30 octubre 2009

¿Dónde estás, Tenorio?

En estas fechas, que con más intensidad, recordamos a los que se fueron, va mi homenaje a su recuerdo.



¿Dónde estás, Tenorio?


Su mano temblorosa, limpia la foto que preside la lápida. Desde hace diez años, realiza la misma rutina sin faltar ni un solo lunes, su Herminia no se lo perdonaría. Ni ella, ni él, que para eso le juró amor eterno en su boda.

Cansado ocupa un banco que no dista mucho de la tumba. Allí, sentado, le cuenta sus cosas, como en casa al volver del trabajo, porque como él dice: “La vida es una rutina, y se la ve venir, hasta cuando se acaba”.

Esta tarde le vienen a la memoria tiempos pasados, aquellos en los que los dos juntos salían al escenario, e interpretaban sus papeles, « ¡Qué felices éramos, vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.

Las horas pasan muy de prisa cuando se está a gusto, pero la edad avanzada no es buena compañera del frio, y en noviembre ya lo hace, sobre todo al anochecer. El sol se pone en el cementerio, y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide lanzando un beso al aire, como hace cada vez que viene a verla.

Paso a paso, sin prisas, se aleja de Herminia. Se para, mira a su alrededor, y se da cuenta que se ha perdido en aquel lugar tan grande.

—Todas las calles son iguales, ¿cómo no voy a perderme?—, se dice como un reproche.

Se decide por la más iluminada. Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, una leve sonrisa ilumina su arrugada cara, unos pasos más adelante ve a un hombre junto a un nicho.

—Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Me he perdido.
— ¡No faltaba más! –Le contesta—, voy a hacer algo mejor si le apetece, le acompaño, yo aquí ya he terminado.

Los dos juntos recorren el lugar, mientras que hablan de cosas intrascendentes, hasta que el desconocido hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del halloween?”.

Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño que ha hecho a una tradición.

—Comparto su opinión —dice el acompañante—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si volvieras a nacer, como si todo…
— ¿Lo malo no hubiera ocurrido?
—Sí… —, susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.

Siguen camino. La conversación declina en la obra de Zorrilla. Repasan versos, interpretaciones, y ríen.

Llegan a una plaza. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, éste muy cordialmente accede. Sigue su conversación más entusiasta si cabe, llegando a interpretar gestos mientras recitan. Los dos, sin caer en ello, conocen los versos de memoria.

— ¡Aaah! ¿Dónde estás, Tenorio? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus victimas, olvidado y relegado por disfraces y fiestas, que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.
—Así es, amigo mío, olvidado.
— ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarle.
—Me llamo Juan –dice el desconocido.
—Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida que ya debe ser tarde y hace frio.
—No Eusebio, esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.
— ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Vámonos a casa.

De pronto aparece en escena el vigilante del cementerio, que cruzando la plaza sigue camino sin hacerles caso. Eusebio lo llama. El vigilante continua perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.

—Ni te ve, ni te oye.

A lo lejos se escucha un cántico. Eusebio mira y solo distingue la luz de un quinqué. Da unos pasos que son detenidos por la voz de su compañero.

—Vienen hacia aquí para reunirse con nosotros.
— ¿Nosotros, Por qué?
—Porque son La Santa Compaña, y todas las noches de difuntos recogen a Don Juan Tenorio, y a su acompañante.

21 octubre 2009

El primero de noviembre

Llega noviembre con su noche de difuntos, con su día de “Todos los Santos” y su “Halloween”, que ha viajado más que willy fog, de Europa al norte de América, pasando por el sur, el lejano oriente, y volver a su lugar de origen disfrazado, maquillado y algo loco.

En España, de toda la vida, como se suele decir, ha predominado los pastelitos en forma de huesos, “huesitos de santos” se les llama, la visita al cementerio, y la representación teatral: “Don Juan Tenorio”, de José Zorrilla.

Los que somos de la quinta del siglo pasado, recordamos aún aquellas representaciones televisivas, donde se esperaba con auténtico interés, pues las calles se quedaban vacías, para ver a la actriz que daría vida a Doña Inés, y al galán que la enamoraría en la escena del sofá. Era la época de series que recogían en el hogar a toda la familia, como la del aquel esclavo que quería ser libre, o la de dos policías jóvenes con su coche rojo atravesado por una raya blanca.

