26 septiembre 2020

La rata

La verdad. Clarificadora, odiada y deseada. En ocasiones surge de improviso y, cuando lo hace, al incrédulo lo convierte en creyente. Al ciego le devuelve la vista y al soberbio la prudencia.

 Lo que voy a contar, aunque increíble, es mi verdad.

De camino a casa, después de varios meses de ausencia, sufrí el desfallecimiento de mi transporte. Mi coche, compañero de muchos años, acabó su vida en la cuneta de una carretera solitaria a altas horas de la noche, y cerca de un bosque para mí desconocido.

La oscuridad me obligó a buscar una linterna. Su luz fue breve, pero antes de morir, quizás en solidaridad con mi viejo amigo, me mostró el camino hacia una maravillosa casa colonial que, sin saber cómo, descubrí rodeada por abedules, castaños y una gran variedad de árboles pináceos. 

Me dirigí hacia ella creyéndola la salvación a mi desgracia. A medida que me acercaba mi admiración iba en aumento. Unas lámparas de petróleo iluminaban su porche sostenido por cuatro fabulosas columnas.

La puerta, de madera noble bien pulida, albergaba dos grandes aldabas que la embellecían. Al sonido seco y solemne del metal se respondió con la apertura de la entrada. Ni un alma salió a recibirme. Con prudencia entré dando voces para darme a conocer. Ninguna respuesta.

Su interior, apenas iluminado, mostraba una mansión digna de un terrateniente. En el lado derecho distinguí una ancha y elegante escalera. A la izquierda una puerta de doble hoja, abierta de par en par, albergaba una biblioteca apenas iluminada por el resplandor de una gran chimenea.

—¿Hay alguien aquí?

Volví a gritar. 

Observé junto a la escalera una mesita con un quinqué y un teléfono. Me acerqué, y levantando el auricular comprobé que tenía línea, e hice la llamada para mi rescate. En una hoja de papel, pues no quise ser descortés, escribí mi disculpa y mi agradecimiento por el uso del teléfono.

Pensé que el quinqué serviría para iluminarme el camino de vuelta. Avivé la llama y, al dirigirme a la salida, vi un gran marco en una de las paredes. Al acercarme levanté la lámpara. Una enorme rata peluda me miraba fijamente. La luz hacía brillar sus ojos de forma espeluznante. Abrió la boca, y presa del miedo salí corriendo sin reparar que dejaba las puertas de la casa abiertas.

Corrí y corrí hasta que mis pulmones, necesitados de una buena bocanada de aire, me hicieron parar. Entonces pude comprobar que la infesta rata no me seguía. Miré dónde me encontraba y descubrí que me había perdido. Cogiendo como referencia la casa, que había abandonado precipitadamente, me orienté lo mejor posible dirigiéndome al lugar donde creía se encontraba mi fallecido transporte. 

No podía quitarme de la cabeza la horrible imagen de la rata mirándome fijamente a los ojos, amenazante, dispuesta a saltar sobre mí. Con el vello erizado por el recuerdo continué caminando hasta que vi mi coche. Cuando faltaban unos dos metros para llegar pude distinguir en el cristal del parabrisas la enorme rata. Quedé paralizado. Horrorizado solté la lámpara que, al precipitarse contra el suelo, desparramó el líquido de su interior. En pocos segundos se produjo un incendio que me rodeó.

El fuego elevó sus tentáculos y pude verla con claridad. Su largo y puntiagudo hocico mostraba unos dientes enormes. Las uñas de sus garras, bien afiladas, estaban preparadas para rasgar la carne de su presa. Sus ojos se inundaron de sangre. Por su boca se deslizaba un débil hilo de saliva que, viscosa, tardaba en caer. El miedo me obligó a respirar profundamente el humo y me desmayé.

Cuando desperté apenas pude distinguir figura alguna debido a las vendas que cubrían mi rostro. Intenté llevarme las manos a la cara pero la voz dulce de una enfermera, y el dolor de las quemaduras, me hicieron desistir. Se me informó que me iban a quitar las vendas de la cabeza.

Con una gran excitación, que intentaba disimular, fui notando cómo desenrollaban, sin prisas, la fina tela. Cuando apenas quedaba una vuelta quise abrir los ojos, pero me reprimí. El médico me indicó que los abriera despacio.

—Hay mucha oscuridad —dije.

—No se preocupe, hemos dejado la habitación a oscuras. ¿Ve esta luz?

La luz de una linterna lápiz me buscaba un ojo y luego el otro.

—Sí, la veo.

—Bien —aseveró el doctor—, vamos a encender una lámpara que iluminará el fondo de la habitación donde hay un sillón, ¿puede decirme de qué color es?

Una luz muy suave iluminó la pared que tenía en frente, y apoyada en ella había, efectivamente, un sillón.

—Negro, es de color negro.

Ante la alegría manifestada por la enfermera giré la cabeza sonriendo. Cuando de repente todo se tornó negro y perdí el sentido.

