Tras un día estresante, echaba de
menos el calor del hogar, una reparadora ducha, un vaso de espléndido licor y
un buen libro. Pero el asfixiante viaje en metro se hacía interminable. Cuando
por fin salí al exterior, respiré el refrescante aire contaminado de la ciudad.
Al
llegar revisé el buzón. Estaba a rebosar de publicidad y recibos, pero entre
ellos un sobre extraño, sin remite. Llamó mi atención por el tipo de letra gótica utilizada para escribir mi nombre.
Mi primera reacción fue abrirlo, pero la repentina aparición de algunos vecinos
me hizo desistir.
Una vez acomodado
y en batín, recogí el contenido del buzón que había casi olvidado en el mueble
del recibidor junto con las llaves. Volví a sostener el dichoso sobre. El papel
era de un tipo extraño, grueso y áspero. Admiré la letra escrita, al parecer por
los rasgos gruesos y corridos, con pluma y tintero. Pensé: «¿Quién en los
tiempos que corren puede hacer uso de tal instrumento de escritura?».
Imaginaba al
autor escogiendo, entre varias, la pluma de ave adecuada, con el grosor justo
para que al biselar la punta retuviera la tinta necesaria y poder escribir, al
menos, dos o tres palabras completas. Imaginé que se trataría de alguien que
conocía muy bien la letra gótica y su
técnica para dibujarla. La tinta empleada no parecía la habitual que se puede
comprar en una papelería, tenía un color ocre, y cada palabra estaba rematada
con un giro, a modo de punto, que no hacía ligera su lectura.
Leí mi nombre
y primer apellido, no había más, ni dirección ni nada que indicara qué persona la
enviaba. Sin embargo, llevaba un matasellos en la parte superior, de esos que se
estampan en las cartas sin sello. ¡El sello! No había caído en ese detalle. No
llevaba ninguno, al menos pegado, pero sí lo tenía dibujado, con gran esmero,
con la misma tinta y trazos.
Le di la
vuelta y volví a comprobar que no figuraba ningún remite que pudiera mostrar el
origen. También me llamó la atención el tipo de cierre empleado en el sobre. Vi
restos de un pegamento que en un principio me pareció pasta. Una mezcla de
harina y agua.
Estaba tan
fascinado con el sobre que no quise rasgar ni un milímetro de aquel papel, por
lo que me empleé a fondo con el abrecartas. Cuando conseguí abrirlo, extraje la
carta del interior del mismo material que el sobre.
Me quedé
helado al ver, con una caligrafía excelente, el inicio de esa carta: «Valencia,
a cuatro de Mayo del año del Señor de mil ochocientos diez. Vuestra Merced que,
cuando lea esta carta vivirá, es mi deseo, en Gracia con Dios, y aunque en los
años venideros, que a este humilde servidor le cuesta calcular…»
Una sensación
extraña provocó que dejara rápidamente aquel sobre y su contenido encima de la
mesita baja que tenía enfrente. Me hice mil y una preguntas, ¿quién, cómo,
cuándo, por qué? La volví a coger con la intención de aclarar todas las dudas.
Me llevó un
tiempo acostumbrarme a la letra pero conseguí enterarme de su contenido. Al
parecer un tal Don Alfredo de Castellnova y García, tenía una deuda con un
antepasado mío que no pudo resarcir debido a la repentina muerte de éste a
manos de unos nativos del Brasil. Intentó encontrar a alguien de su familia sin
éxito, y como era un hombre de palabra, encargó a su bufete que en cuanto se
encontrara un descendiente vivo, se le entregara esta carta, y se le compensara
la deuda.
A la mañana
siguiente, sin haber conciliado el sueño, me desplacé al centro de la ciudad
donde un anticuario, amigo de toda la vida, tenía su negocio. Quedó fascinado
al examinar el sobre en la trastienda. Me dijo que ese papel era original, que
no se fabricaba desde hacía ochenta años, y que la pasta con la que estaba
pegada la solapa era, como imaginaba, una mezcla de harina y agua en la
proporción adecuada para que sirviera de adhesivo.
En la oficina
de correos después de dar muchas patadas, y comprar lotería para los
funcionarios jubilados, me indicaron que según el registro postal la carta la
había enviado un despacho de abogados. Con la dirección en la mano salí
dispuesto a que se me aclarara el significado de todo aquello.
La sensación
de recibir una herencia que acabara con todos los males económicos por los que
pasaba, inundó mi corazón y mi mente. En un taxi me dirigí a la dirección
indicada por la oficina postal; previamente había anunciado mi visita
adelantándola a través del teléfono.
La decoración
del bufete era espléndida, señorial, sobria a la vez que elegante. Me hicieron
pasar a un espacioso despacho donde extrañamente el único mobiliario eran unas
estanterías en las paredes. Una amable señorita me indicó que muy pronto me
atenderían.
La primera
estocada me atravesó el costado. La quemazón de la punzada me dejó sin aire e
hizo que me inclinara hacia adelante sujetándome la herida. El tirador,
acompañado por dos personas serias y correctamente vestidas, aparentaba tener
aproximadamente mi edad y me hablaba de cobrar la deuda de la misma manera que
lo habría hecho su antepasado.
La segunda, rápida y certera, me seccionó en
dos el corazón, y antes de que el acero del florete abandonara mi cuerpo, pude
ver con toda claridad la satisfacción en la cara de mi matador.
El castellano es un idioma muy rico en matices. "Compensar la deuda" tiene dos posibles significados, pero siempre pensamos en el que más nos conviene a nosotros.
ResponderEliminarEn este caso salió el tiro por la culata y la venganza se consumó...
Como yo reciba un día de estos una carta de ese tipo la quemo directamente, vamos :-)
Un abrazo.
Oski.
Ah, recuerdo este cuento, sí... Pero no es el mismo, quiero decir, es el mismo pero "está más bueno".
ResponderEliminarEse final...
Abrazos!