26 enero 2022

Altanez


Con una mirada impertinente, gesto desairado, postura altiva y envidiosa, andaba Alicia por este mundo. Gustaba de esos programas de televisión donde los tertulianos destrozan a cualquier famoso con sus comentarios gratuitos.

     Tenía una niña que creció con esa escuela. Si algo no se conseguía no era por falta de medios, posibilidades o de esfuerzo, era porque los Hados se habían confabulado en su  contra. Pero si alguien de su entorno, fuera quien fuera, lo alcanzaba, se aplicaba rápidamente la ley del favoritismo o la compra, y así se destrozaba verbalmente y con rapidez a quien no interesaba. No fallaba nunca.

     No contaba con amigos. Todos eran enemigos. «¡Hasta ahí podríamos llegar!» Se repetía con orgullo manifiesto, y a continuación decía: «Criados servirme que de buena cuna vengo, las clases sociales se crearon por algo, y no precisamente para ser mezcladas». Este pensamiento era su lema y su fuerza.

     —¿Te leo la mano niña?

     —¡Déjela en paz!

     —¡No, mamá!

     —Pero, ¿qué dices?

     La gitana, de ojos negros y cabello azabache, cogió con rapidez y fortaleza la manita que se extendía hacia ella. Paseó, sin rozar su piel, sus dedos sobre la palma, y levantando lentamente la cabeza, dirigió a la madre una mirada penetrante. Alicia se sintió insultada, aquellos ojos hablaban solos y le decían algo que no quería oír.  Con un fuerte tirón apartó la mano de su hija, y entre lloros y a la fuerza se la llevó lejos.

     —¿Qué has visto? —preguntó una joven gitana.

     —Algo que nunca tendrás —contestó la adivina sin dejar de observar cómo se alejaba Alicia y su hija.

     —¿Riquezas, posición, un novio…?

     —Un corazón negro.

     Una risa histérica y repleta de carcajadas, acompañaba a los golpes de cuchillo que en el pecho recibía Alicia de manos de su hija ya adolescente. Un hombre, de raza gitana, miraba espantado desde el alféizar de la puerta, la respuesta que se daba a la negativa de boda. 


 ©Jesús García Lorenzo

16 enero 2022

Una explicación

Sentado. Mirando fijamente a mi acompañante. Con un buen puro habano en una mano y néctar escocés en la otra, escuchaba su verborrea; con ojos abiertos por el asombro al principio, y con interés después.

Él, pierna sobre pierna, me contaba un cuento. El sol nos sorprendió con sus primeros rayos.

Me levanté con el puro apagado por falta de oxigenación, y mi copa sin tocar. Al descorrer las cortinas la luz de la mañana me cegó. Busqué, casi a tientas, un lugar donde depositar mi vaso.

En la habitación solo me encontraba yo. Mi contador de cuentos particular había desaparecido sin dejar rastro. Salí de la biblioteca buscando al que me había mantenido en vela.

Pregunté a la señora Curtis, mi ama de llaves; a los criados, al servicio de la cocina. Interrogué a todos, mozos de cuadra, jardineros…, sin obtener respuesta. Nadie me dirigió la palabra. Ni la mirada.

Me dirigí a las cuadras, furioso. Cuando caí en la cuenta que el habano, apagado, permanecía en mi boca y lo mordí con rabia.

Cabalgué durante horas en un intento fallido de aclarar la noche anterior. Cuando regresé me esperaba junto a la chimenea del salón, alguien que dijo ser el comisario Baxter.

—¡Buenas tardes, señor Swanson!

—Buenas tardes —contesté.

Me habló de un cadáver que había sido encontrado en la parte norte de mi finca. El hecho de que fuera mi propiedad le obligaba a interrogarme.

Me contó, sin mucho detalle al principio, cómo y cuándo encontraron a aquel individuo. Lo más sorprendente fue que no tenía nada que lo identificara, salvo una pequeña marca en la parte posterior de su cuello. Mi corazón se aceleró. El sudor empapó las palmas de mis manos. 