Fiesta de Todos los Santos. Llena de muerte, recuerdos, dulces de mazapán y amor escénico. Un cóctel de contradicciones bajo un tópico, el respeto. Respeto por los muertos, por la Muerte, por la vida y los vivos.

¿Y qué ha pasado? Pues está claro, la vida cambia, las costumbres también, degenerando, si se puede decir así, en diversión a costa del Miedo y de todo lo que le rodea. Dicen que el que no se adapta a los cambios muere como consecuencia de ellos.

Pero qué bonito sería ver de nuevo a Don Juan en un duelo a muerte con Don Luis, o sentir como tiembla cuando la Santa Compaña se desliza por el escenario en su busca, o como se deshace de amor Doña Inés con los versos, que el rufián del Tenorio le recita al oído. Y volver a degustar, acompañado con una copita de licor, los huesos de santo.

Conocer como muere una tradición es triste, pero observar como se olvida es peor.

Por eso, desde aquí, revindico a Don Juan Tenorio, que a pesar de su machismo y de su mal ejemplo, sigue enamorando con sus versos.

¿Qué mujer, de las de hoy, no se rendiría? Si le susurraran: “...no es verdad, paloma mía...”, “...ángel de amor...” Sobre todo cuando se descubre que al final todo es verdadero amor.

Llega noviembre con su halloween…

14 octubre 2009

Las vacaciones II

Algunos estarías esperando la segunda perte de "Las vacaciones", otros no, pero para unos y para otros os la dejo.


Las vacaciones II


Después de la experiencia con los santos monjes y asqueado de tanta fiesta y borrachera, quise probar otra forma de pasar las vacaciones.

Gracias a que uno es deportista, y físicamente completo, vi la oportunidad de ocupar la plaza de socorrista en una piscina. Y al mismo tiempo recuperar algo del dinero gastado en tanta juerga.

Pasé las pruebas pertinentes y me presenté en mi sitio, dispuesto para vigilar a machitos y admirar esculturales jovencitas. ¿Mi misión? ¡Relax!, tomar el sol, y ligar si se terciara. Para ello estrené un bañador algo…, ajustado y de color rojo –por lo de llamar la atención al lugar… ¿Correcto?—, gafas de sol, gorra, y mi frasco de crema, que da distinción y evita quemaduras. Todo estaba preparado.

¿La piscina? ¡Grande, muy grande! Pertenecía a un hotel, por lo tanto era privada. ¿Mi primera sorpresa? Pocas toallas y muy desperdigadas, ocupadas por señoras tomando el sol, que a juzgar por las arrugas deberían ser de la cuarta, quinta o ¡vaya usted a saber qué edad!

¿El primer día? ¡Tranquilidad absoluta!, la piscina intacta, transparente, ¡pero claro! La humedad aumenta los rizos, y aquellas pasas no estaban para fruncirse más. Las amables ancianas no hicieron otra cosa que preguntar por mi estado de salud. ¡Cosas de viejecitas!

Al día siguiente estaba limpiando la piscina—, con otro bañador, tipo vigilantes de la playa—, cuando aparecieron las ancianitas del día anterior acompañadas por unas cuantas amigas, todas de la misma arruga más o menos. Muy amables ellas, e interesadas en saber cosas sobre mi labor. “¿Ha salvado muchas vidas?”; “¿Sabe hacer el boca a boca?”.

Las más atrevidas me perseguían con preguntas un poco… “¿Tiene el paquete… De salvamento preparado?”; “¿me pone crema?”.

O las oía comentar sin pudor. “Es muy joven. ¿No?”; “¡Uy! Casi podría ser tu nieto, sólo casi”; “el otro bañador le sentaba mejor”.

A cada paso que daba una u otra tenía alguna pregunta. ¡Y el agua sin tocar! Cuando llegó la hora de comer me acerqué a ellas para decirles que la piscina se cerraba durante tres horas. «Cuando se vayan me daré un bañito antes de la comida». Pensé. ¡Já,já! ¡A rastras tuve que sacarlas!

Aún no había terminado mi almuerzo cuando mi jefe me indicó que en la entrada a la piscina había clientas pidiendo que se abriera. “Come aprisa y abre”. “¿Y mi descanso?”, repliqué. “¡Anda que te dan trabajo esas señoras!”. Con la comida en la garganta fui a mi puesto.

Como medida de precaución, por aquello de los cortes de digestión, me senté en el borde de la piscina con los pies en el agua. ¡Grave error! En pocos instantes estaban todas dentro, rodeándome e intentando que me echara.

