03 diciembre 2013

La historia que nunca fue contada



Ya estamos en diciembre, mes por excelencia de  buenos deseos, y los míos son para todos vosotros:

¡Felices fiestas! Y no abuséis del turrón.





La historia que nunca fue contada


            —¡Abuelo! ¿Me cuentas una historia?
            —¡Claro!
            El abuelo se sentó en el borde de la cama y carraspeó.
            A través de la ventana se veía una luna grande, reluciente, escuchando la historia que el abuelo contaba a su nieto.
            —¡Hola, Luna!
            La luna estaba tan ensimismada que no oyó que la estaban saludando. El meteorito chocó contra la superficie de Luna para que le hiciera caso.
            —¡Eh! ¿Qué ocurre?
            —¡Vaya! —dijo el meteorito— ¡Por fin!
            Luna le dijo que estaba escuchando la historia que aquel abuelo le contaba a su nieto.
            —¡Bah! —exclamó el meteorito— ¿Quieres oír una buena historia?
            —¡Claro! —dijo Luna entusiasmada.
            El meteorito se acomodó en el cráter que había formado, y la comenzó:
            En una ocasión todas las estrellas errantes fueron convocadas por el Creador. Ninguna de ellas sabía el motivo de la reunión. Muchas de ellas tuvieron que variar su trayectoria para poder concurrir a la cita.
            —Os he convocado porque una de vosotras será elegida para una misión muy especial.
            Las estrellas, coquetas, comenzaron a mostrar sus mejores luces, otras, orgullosas, peinaban sus largas y resplandecientes colas. Todas quisieron enseñar sus encantos intentando, con ello, ser las elegidas.
            De pronto desde la lejanía se oyó una voz que gritaba:
            —¡Cuidado! —Una estrella se acercaba con rapidez— ¡No puedo frenar!
            Las que estaban en el exterior intentaron apartarse para que no chocara con ellas, pero comenzaron a tropezar unas con otras. Aquella estrella, a medida que se acercaba, cogía más y más velocidad. La estrella llegaba con tanta fuerza, que de no ser por la intervención del Creador, habría ocurrido una catástrofe de incalculable resultado.
            —Siempre es la misma.
            Las protestas fueron lanzadas como balas de cañón.
            —Lo siento —se disculpó—, pero no encontraba el punto de reunión.
            —No me extraña —dijo despectiva una estrella que relucía más que las demás—, siempre vas sin rumbo fijo. En alguno de tus despistes tropezarás con alguna de nosotras y habrá un desastre.
            El Creador, después de restablecer el orden, les dijo que pronto ocurrirá algo sorprendente. Todas las estrellas manifestaron su asombro y se interesaron por el evento.
            —Una de vosotras —continuó el Creador—, sólo una, lo descubrirá. Aquella que lo consiga no se apagará nunca.
            Todas las estrellas errantes lanzaron multitud de preguntas. Todas menos la estrella que había llegado tarde. Nada más oír al Creador se alejó con rapidez en busca de algún signo que mostrara lo anunciado. Preguntó aquí y allá. Fue de galaxia en galaxia, pero no consiguió averiguar nada. En su recorrido se encontró con otra estrella errante y le preguntó si había averiguado algo.
            —¡Ja! A ti te lo voy a contar.
            Cansada de tanto buscar se acercó a una estrella a cuyo alrededor giraban ocho planetas. Le contó lo que estaba buscando y le preguntó si conocía de algún acontecimiento extraordinario que se estuviera formando.
            —¿Qué tipo de evento? —pregunto la estrella que dijo llamarse Sol.
            —No lo se, pero imagino que será algo espectacular.
            —Lo siento, no tengo noticia de nada. Por aquí poca cosa suele ocurrir, todo es rutinario. Eres la primera estrella errante que se acerca en mucho tiempo.
            Las dos estrellas se quedaron hablando. La estrella errante se interesó por el sistema planetario de Sol. Ésta le contó que los ocho planetas, que ahora giraban a su alrededor, eran estrellas como ella pero que fueron apagándose poco a poco hasta que dejaron de brillar. Sol fue la única que no se debilitó, al contrario, cada vez cogía más y más fuerza a medida que otras estrellas, sin rumbo fijo, se fueron uniendo a ella. Como fue la más grande, las estrellas apagadas, a las que llamó planetas, comenzaron a girar a su alrededor.
            —Por cierto —dijo Sol— ¿Cómo te llamas?
            —No tengo nombre. Será porque nunca nadie me lo ha puesto.
            Esto último lo dijo casi con tristeza. Hasta ese momento no se había dado cuenta que debía ser el único cuerpo celeste sin nombre. Observó a los planetas que giraban alrededor de Sol y observó que cada uno tenía un tamaño.
            —Ese tiene un color azul ¡Qué gracia!
            —Es el único que tiene seres vivos.
            —¡Anda! —exclamó la estrella sin nombre— ¿Puedo acercarme?
            —¡Claro! —dijo Sol—, pero ten cuidado no tropieces con su satélite.
            La estrella errante se acercó con cuidado para poder curiosear a los seres vivos que habitaban aquel planeta azul.
            Le llamó la atención dos de aquellos seres que viajaban con otro diferente, y sobre el cual iba uno de ellos, y preguntó a Sol. La explicación que le dio la interesó más y se fijó en ellos. Según le dijo Sol eran un varón y una hembra que viajaban con otro que usaban para transportar cosas.
            —Ellos los llaman animales —dijo Sol—, y ese que llevan esos dos le llaman burro.
—Se les ve cansados —comentó la estrella sin nombre.
            Decidió seguirlos para ver qué hacían y donde se dirigían. Parecían errantes como ella.
            Desde otro lugar del planeta azul tres seres que observaban el universo vieron a la estrella errante que se movía despacio, y siempre en la misma dirección. Hacia el oeste. Cada uno de ellos, distantes unos de los otros, decidieron seguir aquella estrella.
            Al caer la tarde el más anciano acampó cerca de un oasis. Con las hogueras encendidas en mitad de la oscuridad llegó al oasis Gaspar, quien pidió asilo en el campamento. A punto de compartir la cena apareció el tercero con piel oscura.
            Melchor, Gaspar y Baltasar compartieron cena y motivo de viaje. Los tres coincidieron en que aquella estrella les estaba guiando hacia un lugar donde ocurriría algo extraordinario. Lo que no sabían era que aquella estrella, errante y sin nombre, estaba motivada por su curiosidad hacia José y María que junto con su burro caminaban a Belén para ser empadronados.
            —¡Estrella errante! —Gritó Sol— ten cuidado, casi tropiezas con el satélite.

