20 diciembre 2022

Un juicio cualquiera

Reza un villancico popular que al portal de Belén han entrado dos ratones, y al bueno de San José le han roído los calzones.

Alrededor de la sala se reunían multitudes ansiosas de saber el transcurso del juicio, unos a favor de los acusados otros, un poco mas alborotados en contra. En el interior se respiraba silencio, un silencio que mostraba solemnidad.

Iban a ser juzgados dos individuos a los que se les acusaba del delito más vergonzoso existente en época navideña.

—¡Todos en pie!

El juez hacía acto de presencia en la sala. El ruido de los presentes al levantarse y luego al sentarse, cuando se lo ordenaron, fue lo único que se escuchó. De repente un grito esbozado por un espontáneo que, abriendo las puertas de la sala de un fuerte empujón, entró  e hizo que todos se volvieran dando veracidad a aquel personaje.

—¡Culpables!

La actuación del juez fue rápida y contundente “Que lo arresten”, ordenó dando un fuerte golpe con su martillo de juez. Rápidamente aquel espontáneo fue maniatado y sacado de la sala.

El abogado fiscal comenzó sus alegaciones, describiendo los hechos. Aquellos dos individuos, los acusados, escucharon atentos los delitos de los que se les acusaban.

—Es un hecho, y así lo demostraremos, que los dos acusados robaron, pero no perpetraron un robo cualquiera, no robaron ropa, comida o dinero ¡No! —el fiscal daba énfasis a sus palabras para que las acusaciones fueran, ante los oídos del juez y los espectadores, mas graves de lo que unas alegaciones normales serían—, el robo que organizaron fue cruel y despiadado. Le robaron la dignidad a un padre delante de su primogénito. Esta fiscalía demostrará que sin remordimiento alguno atacaron sin previo aviso…

Las alegaciones del ministerio fiscal  se prolongaron con gran teatralidad durante tres cuartos de hora. Llegado el turno del abogado defensor se hizo un silencio sepulcral.

-—¡Señoría! —dijo el representante de los acusados—, mis clientes son culpables, y lo son por una causa indiscutible, y esa es el hambre. ¡Sí!, el hambre, no se sabe lo que significa este sustantivo hasta que se padece, hasta que cualquier cosa parece aceptable con tal de calmarla. No me refiero al hambre que padece un estomago vacío, ni el hambre que deja de pasar frío atroz, ni siquiera el hambre de poder que hace que el corrupto se llene los bolsillos, me refiero a ese hambre que lucha contra la desesperación, contra las ansias, contra las fuerzas de realizar algo prohibido, el hambre de la miseria, de vivir en la inmundicia. Ese hambre les hizo cometer a mis clientes todo eso de lo que se les acusa, pero habría que preguntarse ¿Qué hace el poder establecido para eliminar esa ansiedad? ¿Por qué en lugar de realizar un esfuerzo para calmar ese hambre, se les arrincona, se les hace desaparecer de la vista de los buenos ciudadanos, para que parezca que se vive en un mundo feliz?…

Mientras escuchaban a su abogado los acusados se miraron, y uno le dijo al otro:

—Ves Risqui, ya te dije que era un buen abogado.

—Sí, ¿Y qué pena crees que nos caerá por haber roído los calzones de San José?


 ©Jesús García Lorenzo

08 diciembre 2022

El matador

Hoy, al llegar a casa me encontré un sobre. Se había convertido en una costumbre desde hacia dos años, en él, siempre aparecían una fotografía, una dirección y dos mil euros en efectivo.

A mis setenta y ocho años, jubilado, solo y sin perrito que me ladrara mi vida se iba apagando poco a poco, todo consistía en un café por las mañanas, descafeinado por supuesto, y en pijama. Un paseo por la ciudad para ocupar el tiempo, comer en el bar de Juan, siesta mientras en la televisión emitían una película, vuelta al bar, una partida al dominó, cena y a dormir. Todo monotonía, todo aburrimiento, todo muerte lenta.

Un día a la vuelta del bar encontré un sobre que alguien, quizás por error, habían deslizado por debajo de mi puerta, no había ni remitente ni dirección, lo abrí y vi la foto de un hombre que me pareció conocido, acompañaba a la foto dos mil euros en billetes de cincuenta. Mi imaginación se desbordó ¿Acaso alguien quería ver muerto a ese hombre?,  ¿por qué?, y es más, ¿quería que lo matara yo?.

No dormí esa noche, mi cabeza le daba vueltas a quién quería ver muerto a aquel pobre hombre, pero lo que a las dos de la mañana me hizo levantarme y dar vueltas por todo mi piso era ¿Yo?.

Al día siguiente, con los nervios a flor de piel, llegué a plantearme, por un momento, cómo realizar el encargo, pero al pasar por el espejo del recibidor le pregunté a mi reflejo ¿Estás loco?

Pasados dos días de la recepción del sobre recibí una llamada de teléfono, una voz distorsionada me preguntaba el motivo de mi demora. No me dio tiempo a ninguna pregunta ni explicación, pues me daba dos días para ejecutar el encargo.