“Tírate, no tengas miedo yo te cojo”.
“Me estoy mareando, ayúdame”.
“¿Cómo es el boca a boca?”.
¡Vaya tarde! Larga como la piscina.

Al tercer día las viejecitas acudieron en masa. ¡Vamos que en el hotel no quedaba una! Algunas se atrevieron hasta con biquini, pero no uno normal. ¡No! Uno de esos mini, mini. ¡Dios mío!

Esa mañana el sol quemaba con más fuerza que otros. Como verdaderas gambas se pusieron algunas. ¡No daba abasto! Hay que ver que manías tenían algunas de ellas. Se quitaban la parte de arriba para evitar rayas, ¡señor! Y pretendían que les pusiera crema en las… ¡Bueno!, lo que quedaba de ellas.

Esa mañana sí, el agua se estrenó. Desde el primer momento se tiraron a la piscina. ¡Señor, qué sueldo más bien ganado! Y digo yo. ¿Si no saben nadar por qué se tiran donde más cubre? Cuándo conseguía llevarlas donde hacían pie me rodeaban, me manoseaban, me pedían que les hiciera el boca a boca. ¡Y hasta me…! ¡Pero, señora!

Lo peor fue cuando aparecieron sus maridos. ¡Bueno, las que aún lo conservaban! Ellos no dejaban de observarme vigilantes, atentos a todos mis movimientos. Mientras que ellas, con el morro torcido, no hacían más que preguntarles con sorna si esa mañana no jugaban la partida. Las otras, las solitarias, fueron las que organizaron el motivo de mi despido.

“Soy viuda, ¿sabe?”; “yo divorciada”; “¿me ve alguna raya?”.

Lo peor comenzó cuando una de ellas se me abalanzó. “¡Hay hijo, te vas a quemar! ¿Te pongo crema?”.

Y digo lo peor porque las demás empezaron una guerra por la que es difícil mediar. “¡Atrevida!”; “¡buscona!”; “¡guarra!”; “¡vieja!”; “¡tápate esos colgajos, asquerosa!”.

Me gané el sueldo, ¡y un ojo morado! En medio del alboroto que se organizó, e intentando separar aquellas fieras, uno de los maridos me acusó de meterle mano a su mujer, y lo hizo ayudado por los otros. Mientras, ellas gritaban para que me dejaran, al tiempo que los golpeaban.

Acabamos todos dentro del agua. Yo intentando huir, los hombres queriendo darme caza, y las viejecitas peleándose entre ellas. ¡Nunca aquella piscina estuvo tan llena!

Con mi finiquito y mi carta de despido en la mano, me marché. Pero antes quise pasar por la puerta de la piscina para; de alguna manera, despedirme. ¡Y la vi! Hermosa, esbelta, reluciente, limpia, intacta y con el agua transparente, llena a rebosar por todos los viejecitos del hotel, que no dejaban en paz a mi sustituta, a quien le faltaban manos para apartar las que se lanzaban sobre ella. Sonreí, y me marché pensando en qué ocupar el tiempo que me quedaba de vacaciones. Pero eso es motivo para otra historia.

02 octubre 2009

La joven del oboe

El siguiente relato está dedicado a una amiga que hace ya un año me contó sus aventuras en un país afortunado.


La joven del oboe



Los violines iniciaron con un pianísimo el primer movimiento de la sexta sinfonía “La pastoral”.

La música llegaba a sus oídos destapando sensaciones casi olvidadas. Una nota, luego otra nota. Paso a paso se transportaba al lugar idílico ideado por el autor. Cerró los ojos mientras la melodía le rodeaba invadiendo muy lentamente su ser.

El vello de los brazos se le erizó, su cuerpo tembló, y ya no importó como había conseguido llegar a la butaca del último piso superior de La Berliner Philharmonie.

Cuatro horas antes en el metro de Berlín había leído un cartel que anunciaba un concierto de la Sinfónica de Berlín esa misma noche. En la soledad de su habitación no dejó de pensar en los deseos de presenciar ese concierto, pero su economía no se lo permitía, y una entrada de aquel palacio de la música acabaría con la pensión o alguna comida, al menos durante un tiempo.