            —¡Huy, perdón! —Se apresuró a decir.

            Luna recordó la historia que estaba contando el meteorito y con una gran sonrisa dijo:
            —¡Es verdad! Ya me acuerdo, casi tropezamos. No recuerdo muy bien que hacía allí esa estrella, pero continúa la historia.
            El meteorito volvió a acurrucarse en la superficie de Luna y siguió con su historia:

            La estrella errante estaba obsesionada con aquella pareja de seres que viajaban con ese extraño animal. Los seguía observando todos los movimientos. Vio como les negaban lugares donde cobijarse y donde, por fin, les dejaron pasar la noche.
            —¡Sol! —le gritó sin moverse ni perder la vista de aquellos seres— ¿Qué le ocurre a la hembra?
            Sol miró sin poder acercarse, para no variar el orden de las cosas, y con una sonrisa contestó:
            —Esos seres se reproducen de esa manera. Ella lleva una vida dentro, y pronto habrá otro ser en ese planeta.
            —Pero… Parece que siente dolor, mucho, diría yo.
            —Así es como lo hacen.
            La contestación de Sol hizo que se interesara más sobre la situación de esos seres. Tan absorta estaba con aquella pareja que no se movió un milímetro del lugar donde se encontraba, y eso fue motivo para que Melchor, Gaspar y Baltasar comprendieran que estaba indicando el lugar exacto donde, según todas la profecías, iba a nacer el Rey de reyes, el libertador, el hijo de Dios.
            En un momento de la noche la estrella errante observó como la hembra se retorcía de dolor.
            —¿Qué está ocurriendo? —preguntó a Sol.
            —No te preocupes, está naciendo el nuevo ser.
            En ese instante unas estrepitosas y mágicas trompetas sonaron en el espacio. La estrella errante se asustó, pero la voz tranquilizadora del Creador le dijo:
            —No sientas temor. Ahí, en ese planeta azul se ha producido aquello que todas las estrellas errantes han estado buscando, y que tú has encontrado. Allí, en ese establo, sobre ese pesebre, reposa el que redimirá los pecados de todos los habitantes de ese planeta azul. Ahí ha nacido mi hijo, al que le llamarán Jesús.
            La estrella errante estaba sorprendida ¿Ella había encontrado el acontecimiento? Pero si… En aquel instante comprendió que era ella la destinada para revelar el acontecimiento. Miró y observó como multitud de seres se acercaban al establo con presentes que dejaban a sus pies. Vio como tres de aquellos seres llegaron en extraños animales; camellos le dijeron que se llamaban, y con verdadera devoción dejaban regalos que, por las exclamaciones de los que los rodeaban, eran, sin duda, de valor. Sintió alegría, no sólo por ser ella la elegida sino por lo que oyó a continuación.
            —Desde hoy te llamarás La estrella de Belén, y en ese planeta te recordarán durante toda la eternidad. Jamás se apagará tu luz, y cada 76 años del paneta azul, volverás a pasar por aquí.
            La estrella de Belén comenzó su viaje moviendo su larga cola iluminada, al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas: «¡Tengo nombre!».

