21 noviembre 2021

El funeral


—Todo esto me parece una parafernalia difícil de creer.

—¿Por qué?

—¡¿Pero es que no lo ves?! Jamás hubiera pensado que un día como hoy lloraría tanta gente. Es más. Creo que la mayoría está fingiendo. Habría que buscar a quién está pagando tanta plañidera.

—¡No seas tan desconfiado!, También hay hombres llorando y no creo que…

—¿Qué ocurre, no pueden existir plañideros? Además no conozco a la mayoría.

—¡Ah! ¿Y eso les hace parecer falsos?

—¡No seas absurda!, lo que ocurre es que nunca los había visto con ese… ¡Sofocón!

—¿Por eso fingen?

—¿Me tomas el pelo? —le dijo mientras le miraba a esos ojos inexistentes—Imagino que a lo largo de los muchos años que tienes te habrás encontrado con más de un plañidero.

—Así es—dijo con una sonrisa en la cara—, los he visto.

—¡Basta, por favor! El ser tú la causante de todo esto ni te da derecho, ni me gusta, ni me parece apropiado sonreír en mi funeral.

Y se fueron los dos a ese lugar que sólo los que la han visto saben.


© Jesús García Lorenzo

17 noviembre 2021

Remordimiento

—¿Por qué lloras niña?

—Porque mi amor se va en aquel barco queriendo hacer fortuna para poder casarnos.

—¿Acaso no le quieres pobre?

—¡Claro que sí!

—¿Y lo has dejado marchar?

La gaviota abriendo sus plumas al viento se elevó repitiendo: “Dejado marchar…, dejado marchar…”

Las lágrimas de la niña se amontonaron en sus ojos con más intensidad.


 © Jesús García Lorenzo

07 noviembre 2021

La salvadora

El barco que me llevaba desde la isla de Tenerife a Madeira era uno de esos ferrys adecuados para trayectos cortos pero aún así cómodos. La travesía, que no duró más de doce horas, estuvo amenizada por historias que pondrían los pelos de punta al mas valiente. Relatos macabros cuyos personajes eran contrabandistas y piratas que merodeaban el islote de Porto Sol, mi destino. Porto Sol está situado a trescientas millas marinas al norte de Madeira. En la actualidad cuenta con una población de unos mil habitantes y, según algunos viajeros, no ofrece mucho interés, opinión que se alejaba de las historias contadas por la tripulación, donde se hablaba de grutas horadadas por el mar, albergando barcos pequeños y rápidos, embarcaciones que permitían jugar al gato y al ratón con los galeones españoles y portugueses.

El motivo de que fuera yo, director del departamento en Tenerife, quien debía entregar el contenido del portafolio y no algún miembro de la oficina que mi empresa tiene en la isla de Madeira, no era otro que la exigencia del destinatario. Al parecer no se fiaba de nadie de la isla. En fin, gente extravagante siempre ha existido. Recibí el portafolio y las instrucciones, y decidí colgarme al cuello la llave, disimulándola bajo la camisa. Pero lo que más me preocupaba era tener ese dichoso maletín esposado a mi muñeca. Oí que no dudaron en cortarle la mano a un portador. Me horrorizaba que pudiera pasarme algo así, por lo que lo llevaba abrazado a mi cuerpo intentando ocultar el metal que me unía a él. 

Al aproximarnos a Porto Sol una sensación extraña me invadió al distinguir las grutas donde los piratas esperaban para saltar sobre su presa. Vi acercarse, veloz, una goleta. Quedé sin habla. El grito de «¡Piratas!», de los marinos de nuestro barco, hizo que no mirara por dónde andaba y tras un tropiezo acabé arrodillado en la cubierta casi en posición de súplica de piedad. Me avergoncé al oír la explicación dada por los altavoces, todo era una representación para turistas, y los piratas meros actores.

Una vez llegamos a puerto vi atracada una goleta parecida a la que nos intentó abordar. Gracias a mi afición a las maquetas de barcos antiguos pude clasificarla como una goleta del siglo XVIII. Me acerqué movido por la curiosidad. Anduve admirando su mascarón de proa formado por una mujer con el torso desnudo y una mirada terrorífica, sus dos palos inclinados hacia atrás que recogían el velamen de cuchillo, y la madera, ¡qué hermosura! Tan interesado me vieron los oficiales de cubierta que me invitaron, en un portugués con acento español, a subir a bordo. Rechacé amistosamente la invitación pues tenía un deber que cumplir y no podía distraerme de mis obligaciones.

