía mientras observaba las fotografías de la actriz.
            Al llegar la tarde todos los actores fueron ocupando los asientos de un autobús para volver a la ciudad, Juan subió a su coche y condujo detrás hasta un hotel de carretera no muy lejos de una población. Después de aparcar el vehículo la curiosidad le llevó a la puerta del hotel. Un deportivo americano paró a su lado, conducía Marta Astud, le recordó la cena y le hizo subir.
            La noche transcurrió como un sueño al lado de aquella mujer a la que observaba embobado mientras intentaba no parecer un idiota. Terminada la cena salieron del restaurante, Marta iba bebida y se cogía al brazo de Juan para mantenerse estable y disimular. Al llegar al coche Juan quiso impedir que Marta condujera, pero ella se impuso y se sentó al volante, él no quiso dejarla sola y se sentó a su lado.
            La noche era oscura, sin luna, los faros del deportivo iluminaban la carretera parcialmente. Marta reía, Juan se preocupaba. La velocidad subía con rapidez. De pronto un bulto grande delante se volvió dando un gran mugido. Marta dio un fuerte volantazo y todo comenzó a dar vueltas. Juan se levantó del suelo y comprobó que había sido despedido del coche, lo buscó en la oscuridad, y vio las luces. Se dirigió hacia el deportivo que se encontraba boca abajo.
            Se acercó a la puerta del conductor buscando a la mujer. La encontró sangrando, le buscó el pulso y no lo halló. Estaba muerta. Oyó una sirena. Gritó desesperado pidiendo ayuda. Vio como bajaban el terraplén por el que habían caído a varios hombres con linternas. Iluminaron el interior del coche y entonces lo que vio lo paralizó por completo.
            En el asiento del acompañante estaba él con un cristal del parabrisas clavado en su garganta. Mientras veía horrorizado aquella imagen de sí mismo recordó una crónica de la época relatando la muerte de la famosa actriz junto a un desconocido en un accidente de tráfico. La fama promiscua de la actriz, y el intento de no malograr su imagen hizo que se escondiera la identidad del desafortunado acompañante.

            El deseo, a veces inconfesable, de pasar unas horas con nuestros ídolos puede acarrear la visión de nuestro destino.

Se lo advertí.
        No vuelva.

21 junio 2012

La autopsia




      El escalpelo se hunde sin dificultad. Una gran “i” griega abre el pecho y abdomen del inerte protagonista.
      Los más íntimos secretos salen a la luz: bebedor empedernido, fumador compulsivo, un cáncer…, el forense y su ayudante se afanan en escrutar con verdadero ahínco los entresijos de aquel cuerpo. Su hígado es pesado, su estómago y su contenido revisado y anotado. El intestino es cortado longitudinalmente después de haber sido medido, sopesado y fotografiado.
            Una pequeña pero potente sierra circular corta, una a una, las costillas hasta dejar los pulmones sin su jaula. Con mucho cuidado son separados del cuerpo. Primero el izquierdo, luego el derecho.
            Otra vez el bisturí entra en acción segando de un solo tajo los tubos a los que está unido el corazón. La báscula alberga aquel importante músculo.
            —Doscientos setenta gramos —dice un ayudante.
            —Doctor —Una voz ajena a la sala de necropsias pregunta— ¿Causa de la muerte?
            —Todavía no estoy seguro, pero… yo diría que por el alto contenido en  sulfato ferroso y ácido tánico…
            —Eso es tinta ¿no?
            —Correcto por eso digo que, y solo es una primera impresión, este ser murió envenenado en una imprenta que experimentaba con distintas tintas.
            —¿Una qué…?
            —Ja,ja,ja, es usted muy joven. Consulte su libro electrónico, y pierda miedo, su pantalla no mancha.

            «¡Atención, atención!» Por los altavoces una voz femenina reclama ser escuchada. «En diez segundos se iniciará el despegue».
            Una gran nave circular se eleva dejando atrás una de las lunas de Júpiter. Mientras se acercan a la tierra, el forense y sus ayudantes continúan su investigación.