Sin saber porqué salí a dar un paseo como todos los días, pero en dirección a la calle del señalado. Para mi sorpresa lo vi salir del portal. Sin saber cómo ni porqué lo seguí durante una media hora hasta un parque donde jugaban muchos niños menores de diez años. Me senté en un banco desde dominaba una parte del parque un poco escondida, y vi porqué era el señalado. Me enfurecí tanto que sin dar crédito a mi razón fui hacia él, por fortuna aquel niño ya se había ido, lo empujé y como aún llevaba los pantalones por las rodillas se desequilibró y cayó golpeándose con la cabeza contra un bordillo del jardín. Murió en el acto.

La rabia de lo que había visto me impedía darme cuenta de que había matado a un hombre. Cuando llegué a casa se me apoderó una sensación de desasosiego tal que me serví una copa de coñac y me relajé en el sofá.

Mas tranquilo recibí una llamada telefónica donde la voz distorsionada me felicitaba por la realización del encargo.

En el noticiario del día siguiente daban por un ajuste de cuentas el asesinato de un pederasta al que la madre de un niño de seis años había denunciado a la policía por intento de abusos.

Me pareció que el caso estaba cerrado, sobre todo cuando al paso de los días nadie me buscó, ni preguntó, parecía que yo nunca hubiera estado allí.

Los sobres fueron llegando a lo largo de los meses, y no sé como cada vez me costaba menos realizar los encargos. El destino me ayudó en las realizaciones, pues de una forma u otra nunca tuve la necesidad de utilizar ningún instrumento para cumplir con lo pagado.

Hoy he vuelto a recibir el sobre. Quizás la fuerza de la costumbre, o el cambio de mi rutina, pero no le di ninguna importancia a la recepción de aquel sobre, así que después de acomodarme en el sofá abrí aquel dichoso sobre.

Mi cara dio un cambio al ver a quién se pretendía que matara, en aquella ocasión había una cantidad de cuatro mil euros y la fotografía era la mía.


©Jesús García Lorenzo

16 noviembre 2022

El diario

Ella guardó una rosa como recuerdo de su amor, una rosa entera sin deshojar. El tiempo la fue marchitando poco a poco. La falta de riego, de amor y la distancia fueron transformando sus hojas en quebradizas y de un color de muerte.

El diario donde ella escribía fue olvidándose. A las emocionadas páginas que describían una pasión siguieron otras de quejas y de desasosiego, hasta que el hastío dejó las páginas en blanco.

Un día ella volvió a enamorarse y la fiebre del amor surgió como una febril enfermedad. La pluma volvió a escribir apasionadamente olvidando la vida anterior. Páginas nuevas  donde se desbocaba la ilusión y el deseo.

Un día dejó de escribir, en la última página puso: “Me caso”.

Un anochecer de lluvia intensa se iluminó el desván, unas manos suaves y delicadas rebuscaron en un halcón. Las lágrimas, húmedas de añoranza, resbalaron por su mejilla  mojando aquella rosa grisácea que se deshacía entre los dedos de aquellas manos  deseosas  que el tiempo se hubiera detenido años atrás.

Me entristecí, al tiempo que sentí el calor de su pecho al ser abrazado. Mis páginas se estremecieron cuando su voz susurrante leía lo escrito sobre ellas.


 ©Jesús García Lorenzo

19 octubre 2022

Soy Don Juan

Andrés no podía imaginar mientras blandía su espada de plástico frente al espejo, que aquella noche, la de difuntos, acabaría siendo la más excepcional de toda su vida.

Enfundado en su viejo traje de tuno, que plegó y guardó con naftalina al acabar la carrera de Derecho, se imaginaba ser Don Juan Tenorio. Ese año acudiría a la fiesta de Halloween de tal guisa. Iba a dar el golpe esa noche. Seguro que nadie llevaría semejante vestimenta.

Con una boina negra por sombrero se dirigió a la puerta de la calle para ir a su destino. Al pasar por el espejo del recibidor se repasó de arriba abajo. Durante dos semanas se había afeitado dejándose un fino bigote y una espesa perilla, perfectos para el papel que representaba.

Decidió acudir a la fiesta andando. “Total no está tan lejos”, pensó y con paso firme y decidido comenzó su andadura.

El alboroto de la calle en Halloween le obligó a pensar que atajando por calles adyacentes llegaría antes. En una de esas calles la luz de las farolas se apagaron, de pronto quedó con la iluminación propia de la luna llena. 

—¿Don Juan. Sois vos?

La pregunta le sobresaltó. No sabía con exactitud de dónde procedía.

—¡Por mi espada que si no contestáis os haré probar una cuarta! ¿Sois Don Juan?

La oscuridad y su miopía no le permitían distinguir el origen de esa voz, por lo que optó por ponerse las gafas. No podía creer lo que estaba viendo. Ante él una figura se tapaba con su capa y que junto su sombrero de ala ancha, adornado con una pluma larga y caída hacia atrás, solo se le podía distinguir los ojos.

—¡Vive Dios, contestar de una vez que me impaciento!

—Me llamo Andrés —dijo algo tembloroso.