Me dirigí a la oficina de información turística con la intención de averiguar dónde se encontraba el lugar de mi destino. La casa, a las afueras de la ciudad, parecía acogedora. La rodeaba una cerca de madera a la que le hubiera venido muy bien una mano de pintura. El jardín, o lo que quedaba de él, estaba descuidado. El pino que ocupaba gran parte del espacio era el único ser vegetal que rebosaba vida. La pinocha crujió bajo mis pies mientras recorría el trayecto entre la valla y la puerta de entrada. Cuando llegué a la puerta busqué el timbre, pero solo hallé una cuerda que imaginé suplía a la cadena original, y al tirar de ella sonó una campana.

Una mujer de mediana estatura, con moño y vestida del mismo color negro que su pelo, me abrió la puerta. No dijo nada, se quedó esperando que yo hablara. Manifesté mi deseo de ver al dueño de la casa.

—El señor no está en este momento. Vuelva más tarde.

Quedé algo sorprendido porque la mujer cerró con rapidez la puerta sin darme la oportunidad de explicar quién era yo y lo que quería. Volví a tirar de la cuerda pero no obtuve respuesta.

Ante aquello decidí encontrar un lugar donde alojarme esa noche y regresar al día siguiente. Así que, abrazado al portafolio con mi brazo izquierdo y con mi pequeña maleta en la mano derecha, emprendí mi camino a la ciudad.

Después de haber andado una media hora, un coche paró y su conductor, bajando la ventanilla, preguntó si estaba buscando a Armando Fuentes. Me pareció extraña su suposición pero le contesté afirmativamente y él, muy amable, me dijo que era su administrador, invitándome a subir al vehículo.

Así que de nuevo me vi camino hacia la casa. El hombre se identificó como el señor Lompau y manifestó que me esperaban dos días antes; le expliqué que de Tenerife salí con retraso y luego en la isla de Madeira me costó encontrar un barco para llegar a Porto Sol.

—No me sorprende, nadie quiere acercarse a esta isla.

Sorprendido, le pregunté el motivo.

—Al parecer corre el rumor desde hace unos… cien años, que los contrabandistas muertos el día de San Juan matan a todos los forasteros…

—¿Cómo?

El coche paró frente a la casa y el señor Lompau, sin apagar el motor, me contó que hacía dos siglos, en una noche de San Juan, los contrabandistas y piratas que se cobijaban en la isla fueron arrestados por las fuerzas portuguesas. Los condenaron a muerte, y fueron ahorcados en las playas que bordean la isla. Allí los dejaron, bien a la vista, para que sirvieran de escarmiento y aviso. Sentí un escalofrío al oírle contar la historia con todos sus detalles más escabrosos.

—Aquella noche había luna llena —continuó—, y siempre que la hay salen a la caza del forastero.

En ese momento vi la puerta de la casa abrirse y en ella esperaba la mujer que me había atendido anteriormente. Sentí inquietud al observar cómo sus ojos me seguían mientras pasaba a su lado ingresando en la casa.

Una vez en la biblioteca el señor Lompau me pidió que le entregara el maletín, pero me negué, pues tenía órdenes expresas de dárselo en mano al destinatario. En un tono que me pareció poco sincero me dijo que lo comprendía, y sonriendo se acercó a una de las esquinas de la habitación y, con un leve estirón de una cuerda que colgaba del techo, llamó haciendo sonar una campanilla. Apareció de nuevo la señora vestida de negro. El administrador me invitó a pasar la noche en la casa, y le indicó a Adela que me acompañara a mi habitación. Al negarme amablemente a aceptar su hospitalidad, y mostrar mi intención de volver a la ciudad, me dijo que no podía deambular por ahí solo.

—¿Por qué?—pregunté, curioso.

—Porque esta noche hay luna llena.

No reí, ni siquiera sonreí, y enmudecido acepté su invitación con un movimiento de cabeza. 

