25 octubre 2016

Primera noche de noviembre

En una ocasión escuché una conversación de dos hombres en un bar, lugar sin duda donde se pueden establecer este tipo de diálogos, sobre la primera noche de noviembre. 
Aunque al inicio de la conversación fueron los dos muy prudentes con las opiniones del contrario a medida que se desarrollaba el tema, quizás por el alcohol enmascarado con el té y el café que acompañaba a cada uno, se iban alterando los ánimos y comenzaban a dar a luz palabras más gruesas.
Uno defendía que la primera noche de noviembre debía ser exclusivamente dedicada a la figura de Don Juan, mientras que el otro era partidario de dejar pasar las nuevas tendencias y relegar a los estudiosos y nostálgicos la desagradable adoración de un hombre machista, jugador y escandalosamente misógino.
Se recitaron versos de la obra de Zorrilla, uno para demostrar una opinión otro para la contraria, mientras que el anís y el brandy camuflados iban haciendo estragos.
—¡Don Juan se arrepintió…! —decía uno.
—¡Miedo! Eso es lo que sintió —decía el otro.
Los paisanos allí reunidos seguían la discusión, pues no se perdían ninguna, porque cada finales de octubre era una costumbre, en aquel bar, entre aquellos parroquianos. El patrón del establecimiento les reservaba la misma mesa en el mismo lugar como lo había hecho durante los veinte años que se llevaba a cabo dicho acontecimiento.
La noche en cuestión era oscura, fría y lluviosa pero no era óbice para celebrar dicho ritual.
En una mesa aparte, en un rincón de aquel bar se encontraba un forastero al que nadie reconocía y que pidió estar apartado aunque en un lugar donde pudiera escuchar la discusión, al dueño del bar no le pareció anormal aquella petición por la transcendencia que aquella noche había causado en todo el pueblo.
En un momento de la noche uno de los tertulianos se levantó y alzando el brazo, en posición de sostenimiento de una imaginaria espada, recitó aquello de “… puesto que las puertas me cerró de mis pasos en la tierra responda el cielo, no yo.” Aquello fue la mecha que encendió la pólvora que se estaba acumulando en el forastero del rincón, quién alzando una verdadera espada y gritando “¡Vive Dios!”, comenzó a dar mandobles a diestra y  siniestra, y maldiciendo el mal uso de la figura de Don Juan.

Usted, querido lector o querida lectora, se preguntará qué hacía yo en aquel lugar, o mejor, qué hice cuando vi aquel sangriento suceso, pues lo que hubiera hecho usted. Sacar mi espada y defender mi honra ¿O, no?

©Jesús García Lorenzo