—¡¡Mentis!! Juro por lo más valioso que si no decís la verdad…

—¡No! Soy abogado, y me dirijo a una fiesta que…

—¿Fiesta? Os lo dije. Os lo rogué incluso faltando a mi hombría, y vos, con la burla que se os antoja…

—¿De qué me habla?

—¡¡Pardiez!! ¿Os burláis?, de Doña Ana de Pantoja.

—¿De quién?

—No me toméis por bobo. La hostería de Cristófano Buttarelli ¿Recordáis?

—Si hubiera estafo allí…

—A Don Luis Mejía.

El embozado apartó su capa descubriendo toda su figura al tiempo que su mano derecha se situaba en el mango de su espada. Andrés quedó pálido, tembloroso y levantando el brazo pidió calma.

—¿Rogais, o es cobardía? Vos Don Juan, el que a las cabañas bajó y a los palacios subió…

—Se equivoca caballero, si lo que quiere es dinero pues…

—¡Me insultais!

En un abrir y cerrar de ojos notó la punta de la espada de Don Luis en su garganta. No se atrevió a mover un solo músculo. “Este hombre está loco ¡Dios mío ayúdame!”

—Decidme, ¿quién sois?

—Soy… Don Juan.

La luz de la mañana descubrió un cuerpo, bañado en sangre, en el callejón trasero de un viejo y destartalado teatro que en su fachada aún conservaba el cartel de la última representación: Don Juan Tenorio.


©Jesús García Lorenzo

25 septiembre 2022

Un día de fiesta


Me he despertado realizando el típico bostezo, los estiramientos habituales con la dulce monotonía de todos los días.

Tras mi ración de agua matutina, el aire fresco de la mañana. Es reconfortante salir al balcón recién levantado el día, para respirar hondo y empapar los pulmones del olor penetrante de la ciudad.

Al salir a la calle te encuentras con esos amigos desconocidos a los que saludas por inercia “¿Qué tal? ¡Buenos días! ¿Cómo te va?” ¡Siempre igual!

Estamos en fiestas, por lo tanto mucha aglomeración de gente impidiendo andar normalmente por la calle. Música fuerte y algarabía en general.

Hoy es el día grande, el día en que consume todo, fuegos artificiales, petardos etc…, pues mañana todo acabará. Pero antes de que acabe, en casa se celebra con una gran comida a la que asiste toda la familia. En la cocina, las mujeres se esmeran en preparar manjares exquisitos, los niños juegan alegrando la casa con sus risas y sus travesuras, y los hombres hablan de la actualidad arreglando el mundo con sus comentarios.¡Aaah! Es estupendo ver a todo el mundo feliz y contento.

De la calle llega la deliciosa melodía de un pasodoble. Todos corren para hacerse con un lugar privilegiado para poder ver cómo los músicos pasean sus melodías alegrando la vida que mañana volverá a ser monótona y aburrida. Acompañando a los músicos van mujeres jóvenes luciendo trajes tradicionales llenos de colorido.

-Mira que traje más bonito.

-¿Y qué me dices de ese?

Todo el mundo asomado a las ventanas y balcones aplaude el paso de la juventud engalanada.

Una vez ha terminado el pasacalle vuelven todos a sus quehaceres. Alguien enciende el televisor y las noticias llenan la habitación. Mientras la mesa se llena de aperitivos, cerveza y alegría.

Da gusto ver a toda la familia alrededor de una mesa ¿Y yo? Pues como siempre recorro cada uno de los lugares ocupados para ver si alguien me da algo, pero en esta ocasión mi amo, acariciándome el lomo y a escondidas, me da un buen trozo de uno de los manjares que hay sobre la mesa. Y yo, moviendo el rabo contento y agradecido, me voy a mi manta, a saborear mi regalo.

©Jesús García Lorenzo

14 septiembre 2022

Lo evidente


Gotas de oro salpicaron el suelo una y otra vez. Pues el llanto de lo imposible debería cotizar en bolsa.

Sentirse ciego es peor que serlo, sobre todo cuando no te ven.

Su fino bastón blanco acompañaba, con sus suaves golpes, a su voz pidiendo el favor de alguien.

Autobús tras autobús y siempre la misma pregunta.

— Por favor, ¿Qué numero es éste?

Solo oía bullicio.

Jaime tan solo contaba con la experiencia que dan los veinte años. Medio tumbado en la cama de un hospital esperaba el diagnostico.

Su mente revivía una y otra vez, aquellas luces intensas, que acercándose a gran velocidad acabaron con las risas de una noche de asueto.

Por fin la voz del médico. Como un estallido retumbaron las palabras “Ceguera irreversible”

Su bastón, golpeaba el suelo mientras volvía a pedir indicación a la gente.

A través de su sentido mas desarrollado podía oír los exabruptos de una mujer que intentaba que sus hijos estuvieran quietos.

Sus lágrimas empaparon sus vendas. ¡Ciego! Ya no podría disfrutar del atardecer, ni del verde manto de la hierba. Su mente acumulaba imágenes en un desesperado intento de salvaguardar aquello que no volvería.