Aquella misma noche fui al lugar indicado por Baxter. Oí unos pasos, al volverme una hoja afilada segó mi garganta. Mientras me abandonaba la vida pude ver caer una gran piedra sobre mi cara.

Cuando la policía interrogó a la señora Curtis y a todo el servicio de la casa, contaron que yo había salido a cabalgar hacía tres noches y no supieron de mí desde entonces. La señora Curtis me identificó por la marca de nacimiento que tengo en la parte posterior del cuello.

Cada noche sigo oyendo la misma historia de mi acompañante, sentado con un habano apagado en una mano, y un vaso de néctar escocés en la otra, buscando una explicación del por qué mi ama de llaves no contesta a mis preguntas, y hace como si no me viera.


©Jesús García Lorenzo


05 enero 2022

Desgraciado


De niño el hambre me atenazaba y moldeaba, forjándome en la fragua de las desgracias. Veía padecer a mis viejos por no poder calmar la hambruna de su hijo, y lloraba. Con ese estigma crecí.

De joven luché, y lo hice como al que la vida le ha negado una mano que lo acaricie o un amor correspondido, y termina lamiéndose las heridas que regala la miseria. Sí, luché contra todo y contra todos para no sentir el barro de unas botas sobre mí. Esas botas que despuntan sobre los desgraciados, y al que ha nacido en el arrabal le hacen masticar muerte.

La pobreza me enseñó a no soñar, porque sólo se sueña con el estómago lleno, y cuando se hace, se pierde el bocado que te hará ser fuerte para mirar cara a cara a la mala fortuna. Porque de eso se trata, nacer con buena o mala fortuna. Y en los primeros golpes recibidos al ver la luz gritas con fuerza y a pleno pulmón: ¡Estoy aquí para vencerte!. Aunque sea ella la vencedora.

Mirando a los ojos descubrí franqueza y malicia. Y supe distinguirlas a fuerza de sangrar en todo menos en el amor. Amores desagradecidos y burlones ante mi corazón jironado. Quise con fuerza y se burlaron, amé con pasión, y me abandonaron como a un vulgar perro al que, de una patada, se expulsa del local donde acomodó su lastimosa vida. Amores interesados que dejé escapar por la alcantarilla de la codicia.

Amé, sí, amé a quien no me amaba hasta que lloré, y seguí viviendo en la muerte y muriendo en la vida.

Cuando adulto, con la lección bien aprendida, destilé sudor de sangre por lo no vivido, por lo perdido. Por lo olvidado.

Sentado en la esquina escucho las notas que un acordeón que derrama con lágrimas lo no sentido, mientras yo, al querer enjugarlas, las ensucio con mi mala suerte. 

Me vendí a quien me ofreciera un plato de sopa. Por comer pan hice daño a quien no se lo merecía. De malas compañías me rodeé, y con ellas me divertí en momentos falsos de felicidad. Desprecié, sólo por el mero hecho de ser mas míseros que yo, y me convertí en esas botas que despuntan sobre la desdicha, la amargura y la desesperación. Llegué a ser lo que despreciaba, deseándolo. Como se desea lo que nunca se ha tenido y nunca se tendrá. Convirtiéndome, si cabe, en más pobre, mirando hacia abajo, buscando mas míseros para no deshacerme y no desaparecer en la pobreza propia.

Como a todo ser viviente llegará —porque a todos llega, a los que vivieron y a los que murieron al nacer y nunca lo supieron— ese momento donde, presentándose allá arriba, se cuentan todas las desdichas padecidas y por padecer. 

Ante el Hacedor hay que contestar esa pregunta que decidirá tu redención o tu castigo: ¿Cómo viviste tu vida? Allí, frente a él, mi respuesta será: ¡La vida la viví como un desgraciado!


©Jesús García Lorenzo