21 mayo 2012

Campanas de lágrimas



Las campanas de la iglesia tocan a muerto. No, no hay misa de difuntos. El campanero mayor del pueblo hacía el toque con el corazón roto.
            José, hombre jubilado, sin oficio ni beneficio, y con una pensión de las denominadas de risa, tuvo la fortuna de contar con la amistad del cura y del farmacéutico, quienes, en reunión secreta y con nocturnidad acordaron convencer al alcalde, y al resto de las fuerzas vivas del pueblo para que se le concediera un título y así incrementar su pensión. De la risa a la carcajada.
            Una mañana de mayo mientras se afeitaba oyó en la radio la noticia. No lo dudó un instante, se vistió con rapidez y dirigiéndose al campanario tocó a difunto.
            Ante tal desatino, el cura acudió alarmado, el médico saltó de la cama. El cabo, el farmacéutico y el alcalde se asomaron a la plaza para intentar averiguar lo que ocurría.
            —Pero, hombre de Dios. ¿Qué haces? ¿Quién se ha muerto?
            —Mi juventud, padre. Mi juventud.
            Las lágrimas del campanero mayor rodaban por sus mejillas sin control. Los recuerdos se amontonaban en su mente tropezando unos con otros, atropellándose y dando motivos para deshacerse en llanto.
            El cura al verlo en ese estado se asustó, y acercándose a él intentó serenarlo, infundirle ánimos e intentar averiguar quién era el difunto.
            En misa de doce el cura, en su homilía, recordó su juventud, y la de José, y la de muchos de los presentes. Todos recordarían aquel día como uno para no olvidar.
Terminada la misa José volvió a casa, y cogiendo un disco de vinilo lo puso en la vieja gramola que adornaba un rincón del salón. El espacio fue ocupado por las notas de Stayin’ Alive de los Bee Gees.
            El cielo se inunda con voz de falsete, y los ángeles bailan bajo las luces que el sol hace llegar al girar su gran bola de fuego.
            Descansa en paz Robin Gibb.