El humo de un puro le ahogaba. Por más que se retirara aquel hedor le perseguía. 

Notó un olor diferente. Un perfume de mujer penetrante que le hizo concebir esperanzas. A lo lejos el ruido tronador del motor de otro autobús.

- Por favor ¿Qué...?

No pudo acabar, los empujones lo separaron del lugar que ocupaba. Incluso tuvo que oír algún insulto por obstaculizar el paso.

Aquel motor volvió a rugir para poco a poco alejarse de él.

El día que le quitaron las vendas se sintió morir. No notó diferencia cuando le dijeron que estaba frente a una ventana en un día de sol.

Semanas intensas de rehabilitación. ¡Qué ironía! Como si la desesperación por lo perdido, se pudiera rehabilitar.

Buscó con resignación un lugar donde sentarse, su bastón no lo encontró. Aquella parada solo contaba con un poste indicador, donde pudo apoyar su espalda.

Seguía percibiendo aquel perfume intenso, pero se mezclaba con otro que el viento de repente le traía. Al principio no lo identificó pero luego fue muy claro.

Ese olor a ozono que precede a la tormenta, iba acrecentándose, anulando el perfume.

La visita de una amiga fue el detonante. Al principio le fue incomoda su presencia. Ciego, torpe y sin poder saber qué expresión tenía en cada momento, le hizo comportarse inadecuadamente. Pero Alicia tenía un Don, sabía cómo hacer que Jaime cambiara su actitud, y al rato de estar hablando con ella se sintió relajado y confiado.

Un gran chasquido ensordecedor le sacó toda duda que pudiera tener. Notó como las gotas de lluvia golpeaban con fuerza su cabeza.

Su bastón no acertaba a encontrar donde se pudiera guarecerse de la furia del cielo. Sus ropas se empaparon y sintió frio.

Cuando salió del hospital su casa fue su refugio y la seguridad de lo conocido. Solo cuando Alicia fue a buscarlo se decidió a salir.

El tiempo pasó y un día tomó la decisión, iría al centro y volvería. Sería la prueba final de su rehabilitación.

Bajo aquel diluvio y mojado hasta la medula oyó cómo se acercaba un autobús a la parada. Con voz temblorosa por el frío, volvió a hacer la pregunta.

Una voz femenina se dirigió a él.

-¿Que numero espera?

- El veintisiete.

- Lo siento, se ha equivocado de parada, aquí no para esa línea. 

- Entonces...

Su voz demostró hundimiento.

- Debe irse más abajo, a unos doscientos metros.

- ¿Hacia qué lado debo ir?

- A su derecha, Lástima ya han pasado tres.

Jaime, derrotado por la lluvia y la incomprensión, se alejó acompañado por su mejor amigo. Su bastón.


©Jesús García Lorenzo


24 agosto 2022

La decisión de las Musas


Calíope ejerciendo de hermana mayor argumentó todos los contras de la proposición de su hermana menor Urania.

—Algo de razón tiene. —apuntilló Talía.

Las demás estaban en silencio, esperando acontecimientos y observando cómo a su hermana mayor le iba subiendo su enfado mientras que Urania exponía sus pros.

La proposición estaba sobre la mesa, sin embargo y a pesar de la reacción adversa de Calíope se respiraba una aceptación generalizada que la hermana mayor acabó por asimilar.

—¡Yupi! Nos vamos de vacaciones.

Talía no pudo reprimirse y sus saltos y gritos de alegría fueron contagiosos, todas hasta Calíope lo festejaron, pero Clío verbalizó lo que todas pensaban y no se atrevían a decir en voz alta.

—¿Qué opinará nuestro padre?

— ¿Y si no se lo decimos? —Melpómene se atrevió casi como un susurro a exponer lo que pensaba.

Todas callaron, el silencio se hizo patente hasta que Euterpe con una sonrisa pícara y mirando a sus hermanas concluyó que si lo distraía alguien no se enteraría.

Hicieron cavalas, estudiaron posibilidades y llegaron a una conclusión: « Apolo » Fue unanime, hasta Terpsícore que era algo reticente con mentir, pero con el gusanillo de la tentación a flor de piel aceptó.

El acuerdo con Apolo fue duro de conseguir, pero lograron embaucarlo para que durante una temporada el gran Zeus estuviera tan distraído como para que no pensara en sus hijas.

Las Musas Griegas, la fuente de creación cultural, se tomaron unas vacaciones.

En la tierra algo se paralizó de repente. Los músicos no componían nuevas melodías, los escritores no entregaban sus obras a editar porque se habían quedado en blanco, los actores no improvisaban porque no sabían cómo, en el mundo de las ciencias los astrónomos les daba pereza mirar a las estrellas, los matemáticos les dolía la cabeza cada vez que veían números. En general la creación se había paralizado. El mundo entró en crisis.

Erato, tumbada en su hamaca  miraba con atención a los hombres que se lanzaban desde el trampolín de la piscina. « tienen cuerpos que se asemejan a Apolo », pensaba mientras saboreaba una bebida extraña pero cuyo sabor le agradaba. A su lado Clío con los ojos cerrados saboreaba como el sol acariciaba su piel, y pensaba en la cantidad de hombres a lo largo de la historia hubieran deseado estar como ella en ese momento.

