19 diciembre 2009

El destino de una estrella



Mi fiel y viejo amigo Balú, y yo, os deseamos unas felices navidades y un muy próspero año nuevo.






El destino de una estrella


Érase una vez…, una estrella muy, pero que muy pequeña. Sus hermanas se burlaban de ella por su minúsculo tamaño, y por la poca intensidad de luz que emitía en el firmamento.

—¿A dónde vas, enana? —le decían sin ningún miramiento.

Decidió, ante el rechazo, desplazarse a una galaxia cercana. Al verla llegar se rieron de ella.

—Pero si brilla menos que una linterna —comentaban unas.
—Aquí no tienes cabida —dictaminaban otras.

La pequeña estrella saltó de nebulosa en nebulosa, y siempre con el mismo recibimiento. Sola y desamparada se puso a llorar. Un agujero negro que pasaba por allí le preguntó por su llanto, y ella contestó que nadie la quería por su diminuto cuerpo.

—No te preocupes, ven conmigo, yo te haré grande.
—¿De verdad? —preguntó entusiasmada.
—¡Claro! Te daré masa con la que podrás aumentar tu tamaño y tu luminosidad.

La estrellita sonrió y se dirigió hacia el agujero, pero a mitad del camino un meteorito le gritó: “¡No, cuidado, te engullirá como hizo con mis hermanos!”.

—No le hagas caso. Ven.
—¡No, estrellita! Si entras no regresarás nunca —le gritó el meteorito.

Estrellita miró hacia el agujero, y al verlo tan negro se asustó alejándose de él.

—Ven conmigo, te enseñaré lugares que nunca habrías imaginado —dijo la piedra errante.
Al acercarse al asteroide éste comenzó a girar alrededor de ella.
—¿Qué haces? —preguntó algo mareada por seguirlo.
—La atracción gravitatoria. He entrado en tu campo de gravedad, y así estaré hasta que sea atraído por tu masa y forme parte de ella —gritó entusiasmado el meteorito.
—¿Y no te da miedo?
—¡Que va, al contrario, es lo que estaba buscando!

Estrellita y su amigo viajaron por el universo encontrándose con otras piedras que se unieron a ella. Poco a poco Estrellita fue ganando masa, y su luz cobró intensidad. Creyéndose mejorada volvió con sus hermanas, pero otra vez sintió el rechazo.

—Vete de aquí, nos deslumbras.
—¡Fuera! Eres demasiado grande, aquí no cabes.

Entristecida, buscó en el firmamento un lugar apartado donde pasar la vida solitaria a la que se veía condenada.

«No sirvo para nada, soy un fracaso como estrella», pensó, y se resignó a su soledad.

A través del telescopio, un rey descubrió a Estrellita. Realizó sus cálculos, y comprobó que siempre se movía en la misma dirección. Al Oeste.

El rey Baltasar recibió la visita de su amigo Melchor, ambos estudiaron aquella estrella, y llegaron a la misma conclusión. Decidieron seguirla.

En el camino se encontraron con Gaspar a quien también le había llamado la atención el cuerpo celeste. Los tres reyes se unieron en su trayecto.

Estrellita lloraba su aislamiento. Sus lágrimas, revoloteando detrás de ella, formaron una gran cola que, al reflejar su luz, le proporcionaba un aspecto majestuoso. De pronto una voz dulce y profunda la llamó.

—Estrellita.
—¿Quién me llama? —preguntó asustada.
—Soy tu creador —dijo la voz—, no tengas miedo. Tienes una misión que realizar.
—¿Una misión?
—Sí, aquella para la que fuiste creada. Servir de guía.
—¿Guía, para quién?
—En aquel planeta azul, hay tres reyes de oriente, que siguiéndote encontrarán al que buscan.
—¿Otro rey?
—Sí, al Rey de reyes, que ha nacido en un lugar llamado Belén.
—Belén, ¡qué bonito!
—Por ello serás conocida, a través de los tiempos, como la estrella que los guió. Serás la estrella de Belén.

Cada veinticuatro de diciembre, en el firmamento hay una estrella brillando más que las demás. Orgullosa y sonriente sirve de guía para aquellos que buscan su destino.

12 diciembre 2009

La cacería

—¡Nunca, nunca hagas eso!
—Pero…
—¡Nunca! En la caza debes ser el más inteligente.
—Vamos, ya lo asimilará —le dijo ella—, ya se ha hecho tarde, mañana seguiréis con las lecciones. Y tú aprovecha ahora para jugar un rato.
—Todas las madres sois iguales. Vete, pero no tardes.

El padre andaba preocupado, la comida escaseaba, cada vez era más difícil dar de comer a la familia.

—No te preocupes, nuestro pequeño aprenderá.
—Tiene que hacerlo, necesito su ayuda. Estoy ya viejo.

El sol brillaba en lo alto del bosque. Padre e hijo habían salido de caza, iban al acecho. Encontraron el rastro de un par de conejos. Se trataba de dos, quizás tres. Las huellas se amontonaban, entrelazándose tanto, que se tendría que ser un buen rastreador para poder distinguir el número de piezas.

Recorrieron el terreno durante dos horas. Sigilosos, prevenidos y hambrientos. Al llegar a un claro el padre detuvo a su hijo. Sin sonido, sólo una seña. El joven se colocó con rapidez en su posición, atento a las indicaciones de su padre.

La noche anterior había escuchado, por fin, las palabras que tanto deseaba oír.

—Hace falta comida. Mañana saldremos.

Tuvo el impulso de saltar de alegría, gritar, pero se contuvo.

Le costó conciliar el sueño pensando en su primer día. Recordaba las palabras de su padre: «El primer día que vengas a cazar, la primera pieza será tuya. Así lo hizo mi padre conmigo, y así lo haré yo contigo».

Inmóviles esperaron a que la pieza estuviera segura. La respiración calmada, los músculos tensos, el ánimo templado y dispuesto.

Tres eran los conejos. Las orejas levantadas, el hocico husmeando el ambiente. Presentían el peligro, y permanecían inmóviles. Hasta que no supieran dónde estaba el riesgo no sabrían hacia dónde correr.

De pronto una urraca sobrevoló el claro gritando: “El hombre, el hombre”. Los conejos echaron a correr intentando esconderse. Se oyeron dos disparos. Solo uno de los conejos alcanzó la maleza salvando así la vida.

Dos pares de botas se acercaron a los gazapos mortalmente heridos. Sin mediar palabra, los cazadores fueron con rapidez tras el escapado.

La luna iluminó el bosque. La madre Lince vió cómo su esposo, acompañado de su hijo, llegaba con las manos vacías. Esa noche no cenaron. Al día siguiente regresarían para intentarlo de nuevo. Si el hombre no se interponía, otra vez, en su supervivencia.