22 abril 2012

La deuda


Tras un día estresante, echaba de menos el calor del hogar, una reparadora ducha, un vaso de espléndido licor y un buen libro. Pero el asfixiante viaje en metro se hacía interminable. Cuando por fin salí al exterior, respiré el refrescante aire contaminado de la ciudad.
     Al llegar revisé el buzón. Estaba a rebosar de publicidad y recibos, pero entre ellos un sobre extraño, sin remite. Llamó mi atención por el tipo de letra gótica utilizada para escribir mi nombre. Mi primera reacción fue abrirlo, pero la repentina aparición de algunos vecinos me hizo desistir.
Una vez acomodado y en batín, recogí el contenido del buzón que había casi olvidado en el mueble del recibidor junto con las llaves. Volví a sostener el dichoso sobre. El papel era de un tipo extraño, grueso y áspero. Admiré la letra escrita, al parecer por los rasgos gruesos y corridos, con pluma y tintero. Pensé: «¿Quién en los tiempos que corren puede hacer uso de tal instrumento de escritura?».
Imaginaba al autor escogiendo, entre varias, la pluma de ave adecuada, con el grosor justo para que al biselar la punta retuviera la tinta necesaria y poder escribir, al menos, dos o tres palabras completas. Imaginé que se trataría de alguien que conocía muy bien la letra gótica y su técnica para dibujarla. La tinta empleada no parecía la habitual que se puede comprar en una papelería, tenía un color ocre, y cada palabra estaba rematada con un giro, a modo de punto, que no hacía ligera su lectura.
Leí mi nombre y primer apellido, no había más, ni dirección ni nada que indicara qué persona la enviaba. Sin embargo, llevaba un matasellos en la parte superior, de esos que se estampan en las cartas sin sello. ¡El sello! No había caído en ese detalle. No llevaba ninguno, al menos pegado, pero sí lo tenía dibujado, con gran esmero, con la misma tinta y trazos.
Le di la vuelta y volví a comprobar que no figuraba ningún remite que pudiera mostrar el origen. También me llamó la atención el tipo de cierre empleado en el sobre. Vi restos de un pegamento que en un principio me pareció pasta. Una mezcla de harina y agua.
Estaba tan fascinado con el sobre que no quise rasgar ni un milímetro de aquel papel, por lo que me empleé a fondo con el abrecartas. Cuando conseguí abrirlo, extraje la carta del interior del mismo material que el sobre.
Me quedé helado al ver, con una caligrafía excelente, el inicio de esa carta: «Valencia, a cuatro de Mayo del año del Señor de mil ochocientos diez. Vuestra Merced que, cuando lea esta carta vivirá, es mi deseo, en Gracia con Dios, y aunque en los años venideros, que a este humilde servidor le cuesta calcular…»
Una sensación extraña provocó que dejara rápidamente aquel sobre y su contenido encima de la mesita baja que tenía enfrente. Me hice mil y una preguntas, ¿quién, cómo, cuándo, por qué? La volví a coger con la intención de aclarar todas las dudas.
Me llevó un tiempo acostumbrarme a la letra pero conseguí enterarme de su contenido. Al parecer un tal Don Alfredo de Castellnova y García, tenía una deuda con un antepasado mío que no pudo resarcir debido a la repentina muerte de éste a manos de unos nativos del Brasil. Intentó encontrar a alguien de su familia sin éxito, y como era un hombre de palabra, encargó a su bufete que en cuanto se encontrara un descendiente vivo, se le entregara esta carta, y se le compensara la deuda.
A la mañana siguiente, sin haber conciliado el sueño, me desplacé al centro de la ciudad donde un anticuario, amigo de toda la vida, tenía su negocio. Quedó fascinado al examinar el sobre en la trastienda. Me dijo que ese papel era original, que no se fabricaba desde hacía ochenta años, y que la pasta con la que estaba pegada la solapa era, como imaginaba, una mezcla de harina y agua en la proporción adecuada para que sirviera de adhesivo.
En la oficina de correos después de dar muchas patadas, y comprar lotería para los funcionarios jubilados, me indicaron que según el registro postal la carta la había enviado un despacho de abogados. Con la dirección en la mano salí dispuesto a que se me aclarara el significado de todo aquello.
La sensación de recibir una herencia que acabara con todos los males económicos por los que pasaba, inundó mi corazón y mi mente. En un taxi me dirigí a la dirección indicada por la oficina postal; previamente había anunciado mi visita adelantándola a través del teléfono.
La decoración del bufete era espléndida, señorial, sobria a la vez que elegante. Me hicieron pasar a un espacioso despacho donde extrañamente el único mobiliario eran unas estanterías en las paredes. Una amable señorita me indicó que muy pronto me atenderían.
La primera estocada me atravesó el costado. La quemazón de la punzada me dejó sin aire e hizo que me inclinara hacia adelante sujetándome la herida. El tirador, acompañado por dos personas serias y correctamente vestidas, aparentaba tener aproximadamente mi edad y me hablaba de cobrar la deuda de la misma manera que lo habría hecho su antepasado.
 La segunda, rápida y certera, me seccionó en dos el corazón, y antes de que el acero del florete abandonara mi cuerpo, pude ver con toda claridad la satisfacción en la cara de mi matador. 

23 marzo 2012

El hipnotizador


—Se dice que para dejar de fumar primero hay que desearlo, pero no un deseo banal, de capricho, no. Hay que proponérselo de verdad, con ganas. Claro que esto lo dicen aquellos que nunca han sido fumadores, y no han sentido el poder de la nicotina nublando la voluntad, los sentidos…

El ponente captó, con esta breve introducción, la atención del personal que abarrotaba la sala del teatro Altear, donde mostraría que con la hipnosis se podía curar la adicción a todas las drogas. Tras dos horas exponiendo razones, estudios y toda clase de experimentos realizados por las más prestigiosas universidades, se dispuso a poner en práctica su teoría con una demostración que daría mucho que hablar.