Terpsícore fue sacada de una clase de bachata a rastras por su hermana Melpómene ante una urgente noticia que acababa de recibir de Apolo. Todas con una prisa inusual en ellas fueron corriendo al lugar donde se encontraban Erato y Clío. Tuvieron una reunión en la habitación del hotel y comenzaron a temblar cuando oyeron la voz de Zeus.

—El mundo está muriendo, —comenzó Zeus—la cultura ha desaparecido de la faz de la tierra, los habitantes del planeta están olvidando como se escribe, como se pinta, como se baila, como se hace música como se…

Las Musas estaban abrazadas unas a otras esperando el castigo que fue rotundo, y sin posibilidad de apelación.

En la tierra surgieron grandes cerebros, que publicaron novelas que siglos después aún se leen, hermosas pinturas que reflejaban hechos históricos y que todavía se pueden ver y disfrutar, poesías que engrandecen el alma, descubrimientos astronómicos y matemáticos que revolucionaron la tierra, obras musicales que enternecieron y enfurecieron, distrajeron y sosegaron, historiadores que enseñaron y oradores que maravillaron.

El castigo duró y duró, hoy en día las musas no paran de trabajar, y si en algún momento te ves con la mente aturdida, o deseas desafiar a la hoja en blanco, llámalas, tienen que cumplir un castigo.


©Jesús García Lorenzo

10 agosto 2022

El hombre que respiraba música

Cuando se jubiló en lugar de ver en ello una desgracia vio la puerta abierta a sus aficiones. Todo aquello que no pudo realizar durante su vida laboral lo podía hacer, tenía todo el tiempo del mundo.

El primer día se despertó a la hora habitual para acudir al trabajo, fue una decepción, pero poco a poco se habituó a poder abrir una ventana y mirar al sol en pijama.

El segundo día lo dedicó a limpieza general, abrir armarios y deshacerse de todo aquello que le recordara la vida laboral. Estaba en una etapa nueva, libre y esperanzadora.

En una caja forrada de polvo encontró un estuche que le devolvió a su juventud, en ella dormía un clarinete. A su lado otra caja contenía partituras, lengüetas de caña, vaselina y demás utensilios para el instrumento encontrado.

Lentamente montó el clarinete, adecuó la lengüeta de caña a la boquilla, apoyó su dedo pulgar de la mano derecha en su lugar, dispuso el resto de dedos y se llevó el instrumento a la boca.

El sonido que oyó fue desagradable. ¡Hace tanto tiempo!, se dijo excusando su torpeza. Lo intentó de nuevo y poco a poco fue sacando un sonido mejor que el anterior. Recordó que no muy lejos de su casa existía una unión musical y se preguntó si…

Acudió al local y vio que a él acudían niños con sus instrumentos, se decidió a entrar. Un espacio diáfano daba paso a lo que indicaba ser la secretaría, y a un pasillo desde donde se podía oír el sonido de varios instrumentos, un saxo, un clarinete, una trompeta, una tuba y varios instrumentos de viento.

—¿Deseaba alguna cosa?

Una voz femenina le devolvió al lugar y al motivo por el que estaba allí.

—Sí, verá, me preguntaba si daban clases a adultos.

—¡Claro que sí! —Le dijo con entusiasmo aquella mujer, e indicándole la secretaría— Pase siéntese y hablamos.

En cuestión de una semana acudió con su clarinete a su primera clase, en ella se encontraba su profesora que estaba calentando la madera de su instrumento con unas escalas. La primera clase fue mas bien de información, tanto para él como para su profesora que al comprobar que , aunque algo olvidado, conocía el clarinete, el solfeo y sólo necesitaba práctica y método.

El tiempo transcurrió, los ejercicios cada vez más complicados pero que no suponían una dificultad, poco a poco nuestro clarinetista fue recuperando la habilidad que de joven había aprendido. Era feliz interpretando partituras, e incluso llegó a unirse a varios compañeros para formar un grupo musical y poder disfrutar juntos de la música. Consiguieron que les concedieran un local donde reunirse para ensayar y tocar. Llegaron a hacerlo tan bien que alrededor de la puerta, que al final no se cerraba, se reunían gente para poder escucharlos.

Un día recibieron la noticia de que el ayuntamiento dejaba de subvencionar la música y que la unión musical debía cerrar sus puertas por falta de ingresos.

Nuestro jubilado comenzó una campaña en contra de aquel despropósito, consiguió publicar en los periódicos locales artículos defendiendo la música, participar en programas de radio y televisión, fue tal el escándalo que organizó que las autoridades optaron por la via más directa. Quedó prohibida la música.

En la puerta de urgencias del hospital apareció un hombre con las manos en la garganta, su cara reflejaba un leve color azul, una enfermera gritó pidiendo ayuda, al instante aparecieron médicos y auxiliares, le aplicaron oxígeno, pero éste se les moría ahogado. 