La vuelta a España sería en tres semanas y no quería irse sin haber escuchado a la Filarmónica de Berlín en directo. De pronto se dijo: « ¿Y por qué no?», miró su reloj, revisó el armario, y cogió el único vestido negro y largo que tenía, ni corta ni perezosa se lo enfundó, se calzó sus mejores zapatos, y con el estuche de su oboe salió como una exhalación en dirección a la sala de conciertos.

El chal que llevaba sobre los hombros no le preservaba demasiado del frío de la noche, pero no le importó, se le había ocurrido una forma de estar allí y nada iba a estropearlo.

Por fin llegó a La Berliner Philharmonie. Ante ella se alzaba una edificación moderna y extraña pero majestuosa e impresionante. Decidida en su propósito se dirigió con paso firme a la entrada de artistas en el lateral del edificio. El corazón le palpitaba fuerte y rápido.

Se paró en seco cuando vió congregados a todos los músicos de la orquesta esperando entrar. Intentó ocultarse en la oscuridad y esperar el momento.

— ¡María!
— ¡Ernesto! —su voz fue más de asombro que de alegría.

Ernesto fue un compañero de conservatorio que tuvo la gran suerte de poder viajar a Alemania para realizar un máster.

— ¿Tocas en la…?
—Sí, toco en la filarmónica desde hace un año, pero… ¿Qué haces aquí, y con el oboe?

Le contó sin detalles que había llegado a Berlín dos meses atrás con la intención de conseguir tomar clases de oboe, y perfeccionar así su técnica. Pero al verla temblar de frío Ernesto se interesó más por el motivo que le había llevado a aquel lugar. María se sintió descubierta, le contó que pretendía colarse para oír el concierto, él quedó pensativo, miró la puerta de artistas ya abierta y tras un breve silencio le dijo que le acompañara.

La cogió del brazo y casi arrastras la llevó en dirección a uno de los profesores de la orquesta. Cuándo Ernesto lo llamó María se quedó paralizada, él la soltó y se dirigió al profesor. Duró muy poco su conversación. Ernesto volvió junto a ella y se encaminaron hacia la puerta.

— ¿Nombre?

Al vigilante le quedaban pocos minutos para terminar su turno por lo que su pregunta era más de prisa que de averiguación. Buscó en la lista el nombre de Ernesto.

— ¿Viola?
—Así es.
— ¿Y ella?
—El profesor Hicthelcar… —Hizo una pausa buscando en su mente algo que satisfacer la curiosidad germana.
— ¡Ah! Hicthelcar, sí, ¿su alumna, no? Pase.

Los dos intentaron no mostrar sorpresa y entraron lo más rápido posible. Ella le preguntó qué le había contado al profesor, él le dijo que simplemente le pidió el favor de que la escuchara tocar. Era lo último que se esperaba ella.

— ¿Y qué dijo?
—Mañana te espera. Nos vemos aquí en esta puerta y te acompañaré. Ahora mira, por aquel pasillo encontrarás unas escaleras que te llevarán al los últimos pisos, intenta pasar desapercibida y siéntate en el primer lugar que encuentres.

Le dio las gracias y se dirigió camino de los pisos superiores. Aquello parecía un laberinto, tomó una decisión y se dirigió a un pasillo donde se encontró con una señorita que indicaba a los asistentes por la puerta que debían entrar para acomodarse, María se sintió descubierta y para evitarla entró por la primera que vió abierta, se sentó en una butaca y esperó. Al poco tiempo vió asomarse a la acomodadora con signos de buscar a alguien, se levantó lo más cautelosa posible y salió.

Subió por otras escaleras huyendo de la azafata y llegó a otro lugar donde encontró a una pareja de ancianos que esperaban en aquel pasillo enmoquetado, se puso a hablar con la pareja como si los conociera de toda la vida y así evitar que le pidieran la entrada. Sonó un timbre, se despidió, y entró rápidamente justo en el momento en que las luces se apagaron y las puertas se cerraron. Casi a tientas encontró un lugar donde sentarse. Cuando el escenario se iluminó se quedó sin habla al ver que estaba situada justo en medio.

El cuarto movimiento describía la tormenta, su mano en un impulso mecánico marcaba el compás. Un clarinete y un trombón indicaban el final del aguacero en el quinto movimiento, y junto con los violines anunciaban la salida del sol. María derramaba lágrimas ante tan perfecta interpretación.

A la semana los padres de María recibieron una carta, en ella con entusiasmo contaba que había conseguido tomar clases con un profesor de la filarmónica de Berlín, y que gracias a una suplencia tocaba en una orquesta.