—¿Cuántos de ustedes quieren dejar de fumar?

Pocas manos se alzaron pero el conferenciante escogió a tres y los hizo subir al escenario a la vez que pedía un aplauso.

Sus ayudantes colocaron a dos de los voluntarios en los extremos y al tercero en el centro. Mientras tanto, el ponente se dirigía al público.

—Para que este experimento pueda ser creíble, y no se piense que es una farsa, uno de ellos no abandonará su adicción al tabaco, mientras que los otros dos vomitarán cada vez que enciendan un cigarrillo. ¿Alguien conoce a alguno de estos caballeros?

Una persona se levantó del asiento contiguo a dos de los que quedaron vacíos, entre las chanzas de los que le rodeaban.

—Yo conozco a dos —dijo con risa entrecortada.

—Señáleme uno.

Con una mueca, que intentaba disimular una incipiente risotada, señaló al situado al extremo derecho del escenario.

—¿Es muy fumador?

—¡Ya lo creo, se lo fuma todo! —dijo soltando una gran carcajada acompañada por las de sus acompañantes.

—Muy bien, a partir de hoy no lo volverá a hacer.

Se pidió silencio en la sala. Se bajaron las luces quedando sólo la intensa iluminación de unos focos sobre las cabezas de los voluntarios. El conferenciante, con la parsimonia que requería la ocasión, fue uno a uno hablándoles en voz baja y tranquilizadora, mirándoles a los ojos con fijeza y sin blandir ningún objeto frente a ellos.

Al cabo de pocos minutos los tres hombres, objeto del experimento, sudaban visiblemente. Cuando el ponente acabó pidió que las luces volvieran a iluminar el escenario. No parecía que hubiera pasado nada. Los voluntarios estaban de pie sin muestras de sumisión, adormecimiento u otro síntoma de haber sido hipnotizados. El conferenciante los hizo bajar y ocupar sus asientos, al tiempo que se dirigía al público invitándoles a que averiguaran quién de los tres seguiría fumando.

Un murmullo inundó la sala. Los responsables del acto, en previsión, difundían por megafonía que dentro del teatro no estaba permitido fumar. Los gritos de “Fraude”, “Embaucador”, fueron algunos de los que se oyeron mientras las luces del escenario se apagaban, concluyendo el acto sin más explicaciones por parte del protagonista de la conferencia.

En la calle los tres voluntarios fueron rodeados por el público que salía del teatro. A uno de ellos se le ofreció un cigarrillo; lo cogió y se lo llevó a la boca. Risas y burlas se exteriorizaron, pero cuando al encender el cigarrillo el humo inundó sus pulmones, un gran vómito manchó el pecho de algunos de los escépticos que lo rodeaban.

Lo mismo ocurrió con otro de los voluntarios, mientras que al tercero se le vio disfrutar de aquel tabaco. Entre la gente comenzó una pequeña discusión. Unos pasaron a ser creyentes, mientras que otros se mantenían en su escéptica opinión de que se había llegado a un acuerdo con ellos.

El atestado de la policía narraba los hechos tal y como los testigos lo relataron. El juez dio orden de arresto contra el ponente de aquella conferencia, y pocas horas después lo tuvo ante su presencia.

—Dígame. ¿Qué les hizo?

—Nada —contestó—, en tan breve tiempo no pude hipnotizarlos, además uno de ellos me dijo que no creía en esas cosas, y si alguien no está dispuesto no se le puede hipnotizar.

—¿Me está diciendo que la hipnosis es un cuento?

—No. Le digo que la hipnosis requiere tiempo, y sobre todo estar preparado para ello.

—Entonces, ¿cómo explica los hechos?

—No es difícil. Dos de ellos se habían pasado con el alcohol antes de la conferencia, el olor que emanaban los delataba, y el calor de los focos aumentó el mareo. Cuando salieron a la calle el cigarrillo ofrecido fue el detonante. Sume usted embriaguez, mareo y añada un golpe de tos…

—Y, ¿qué me dice del tercero?