En el box junto al que se encontraba el ahogado, sonó un violín, una niña al que estaban escayolando una pierna le habían llevado sus padres su instrumento para que se calmara y desoyendo la orden municipal lo hizo sonar.

Los instrumentos médicos acoplados a nuestro jubilado indicaron que comenzaba a respirar. Ante la perplejidad de los sanitarios se levantó de la camilla y se encaminó al box donde la niña interpretaba a Mozart, y frente a ella respiro hondo.

07 julio 2022

Un día de playa

Lo siento, pero no he podido resistirme, (quizá porque el personaje me ha obligado o quizá porque me lo ha sugerido con mucha fuerza), ha volver a poner un relato de playa que ya publiqué hace pocos años, pero con el calor que está haciendo aquí (sí, ya sé, alguno de vosotros estáis en invierno u otoño), no he podido resistirme.


                             Un día de playa


Un día mirándome al espejo observé con horror que tenía la piel tan blanca como la leche, estaba claro que necesitaba con urgencia un buen baño de sol.

El primer problema fue el bañador. Busqué y rebusqué, revolví y puse la casa patas arriba sin hallar nada que se pareciera a un traje de baño. ¿Y la toalla? Ni flores, no existía. Encontré, sin embargo, una pala y un cubito de plástico. ¡Qué alegría!, pero el bañador sin aparecer.

 Así que tuve que equiparme. Entré en unos grandes almacenes y me dirigí a la planta de ropa para hombre, sección de baño. Busqué un dependiente y una dependienta muy amable se me acercó. No es que esté en contra de que una mujer sea dependienta de ropa para caballeros, pero eso de tener que explicarle a una mujer desconocida que talla uso de… o que no apriete los… ¡Caray, que uno tiene su pudor!, y no va por ahí alardeando.

El caso es que le dije qué quería comprar. Fue nombrarle la palabra bañador, y con un: “Sígame”, tuvo suficiente para que yo fuera detrás de ella como un perrito faldero. Y surgió la pregunta: “¿Qué talla usa?”. Yo podría haberle contestado con firmeza y seguridad: la cuarenta y dos, y no hubiera pasado nada, pero cuando una mujer te pregunta en un sitio público, y en voz alta, qué talla de bañador usas, y además lo hace mirándote la pernera del pantalón, o eres un pasota, o, ¡caramba, corta un poco!, estuve a punto de ponerme las manos delante.

Con timidez le susurré la cuarenta y dos, y ella sin cortarse un pelo, y haciendo una mueca de desaprobación, me dijo: “Le voy a dar la cincuenta y dos, se la prueba y a ver qué tal le va”. ¡Pero, bueno, que no estoy gordo! Me miré en un espejo que había cerca. Una esbelta figura se reflejaba en aquel cristal, hasta que me puse de perfil.

Y allá fui a los probadores con varios tipos de bañadores, todos de la talla cincuenta y dos. Los probadores eran departamentos diminutos, eso sí, tenían un espejo y una diminuta percha, que más que percha era un clavo, y con una cortina que le faltaba tres palmos para llegar al suelo, ¡como para no tener vergüenza, que uno se iba a poner en bolas en aquel…!. Bueno, me encerré y comencé el ritual para probarme los bañadores.

Me desnudé de cintura para abajo, y comenzó la primera pelea. Sí, sí una verdadera lucha, la percha no quería albergar mis pantalones que acabaron por el suelo a la vista de quien estuviera al otro lado de la cortina. Mis codos, acostumbrados a espacios más anchos, tropezaban con las paredes.

Después de darme por vencido con aquel clavo cogí el primer bañador y me lo probé. ¡Ajá!. Qué vista tenía la dependienta. ¡Era mi talla!.

Una vez me había probado todos los bañadores, con muchos malabarismos, todo sea dicho, elegí el que luciría en la playa.

La dependienta, sonriente, no me preguntó si me venían bien o no, ¡noooo!, bien lo sabía ella. Y luego vino la toalla, ¡Já!, las había de todos los tamaños, formas y colores, me costó decidirme, pero al final me lleve la que eligió la dependienta.

A la mañana siguiente me levanté temprano, desayuné fuerte, me vestí para la ocasión, y con mi coche me encaminé a la playa.

Cuando llegué no había un solo coche, al encontrarme con todo aquel enorme espacio vacío dudé dónde aparcar mi vehículo, pero al final lo dejé lo más cerca de la arena que pude. La playa estaba desierta, bueno salvo dos o tres personas a lo lejos. Extendí mi toalla con las grandes letras de un conocido refresco, y me tumbé al sol con mi flamante bañador.

¡Qué delicia notar el calorcito del sol sobre la piel!, me sentí tan a gusto que durante un rato no me enteré de nada. Una pelota hizo que despertara de aquel sueñecito bajo el sol, y, ¡oh, Dios!, la playa estaba abarrotada. A tan sólo dos centímetros había toda una maraña de toallas ocupadas por cuerpos dorados, morenos y hasta negros. Vamos, que yo era la gota de leche que cae en el centro de una taza de chocolate. Y digo yo, si aquella multitud ya había erradicado el blanco de su piel: ¿Por qué seguían tumbados en la playa? ¿Acaso querían cambiar de raza?

