—¡Nunca, nunca hagas eso!
—Pero…
—¡Nunca!
En la caza debes ser el más inteligente.
—Vamos,
ya lo asimilará —dijo ella—, ya es tarde, mañana seguiréis. Y tú, trasto,
aprovecha ahora para jugar un rato.
—¡Todas
las madres iguales! Vete, anda ¡Pero no tardes!
El
padre estaba preocupado, la comida escaseaba y cada vez era más difícil dar de
comer a su familia.
—No
te preocupes, nuestro pequeño aprenderá.
—Tiene
que hacerlo, necesito su ayuda. Estoy ya viejo.
El
sol brillaba en lo alto del bosque. Padre e hijo habían salido de caza. Encontraron
el rastro de unos conejos. Se trataba de dos, tres quizás. Las huellas se
amontonaban tanto que, había que ser un experto rastreador para poder
distinguir el número de piezas.
Recorrieron
el terreno durante dos horas. Sigilosos, prevenidos y hambrientos. Al llegar a
un claro el padre detuvo a su hijo. Sin sonido, sólo una seña. El joven se
colocó con rapidez en su posición, atento a las indicaciones de su padre.
La
noche anterior había escuchado, por fin, las palabras que tanto deseaba oír.
—Hace
falta comida. Mañana saldremos a por ella.
Tuvo
el impulso de saltar de alegría, gritar, pero se contuvo.
Le
costó conciliar el sueño pensando en su primer día. Recordaba las palabras de
su padre: «El primer día que vengas a cazar, será tuya la primera pieza. Así lo
hizo mi padre conmigo, y así lo haré contigo».
Inmóviles
esperaron a que la pieza estuviera segura. La respiración calmada, los músculos
tensos, el ánimo templado y dispuesto.
Tres
eran los conejos. Las orejas levantadas, el hocico husmeando el ambiente.
Presentían el peligro, y permanecían inmóviles. Hasta que no supieran dónde
estaba el riesgo no sabrían hacia dónde correr.
De
pronto una urraca sobrevoló el claro gritando: “¡El hombre, el hombre!”. Los
conejos echaron a correr intentando esconderse. Se oyeron dos disparos. Solo
uno de los conejos alcanzó la maleza salvando así la vida.
Dos
pares de botas se acercaron a los gazapos mortalmente heridos. Sin mediar
palabra, los cazadores fueron con rapidez tras el escapado.
La
luna iluminó el bosque. La madre Lince vio cómo su esposo, acompañado de su
hijo, llegaba con las manos vacías. Esa noche no cenaron. Al día siguiente regresarían
para intentarlo de nuevo. Si el hombre no se interponía, otra vez, en su
supervivencia.
El hombre siempre en el medio de las cadenas tróficas.
ResponderEliminarAl menos el relato no me dejó el regusto amargo de que fuera uno de los linces el abatido.
Abrazos.
fuerte prosa... me gusta.
ResponderEliminarsaludos compañero de foros y letras...
Me ha encantado y sorprendido, aunque con la imagen del lince se veía venir :) Es una triste realidad, el hombre no sabe hacer otra cosa que meterse donde no le llaman. Un saludo!
ResponderEliminarExactamente. me ha parecido genial y, además, soy una entusiasta de todos los felinos, pero yo no hubiera puesto la imagen del lince para provocar una sorpresa mayor.
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