—El tercero era un delincuente, un hombre de baja estofa al que pagué para que se presentara voluntario. Siempre lo hago, por si falla el público.

—¡Ya! ¿Y cómo explica que fuera el punto de mira, el objetivo?

—No tengo explicación para eso.

—Así qué suben al escenario tres voluntarios, dos ebrios y otro pagado por usted. A sabiendas de que no podía hipnotizarlos, hace… el paripé, desaparece haciendo creer a todos que los había metido en trance, y ya está.

—Correcto, señor.

—Luego salen a la calle, y dos de ellos después de encender un cigarrillo y vomitar se lanzan sobre el tercero, y en el furor de la riña acaban en medio de la calzada siendo atropellados por un vehículo que no pudo esquivarlos, teniendo como resultado dos muertos y uno muy grave. ¿Y usted me dice que todo eso ocurrió así, sin más, por enajenación transitoria de personas que no se conocían de nada?

—Si usted lo dice…

El juez dio por concluido el interrogatorio. Al no encontrar nada que pudiera señalarlo como causante de los hechos le permitió que se marchara, no sin antes decirle que estuviera a disposición del juzgado por si necesitaba volver a interrogarlo.

El conferenciante fue directo al hotel donde estaba alojado. Al llegar a su habitación llamó por teléfono. Al otro lado contestó una mujer.

—Hecho —dijo.

—Gracias.

El conductor del vehículo, ejecutor de la muerte de dos de los voluntarios, titubeaba ante las preguntas del instructor del juzgado. Sus declaraciones se contradecían a medida que avanzaba el interrogatorio. El juez concluyó que el conductor era parte activa de un asesinato, por lo que ordenó que se le detuviera, al menos, durante setenta y dos horas.

Posteriormente el juez se desplazó al hospital donde se encontraba el único superviviente de los tres voluntarios. El médico de guardia permitió que fuera interrogado.

El hombre herido relató que el ponente le ofreció bastante dinero para que fingiera ser un voluntario en un experimento de hipnosis.

—Me dijo que no me hipnotizaría y que solo tendría que fingir.

—¿Qué pasó en la calle?

—No lo sé, se lo juro, de pronto se abalanzaron sobre mí y comenzaron a golpearme. Estaban locos, fuera de sí.

—¿Y en el escenario, qué le dijo mientras simulaba hipnotizarlo?

La respuesta del herido fue el desencadenante de una operación que llevó a la detención del conferenciante. Se le acusó, junto al conductor del vehículo, de incitar al asesinato de dos personas, y del intento de una tercera. El juez instructor redactó un informe en el que se detallaba cómo se preparó la venganza contra los tres hombres causantes de que una mujer fuera violada, robada y abandonada a su suerte.

En el juicio quedó demostrado que el acusado buscó, encontró y pagó a los tres voluntarios para que subieran al escenario, y que una vez allí hipnotizó a dos de ellos, no sólo para quitarles el vicio de fumar sino para que, cuando vieran fumar al tercero pensaran que se encontraban solos en el callejón oscuro y solitario donde se perpetró la violación, debiendo entonces eliminarlo, pues tenía intención de denunciarlos por tan execrable delito. Y que el verdugo, un sicario pagado por el acusado, debía esperar con su furgoneta el momento más adecuado, siguiéndolos si fuera preciso, para atropellarlos y matarlos simulando un accidente. Acto que realizó al ver que en el furor de la pelea se lanzaron en mitad de la calzada.

Los declararon culpables. La sentencia fue firme. Fueron condenados al máximo de pena que la ley indicaba para aquel delito. Pero algo sorprendente ocurrió antes de que el juez rubricara, con su golpe de mazo, aquella sentencia. Al grito de “justicia”, dado por uno de los acusados, el policía que los custodiaba sacó su arma y allí, delante de testigos, descerrajó dos tiros al tercer voluntario.

A través del gran tumulto que se organizó en la sala de lo penal número once, una mujer se abrió paso hasta el hipnotizador, y susurrándole al oído le dijo: “Ahora sí que ha cumplido el trato”.