Como sentí mucho calor decidí darme un bañito en el mar, así que levantando mi metro setenta y ocho, hinché pecho, metí barriga y creyéndome “Tarzán”, me encaminé a la orilla, eso sí, pidiendo perdón y permiso por toda la alfombra humana que ocupaba los cincuenta metros hasta el agua. Cuando mis pies, chamuscados por la ardiente arena, notaron el frescor del agua respiré aliviado, pero una muralla humana me impedía poder refrescarme. Si la parte seca de la playa estaba que no se podía ver ni un centímetro de arena, la parte húmeda estaba peor. Los niños jugaban a salpicarse, mientras que sus madres o abuelas, sentadas en el agua, les gritaban que no molestaran. Alcé la vista y pude distinguir un lugar donde la multitud acababa, ideal para tomar un buen baño, no había olas y parecía estar todo en calma, y allí me dirigí, volviendo a pedir permiso para pasar, claro está.

Cuando por fin llegué comencé a flotar boca arriba y a la deriva. ¡Qué maravilla!, el sol en la cara, mi cuerpo fresquito por el contacto con el agua, y sin que nadie molestara.

Una voz llamó mi atención. Un hombre en una barca, pescador sin duda, se interesaba por mí. Quedé algo sorprendido, ¿qué hacía esa barca tan cerca de la orilla?, miré hacia ella y apenas pude distinguir las cabezas de los que invadían la playa. Estaba claro, las corrientes marinas, caprichosas en exceso, me alejaron tanto, que un poco más y tropiezo con el Titanic.

Algo abochornado, le pedí al buen hombre que me acercara a la playa. Dijo que lo tenía prohibido, por aquello de la seguridad de los bañistas. ¿Seguridad? ¡Pero si allí si no estás de pie te ahogas!. En fin, el pescador se ofreció amablemente a llevarme al embarcadero del que salió de madrugada. Cuando llegamos salté a tierra con la misma elegancia que lo habría hecho Colón en tierras americanas. Bueno con tanta gracia posiblemente no, porque casi me doy de morros contra el duro suelo al no calcular la distancia entre la barca y el malecón. Y así fue como con mi bañador nuevo, descalzo y abrasado por el sol, comencé a recorrer el paseo marítimo en busca de la playa.

Ni que decir tiene que fui el objetivo de toda clase de miradas y comentarios. Los que habían decidido pasear, en lugar de ir a tomar el sol, se apartaban sorprendidos, y preguntándose qué narices hacía yo allí y con esa pinta. Cuando divisé la playa respiré aliviado, pero otra voz, esta con autoridad, sonó fuerte ordenándome que fuera hacia él. Era un guardia municipal, algo alterado al ver un hombre semidesnudo por un lugar tan decente como el paseo marítimo. Cumpliendo las ordenanzas me impuso una multa por desorden público, y otra por deambular indocumentado. A punto estuvo de llevarme a la comisaría, pero al explicarle lo ocurrido se rió en mis narices, y con un: “¡Ande, ande continúe!”, me dejó marchar.

Dolorido por andar descalzo por terreno empedrado, con la piel reseca, rojiza y dolorida, sediento y con un calor abrasador, llegué al lugar donde por la mañana temprano iba a pasar un día estupendo. Tuve que esquivar, con dificultades, a los lagartos que tumbados al sol dedicaban improperios a mi persona, y a mi santa madre.

Cansado recogí mi toalla y mis pertenencias, que afortunadamente seguían intactas, y decidí volver a casa y descansar de un día de asueto, no sin antes volver a oír los piropos dirigidos a mi santa madre camino del coche. Cuando llegué a él y abrí la puerta, una bocanada de aire caliente salió de su interior, tal fue la bofetada que casi me tira de espaldas. Al cabo de un buen rato conseguí airearlo, después de abrir todas las puertas y ventanas, y pude entrar para poner en marcha el motor y el aire acondicionado. Pero aún quedaba un obstáculo.

El espacio para aparcar, que cuando llegué estaba vacío, se encontraba a rebosar de vehículos, y tuve que hacer gala de todos mis conocimientos aprendidos en la autoescuela, para poder salir y encaminarme hacia mi hogar.

Cuando por fin llegué a casa, ¡ah, dulce hogar!, tuve que buscar una farmacia, y comprar toda la crema hidratante que tenían para aliviar los efectos del sol sobre mi dulce y delicada piel blanca, que se había convertido en la de un cangrejo.

Ahora, cuando miro mi cuerpo blanco como la nieve, me acuerdo de lo ocurrido en la playa. Entonces decido tumbarme en el sillón, con una cerveza bien fría, y poner en la tele: “Los vigilantes de la playa”, que es lo mas cerca que juré estar de ella aquel día que se me ocurrió tomar un baño de sol.


© Texto de Jesús García Lorenzo

15 junio 2022

El escritor



En ocasiones la realidad nos hace bajar de las nubes con tal rapidez que hay quien se rompe la crisma, pero en otras nos mantiene en ellas flotando sin llegar a creérnoslo.