            —¡Caray! —gritó Luna— Me había olvidado de todo aquello.
            El abuelo, levantándose con cuidado de la cama para no despertar a su nieto, apagó la luz del cuarto y se retiró diciendo en voz baja el final de su historia:

            —…y la estrella de Belén se fue contenta por ser ella quién descubrió el acontecimiento buscado.

19 noviembre 2013

Tu nombre

Te vi pasar en una ocasión cerca de mi, casi me rozaste. Tu presencia no pasó desapercibida puesto que me volví, para observarte, una vez me rebasaste. Te vi de nuevo en la televisión, en el cine y otros lugares más donde era imposible notarte tan cerca como en aquella ocasión.
            Siempre me he arrepentido de no haberte dicho algo cuando te tuve tan cerca. Haberte piropeado, llamado, susurrado ¡Algo!, pero me limite a verte pasar, sin más. Durante toda mi vida ha sido igual, y eso me ha conducido a lo que soy, un pobre ser falto de todo: Afecto, tranquilidad, sosiego.
            Ahora, en el último trayecto de mi vida hago repaso de lo que fue, y descubro con tristeza lo que pudo ser. Todos esos lugares que no pude visitar, todas las alegrías que no disfruté, las tristezas que no compartí, los dolores que amasé, los odios que esparcí y la angustia con la que me cubrí en algunos momentos de soledad.
            Llegas tarde, aunque como se suele decir: Más vale tarde que nunca, porque aunque sólo sea ahora te deseo y te anhelo con endemoniada avaricia. ¡No!, no hace falta que me digas quién eres, lo sé, te conozco muy bien. Te he visto en muchas caras, en demasiadas formas de vida, en lugares maravillosos. Situaciones deseadas por lo lejanas que se veían.
            ¿Tu nombre? ¡Ah! Felicidad, Dicha, Bienestar, Prosperidad, Fortuna, Bonanza. Tantos nombres que se hace complicado pronunciar cuando se han querido gritar ante la imposibilidad de sentirlos.

            Me voy de este mundo sabiendo que tú siempre llegas aunque, como en esta ocasión, sea con mi último suspiro.

31 octubre 2013

¡Cuál gritan esos malditos!