Una cama con dosel y un armario victoriano ocupaban la mayor parte de la habitación. Me acomodé. Después de lavarme un poco, busqué un lugar donde guardar o quizá esconder el maletín; porque todo el contenido era importante y no podía dejarlo encima de la cama sin más. Sentí alivio al quitarme las esposas. Bajé a la biblioteca donde el señor Lompau me esperaba con un vaso de whisky que me ofreció para, según él, hacer más corto el momento hasta la cena. Mientras saboreábamos la bebida, le pregunté si realmente creía esas historias de los contrabandistas. Con una gran sonrisa me dijo que sí.

—De hecho usted también. Dígame si no por qué ha aceptado mi invitación de quedarse esta noche.

—Comodidad, intriga y por la posible dificultad que tendría en encontrar un alojamiento.

—Ja, ja, ja. —Su carcajada pareció retumbar por toda la casa—. Y miedo, amigo mío, ¡reconózcalo!

Entre risas lo reconocí y, como si le hubiera dado permiso, comenzó a contar historias de noches de luna llena. Escalofriantes y misteriosas.

La velada transcurrió con las viejas historias del señor Lompau, y cuando el reloj de pared que había en un rincón del salón dio las doce decidí retirarme.

—Que pase una buena noche.

Subí la escalera despacio y al llegar a mi habitación me detuve a observar el interior, sin entrar. Los cuentos de mi anfitrión habían hecho mella en mí.

El sol entró por la ventana con tal fuerza que consiguió despertarme. «Bueno… —me dije— al parecer sigo vivo.» Me aseé y bajé al comedor para desayunar. Estaba ya avanzada la mañana cuando el señor Fuentes llegó a la casa. Un hombre alto, enjuto y con una abundante barba. Impecablemente vestido a pesar de que venía de un viaje largo y pesado, según me contaría luego. Hizo salir a su administrador de la biblioteca para que nos quedáramos solos y poder así hacerle entrega del maletín. Me explicó que había exigido la presencia de un cargo representativo de la empresa que no fuera de la isla de Madeira, debido a los problemas habidos la vez anterior. Cuando me desencadené del portafolio sentí el alivio del preso el primer día de libertad, sobre todo al deshacerme de las esposas. Una vez revisado, concienzudamente he de decir, el contenido, y quedar satisfecho, me invitó a una copita de oporto. Mientras lo degustaba guardó el portafolios en su caja fuerte, grande por cierto, teniendo buen cuidado de que no pudiera ver la contraseña. Luego llamó a su administrador y le ordenó que me acercara a la ciudad. El señor Lompau obedeció. 

Busqué en el puerto algún barco que me llevara de vuelta a la isla de Madeira y la vi de nuevo. La goleta estaba resplandeciente con el sol en su vertical.

—Hola.

Un oficial me saludó en un perfecto español. Era uno de los que, el día anterior, se había ofrecido a enseñarme el barco.

—Lástima que ayer no pudiera ver La Salvadora.

—¿Por qué?

—Porque zarpamos en una hora y es imposible enseñársela…

—Perdone, ¿qué destino lleva?

—Tenerife, en las Canar…

—Canarias… 

De pronto pensé que podría ir con ellos. Mientras tanto conocería esa espléndida goleta en su propia salsa. Al primer oficial García, que así es como se identificó, le pareció buena idea, pero primero tendría que hablarlo con el capitán.

Mientras él subía a bordo, yo quedé admirando el nombre del barco: La Salvadora. Sus letras doradas conjuntaban a la perfección con el color miel de su casco. Inclinadas, al igual que sus palos, lo suficiente como para que al navegar diera sensación de velocidad.

—Suba a bordo, el capitán lo espera.

Sentí alegría al oír al suboficial y me dirigí a la escalerilla; fue entonces cuando la vi en cubierta. Sus ojos muertos, su mirada fija en la mía, su pelo negro y su halo de misterio y miedo no daban lugar a dudas: era la sirvienta del señor Fuentes. ¿Qué hacía allí? Confuso, continué subiendo. En cubierta saludé al primer oficial, quien me dio permiso para subir a bordo y me indicó que le siguiera. Al dar los primeros pasos miré y ella ya no estaba. Intrigado, pregunté si llevaban pasajeros.

—¿Pasajeros? No, no, señor, este no es uno de esos barcos, usted será el primero en los diez años que lleva navegando La Salvadora desde su restauración. Somos marinos y meteorólogos, y este navío es del Servicio Marítimo de la Armada Española. Venimos de las Azores e hicimos escala en Porto Sol para repostar gasóleo.

