31 octubre 2013

¡Cuál gritan esos malditos!



            En mi lugar de origen, desde hace mucho tiempo, al llegar noviembre, se saborean unos pastelitos de mazapán a los que se les llama: “Huesitos de santo”. Hubo una época en que se comían después de una buena cena y,  sobretodo, viendo la obra de Zorrilla: “Don Juan Tenorio”.
            Durante siglos, en otoño, al llegar la fiesta de difuntos, ese infame burlador, ese sevillano astuto, ese…, personaje envidado por todos los hombres, como dijo en una ocasión Ortega y Gasset, se deshace de amor por la única mujer que supo pararle los pies: “Doña Inés”.
El teatro de José Zorrilla y Moral, ese vallisoletano amigo de escritores ilustres como Espronceda o Dumas, creó a Don Juan Tenorio, pecador empedernido, cuyo perdón agradece el público con el triunfo del amor.
El siglo XX trajo la televisión. Gran invento. Sin salir de casa podías tener en el salón espectáculos musicales, teatrales y deportivos. A través de ese medio Don Juan siempre fue fiel a su cita, creando tradición.
            Fue tal la audiencia, que las calles quedaban desiertas. Año tras año se creaba expectación por saber quién representaría a Don Juan y quién a Doña Inés.
            ¡No hay mal que cien años dure! Esto es lo que debieron pensar aquellos a los que el amor entre una novicia y un arrogante vividor, sólo les provocaba hastío.  Y fue así como se importó la diversión y el desenfreno de Halloween. Olvidando el drama de la salvación de una condena eterna a Don Juan por el amor de Doña Inés.
            Zorrilla fue relegado por máscaras y disfraces de monstruos y brujas, que se divierten en discotecas y fiestas privadas. Lugares donde el alcohol corre como un rio sin retorno, y la falsa felicidad está asegurada con sólo desinhibirse de la realidad. Pero yo me pregunto: ¿Aparte de los disfraces, en qué se diferencia esta fiesta de cualquier otra? ¿Qué tienen que ver las brujas, los zombis, el miedo y las calabazas con el amor y el perdón?
            Siento no conocer la respuesta. Así lo hice saber ante el comité que, como castigo, me devolvió a la tierra para averiguar el motivo de mi olvido ¡Sí! Mi olvido, y junto al mío el de mi amada, Don Luis Mejía y hasta el de mi fiel Ciutti, del que ya nadie recuerda ni su nombre de pila.
            Y así, relegados, vivimos entre las tapas de un libro que un día se cerró para abrirse sólo en caso de aburrimiento.

 ¡Pero mal rayo me parta
 si en concluyendo la carta
no pagan caro sus gritos!

¡Noviembre es el mes de Don Juan Tenorio!

¡Volveré!

02 octubre 2013

La cacería


—¡Nunca, nunca hagas eso!
            —Pero…
            —¡Nunca! En la caza debes ser el más inteligente.
            —Vamos, ya lo asimilará —dijo ella—, ya es tarde, mañana seguiréis. Y tú, trasto, aprovecha ahora para jugar un rato.
            —¡Todas las madres iguales! Vete, anda ¡Pero no tardes!
            El padre estaba preocupado, la comida escaseaba y cada vez era más difícil dar de comer a su familia.
            —No te preocupes, nuestro pequeño aprenderá.
            —Tiene que hacerlo, necesito su ayuda. Estoy ya viejo.
            El sol brillaba en lo alto del bosque. Padre e hijo habían salido de caza. Encontraron el rastro de unos conejos. Se trataba de dos, tres quizás. Las huellas se amontonaban tanto que, había que ser un experto rastreador para poder distinguir el número de piezas.
            Recorrieron el terreno durante dos horas. Sigilosos, prevenidos y hambrientos. Al llegar a un claro el padre detuvo a su hijo. Sin sonido, sólo una seña. El joven se colocó con rapidez en su posición, atento a las indicaciones de su padre.
            La noche anterior había escuchado, por fin, las palabras que tanto deseaba oír.
            —Hace falta comida. Mañana saldremos a por ella.
            Tuvo el impulso de saltar de alegría, gritar, pero se contuvo.
            Le costó conciliar el sueño pensando en su primer día. Recordaba las palabras de su padre: «El primer día que vengas a cazar, será tuya la primera pieza. Así lo hizo mi padre conmigo, y así lo haré contigo».
            Inmóviles esperaron a que la pieza estuviera segura. La respiración calmada, los músculos tensos, el ánimo templado y dispuesto.
            Tres eran los conejos. Las orejas levantadas, el hocico husmeando el ambiente. Presentían el peligro, y permanecían inmóviles. Hasta que no supieran dónde estaba el riesgo no sabrían hacia dónde correr.
            De pronto una urraca sobrevoló el claro gritando: “¡El hombre, el hombre!”. Los conejos echaron a correr intentando esconderse. Se oyeron dos disparos. Solo uno de los conejos alcanzó la maleza salvando así la vida.
            Dos pares de botas se acercaron a los gazapos mortalmente heridos. Sin mediar palabra, los cazadores fueron con rapidez tras el escapado.
            La luna iluminó el bosque. La madre Lince vio cómo su esposo, acompañado de su hijo, llegaba con las manos vacías. Esa noche no cenaron. Al día siguiente regresarían para intentarlo de nuevo. Si el hombre no se interponía, otra vez, en su supervivencia.