            En mi lugar de origen, desde hace mucho tiempo, al llegar noviembre, se saborean unos pastelitos de mazapán a los que se les llama: “Huesitos de santo”. Hubo una época en que se comían después de una buena cena y,  sobretodo, viendo la obra de Zorrilla: “Don Juan Tenorio”.
            Durante siglos, en otoño, al llegar la fiesta de difuntos, ese infame burlador, ese sevillano astuto, ese…, personaje envidado por todos los hombres, como dijo en una ocasión Ortega y Gasset, se deshace de amor por la única mujer que supo pararle los pies: “Doña Inés”.
El teatro de José Zorrilla y Moral, ese vallisoletano amigo de escritores ilustres como Espronceda o Dumas, creó a Don Juan Tenorio, pecador empedernido, cuyo perdón agradece el público con el triunfo del amor.
El siglo XX trajo la televisión. Gran invento. Sin salir de casa podías tener en el salón espectáculos musicales, teatrales y deportivos. A través de ese medio Don Juan siempre fue fiel a su cita, creando tradición.
            Fue tal la audiencia, que las calles quedaban desiertas. Año tras año se creaba expectación por saber quién representaría a Don Juan y quién a Doña Inés.
            ¡No hay mal que cien años dure! Esto es lo que debieron pensar aquellos a los que el amor entre una novicia y un arrogante vividor, sólo les provocaba hastío.  Y fue así como se importó la diversión y el desenfreno de Halloween. Olvidando el drama de la salvación de una condena eterna a Don Juan por el amor de Doña Inés.
            Zorrilla fue relegado por máscaras y disfraces de monstruos y brujas, que se divierten en discotecas y fiestas privadas. Lugares donde el alcohol corre como un rio sin retorno, y la falsa felicidad está asegurada con sólo desinhibirse de la realidad. Pero yo me pregunto: ¿Aparte de los disfraces, en qué se diferencia esta fiesta de cualquier otra? ¿Qué tienen que ver las brujas, los zombis, el miedo y las calabazas con el amor y el perdón?
            Siento no conocer la respuesta. Así lo hice saber ante el comité que, como castigo, me devolvió a la tierra para averiguar el motivo de mi olvido ¡Sí! Mi olvido, y junto al mío el de mi amada, Don Luis Mejía y hasta el de mi fiel Ciutti, del que ya nadie recuerda ni su nombre de pila.
            Y así, relegados, vivimos entre las tapas de un libro que un día se cerró para abrirse sólo en caso de aburrimiento.

 ¡Pero mal rayo me parta
 si en concluyendo la carta
no pagan caro sus gritos!

¡Noviembre es el mes de Don Juan Tenorio!

¡Volveré!

02 octubre 2013

La cacería


—¡Nunca, nunca hagas eso!
            —Pero…
            —¡Nunca! En la caza debes ser el más inteligente.
            —Vamos, ya lo asimilará —dijo ella—, ya es tarde, mañana seguiréis. Y tú, trasto, aprovecha ahora para jugar un rato.
            —¡Todas las madres iguales! Vete, anda ¡Pero no tardes!
            El padre estaba preocupado, la comida escaseaba y cada vez era más difícil dar de comer a su familia.
            —No te preocupes, nuestro pequeño aprenderá.
            —Tiene que hacerlo, necesito su ayuda. Estoy ya viejo.
            El sol brillaba en lo alto del bosque. Padre e hijo habían salido de caza. Encontraron el rastro de unos conejos. Se trataba de dos, tres quizás. Las huellas se amontonaban tanto que, había que ser un experto rastreador para poder distinguir el número de piezas.
            Recorrieron el terreno durante dos horas. Sigilosos, prevenidos y hambrientos. Al llegar a un claro el padre detuvo a su hijo. Sin sonido, sólo una seña. El joven se colocó con rapidez en su posición, atento a las indicaciones de su padre.
            La noche anterior había escuchado, por fin, las palabras que tanto deseaba oír.
            —Hace falta comida. Mañana saldremos a por ella.
            Tuvo el impulso de saltar de alegría, gritar, pero se contuvo.
            Le costó conciliar el sueño pensando en su primer día. Recordaba las palabras de su padre: «El primer día que vengas a cazar, será tuya la primera pieza. Así lo hizo mi padre conmigo, y así lo haré contigo».
            Inmóviles esperaron a que la pieza estuviera segura. La respiración calmada, los músculos tensos, el ánimo templado y dispuesto.
            Tres eran los conejos. Las orejas levantadas, el hocico husmeando el ambiente. Presentían el peligro, y permanecían inmóviles. Hasta que no supieran dónde estaba el riesgo no sabrían hacia dónde correr.
            De pronto una urraca sobrevoló el claro gritando: “¡El hombre, el hombre!”. Los conejos echaron a correr intentando esconderse. Se oyeron dos disparos. Solo uno de los conejos alcanzó la maleza salvando así la vida.
            Dos pares de botas se acercaron a los gazapos mortalmente heridos. Sin mediar palabra, los cazadores fueron con rapidez tras el escapado.
            La luna iluminó el bosque. La madre Lince vio cómo su esposo, acompañado de su hijo, llegaba con las manos vacías. Esa noche no cenaron. Al día siguiente regresarían para intentarlo de nuevo. Si el hombre no se interponía, otra vez, en su supervivencia.