—¿Gasóleo? Creí que esta maravilla navegaba con el viento.

—Así es. —Fue el capitán desde la puerta de su camarote quien contestó al tiempo que saludaba con un leve movimiento de su cabeza—. El gasóleo nos sirve en los días apacibles, y créame, los hay.

El capitán nos estaba esperando al oficial y a mí. Entramos y pude admirar la estancia. Madera noble, bien pulida y barnizada con esmero y profesionalidad. Una mesa de despacho artesanal. La decoración digna de un capitán, con detalles marinos en las paredes, pero hubo una cosa que me llamó la atención, no había ni una sola fotografía, solo un cuadro de un marino pintado al óleo, colgado en la pared detrás de la mesa de despacho.

El capitán rompió el silencio que se había producido al entrar y quedarme observando el cuadro.

—Es mi bisabuelo. Lo confieso, provengo de una familia de marinos.

Después de acordar el precio de mi pasaje, y asignarme el camarote de imprevistos, pues así lo llamaban por estar destinado a la aparición repentina de algún jefazo, subí a cubierta a indicación del capitán para ver el desatraque. Allí la volví a ver, me giré buscando al primer oficial pero no lo encontré, y de nuevo ella ya no estaba. Un escalofrío se apoderó de mi cuerpo y sentí miedo. Las historias del señor Lompau revivieron en mi mente, y no pude más que agarrarme con fuerza a la barandilla mientras el barco se separaba del puerto y zarpaba rumbo a su destino.

La tarde transcurrió visitando el barco con el suboficial García. No niego que en cada departamento, rincón o recoveco esperaba encontrarme con Adela. No me atreví a preguntar por ella.

Después de cenar y pasar una velada agradable con el capitán y los suboficiales que no estaban de guardia, me disculpé y me retiré. Al final del pasillo donde se encontraba mi camarote estaba Adela. Parada, mirándome. Ya no fue un escalofrío de miedo, fue terror lo que me produjo. Miré hacia atrás por si había alguien más, alguien que certificara que no era producto de mi imaginación. Nadie. Cuando me volví había desaparecido otra vez. Tragué saliva y entré en el camarote. Al rato oí cuchichear. 

—De esta noche no debe pasar.

—De acuerdo, pero que nadie te vea, sería difícil explicarlo.

—Si él ya me ha visto.

—¿Cómo? ¿Estás loca?

—Por eso debe ser esta noche.

Sentí miedo. Atranqué la puerta con una silla y me senté en la cama. Observé la silla atrancando la puerta y me avergoncé. Un hombre culto y maduro como yo paralizado por el pánico. ¡Era absurdo! Sobre todo en un barco de la Armada Española completamente seguro. Pensé: «todo por cuentos de viejas». Apagué la luz, y fue entonces cuando los vi. Armados hasta los dientes entraron en el camarote atravesando las paredes como si estas no existieran. Sonriendo y mostrando su destrozada dentadura me rodearon, quietos, recreándose, mirándome de forma salvaje. Intenté gritar, pero no pude lograr que saliera ni un hilo de voz de mi garganta. Todo mi ser comenzó a temblar, mi corazón se encogía ante la presión que sentía mi pecho, mis brazos extendidos intentaban en vano detener su avance, y durante un segundo mi mente buscó una oración donde hallar cobijo, ayuda, al tiempo que olía su pestilencia cada vez más cerca. Por el ojo de buey del camarote se colaba la luz de la luna llena, como en las historias.



Unos gritos y golpes me despertaron, me levanté con rapidez y me dirigí a la puerta, pero me detuve al ver que no estaba en el camarote sino en la casa del señor Fuentes. Unas voces al otro lado de la habitación me llamaban con ansiedad. Observé, pasmado, la cama con dosel, en ella estaba mi cuerpo acurrucado, abrazado al maletín y mi rostro reflejaba una expresión de auténtico pavor.

La puerta se abrió de golpe y entraron el señor Lompau y Adela, me atravesaron como si no existiera y se dirigieron a la cama para intentar auxiliarme. El administrador me tomó el pulso.

—¿Está muerto? —preguntó Adela.

—Voy a llamar a un médico y a la policía —dijo Lompau.

Adela quedó sola en la habitación, le dio la espalda a la cama, y entonces ocurrió algo sorprendente: me miró fijamente a los ojos, y sonrió.


© Jesús García Lorenzo