Cuando recobré el conocimiento pude comprobar que me encontraba en una habitación blanca, iluminada por el sol que entraba a través de una ventana, y vi el sillón negro. Observé que seguía cubierto de vendas por todo el cuerpo, incluidas mis manos. En la mesita que tenía al lado había un pequeño espejo. Con gran esfuerzo logré cogerlo y depositarlo sobre mi pecho. Con miedo por descubrir horribles cicatrices en mi cara fui levantándolo poco a poco.

Un grito desgarrador salió de mi garganta inundando toda la planta del hospital. Me faltaba el aire, mi respiración profunda acompañaba a los fuertes latidos de mi corazón que, acelerados, luchaban por escapar. Mi pecho se convulsionaba, mi visión se nubló, y acto seguido sentí una gran paz como nunca había imaginado.

 En la lejanía pude oír al doctor y a la enfermera decir:

—Hora de la muerte las diez y media. 

—¡Pobrecita rata! ¡Lástima!

—Sí, señora comadreja —concluyó el doctor Panda—, lástima.


La verdad. Clarificadora. En ocasiones surge de improviso y, mostrándonos tal y como somos, nos arrebata lo que más queremos.

©Texto de Jesús García Lorenzo


22 septiembre 2020

Fidelidad

Tu mirada penetrante y habladora era lo único que necesitabas. Siento dolor en mi corazón porque, en ocasiones, no he sabido interpretar tus señales.

Vete, busca otro al que ofrecer tu sincera amistad tal y como lo hiciste conmigo. Sin premisas, sin condiciones, con alegría.

Hoy te siento más cerca que nunca. Se me clavan en el alma tus débiles gemidos mientras te consumes tumbado sobre mi lápida.

© Texto de Jesús García Lorenzo

16 septiembre 2020

Benixent

Fui creado en una hoja en blanco cuya virginidad fue rasgada por una pluma experimentada. ¿Mi nombre? Da igual. Es el caso que estoy aquí para contarles una historia. La mía.

El Caid Amur Bel Aldib se enamoró de la hija del Emir. La belleza de Alfara era tan grande que solo las estrellas competían con ella. Cuando Amur y Alfara se conocieron, sus almas jóvenes se lanzaron al amor.

Pero la joven fue prometida a otro hombre por su padre el Emir. 

Una noche las estrellas y la luna se confabularon con Amur, en plena oscuridad escaló la verja de su amor y la raptó.

El Emir clamó venganza y el castillo de Amur fue asediado. El hambre y la muerte se adueñó de sus habitantes. 

En medio de aquel caos Alfara dio a luz a un varón, pero la debilidad no la dejo sobrevivir. El Emir furioso al enterarse de la muerte de su hija lanzó un ataque feroz.

Amur conocedor de que no podría contener el ataque llamó a una de sus sirvientas y le entregó a su hijo.

La batalla fue brutal y causó la captura de Amur, quien fue interrogado, torturado y ejecutado. Durante el interrogatorio el Emir sólo hacía una pregunta: “¿Dónde está mi nieto?”, la respuesta siempre fue: “¿Qué nieto?”.

Al heredero de Amur lo buscaron sin éxito. Desconocedor del drama de su nacimiento el niño creció de casa en casa; varios maestros le enseñaron ciencia y arte, y el pueblo lo llamó Iben-Gent (hijo de la gente).

Cuando los cristianos conquistaron el lugar lo hicieron sin resistencia, su rey sorprendido por la facilidad quiso averiguar el motivo.

Un grupo de ancianos se presentó ante él. Dijeron que en la ciudad no había ejército, sólo administradores elegidos por el pueblo.

Aquel cristiano, astuto e inteligente, se interesó por los valores y la cultura de aquel pueblo sin dueño ni señor. Dos días estuvieron departiendo los ancianos con aquel rey. Dos días enriquecedores. Al final de la segunda jornada los ancianos oyeron la pregunta que esperaban desde el principio : “¿Quién es?”, a los que todos respondieron: “I-ben-i-gent”, “Bien ¿Y donde está?”, el más anciano se acercó a la puerta de la tienda cristiana y abriéndola señaló hacia el exterior, y con voz susurrante contestó: “Mi señor. Tus tropas lo están pisando”.

El transcurrir del tiempo y la mala utilización del lenguaje hizo que a aquel lugar lo llamaran Benixent.

¡No!, no intenten buscar ustedes en el mapa la ubicación de aquel lugar, no lo encontraran, pues al igual que la Atlántida hizo un viaje sin retorno, lo que acabo de  narrarles solo es un cuento, o una leyenda que la pluma de mi creador me ha permitido contar.


©Texto de Jesús García Lorenzo


10 septiembre 2020

Sin título merecido


Hoy me pinté de verde el alma. De verde clorofila, que me gusta. Pero al ver el bosque de color negro, mi alma se tornó gris.


Gris como las manos tiznadas de hollín.


Árboles que en silencio se descarnan en negro sobre blanco.


La paleta del pintor clama venganza ante el horror.


Una mañana unas manos delicadas mirarán y pintarán de nuevo el paisaje, evitando talas y fuego.


Y a mi alma volverá el verde clorofila soñado, y una ardilla recorrerá todo el territorio sin tocar el suelo.


©Texto de Jesús García Lorenzo