David comenzó a escribir desde una edad muy temprana, en el colegio sus redacciones llamaban la atención de sus profesores. muchas entrevistas con sus padres hicieron comprender a sus docentes que aquel niño tenía algo especial.

Cuando adolescente ganó varios concursos literarios con sus cuentos. Todo pronosticaba que sería un magnifico escritor, que sus novelas se harían famosas y su vida estaría resuelta con las letras. Su primera novela « Soy del siglo XX » se publicó cuando contaba dieciocho años. La ciencia ficción le apasionaba, su autor favorito, Isaac Asimov, no le dejaba dormir, pues hasta que no terminaba la novela no se dormía, y por supuesto soñaba con ella como parte de sus personajes.

A la edad de veinticinco años sus novelas eran conocidas en toda Europa. Traducidas al francés, inglés y alemán, numerosos adolescentes se pasaban las horas leyendo sus historias.

Una noche en medio de una aventura en los Alpes, su personaje principal se reveló. Por más que David escribiera que su personaje debía matar con una pistola a su partenaire, en un arrebato de celos en medio de una escalada, éste arrojaba el arma al abismo.

—¿No lo ves? Es una incongruencia.

—¡Pero, Bueno! Yo soy el autor y harás lo que yo escriba, y desee.

De día se hizo con aquella discusión, El sol, con sus rayos directos a la cara, parecía que se posicionaba de parte del protagonista. David cansado de que la luz celeste le impidiera ver con claridad la pantalla del ordenador, bajo la persiana teniendo que encender la lampara del escritorio para ver el teclado. La discusión continuó durante toda la mañana. No comió, no atendió las llamadas de su editor que se interesaba por el desarrollo de la novela que tenía que entregar en tres semanas. Se encontraba en una batalla que cruel y despiadada estaba seguro de ganar, porque o ganaba o escribía otra.

A la salida de la luna decidió guardar el archivo de la novela en la carpeta de imposibles, carpeta que durante años estuvo vacía y que comenzó a ocupar con la de aquel personaje rebelde, y se enfrascó en una nueva historia.

En mitad de la noche sintió hambre y se dirigió a la cocina a preparase un bocadillo para no interrumpir mucho su trabajo, pues en tres semanas tenía que entregar una novela a su editor. Una sorpresa le aguardaba en la pantalla de su portátil, al sentarse en el escritorio frente al ordenador la página había desaparecido y en su lugar, ocupando la mitad, una frase en negro sobre blanco.

—No te vas a librar de mí tan fácilmente desterrándome en una carpeta vacía.

El asombro hizo que dejara de masticar y tragara el bocado provocando un ahogamiento que solucionó bebiendo un vaso de agua. Puso sus manos sobre el teclado y antes de que llegara a escribir apareció otra.

—¡No! No estoy dispuesto a obedecerte sin que hayamos hablado antes.

El asombro de David fue mayúsculo.

—… y debemos hacerlo cara a cara.

La imagen de un hombre perfectamente descrito en las primeras páginas de la novela, apareció ocupando toda la pantalla, le hablaba con naturalidad, algo enfadado eso sí, pero dispuesto a discutir el final de una novela que, según él no tenía ningún sentido.

Una vez superado el asombro, David se enfrascó en una discusión fuera de todo ámbito.

Alfonso Duarte, editor de David, decidió acercarse a su casa al no tener noticias de su escritor favorito, y puesto que no atendía sus llamadas. Llamó varias veces al timbre sin resultado, primero pensó que habría salido, pero sacó de su bolsillo las llaves de la casa de David, dudó un momento, pero abrió, entró.

En la pantalla del ordenador vio con asombro como la imagen de David luchaba a brazo partido con un hombre que no pudo reconocer.

El sonido de un disparo le hizo echarse atrás, y observó con horror que de la pantalla goteaba sangre, y el otro hombre repetía sin cesar « Te lo advertí, no estoy dispuesto a obedecerte ».


©Jesús García Lorenzo

02 junio 2022

El sueño

Como siempre se acostó con la intención de forzar el sueño. Tenía la teoría de que si forzaba en una historia al acostarse, siendo protagonista, cuando se durmiera su sueño continuaría con ella.

Por desgracia cuando se levantaba todas la mañanas no recordaba nada de lo que había soñado, y aunque no tenía la certeza de que funcionara, continuaba forzando el sueño.

Una mañana, al levantarse observó que no estaban sus zapatillas en el lugar donde siempre. Se dio cuenta que la puerta de la habitación no estaba. Con algo de extrañeza, se calzó las zapatillas, salió de la habitación y se dirigió al baño. La puerta tampoco estaba. Miró a su alrededor y comprobó que faltaban las puertas de las habitaciones. Un impulso irresistible le hizo correr hacia la puerta de la calle. Sí estaba, pero sin pestillo.

Mecánicamente, como si fuera un robot se hizo un café. La cabeza le daba vueltas. Días atrás, recordó, tenía pensado cambiar todas las puertas por unas nuevas porque ya estaban viejas y algo rascadas por el perro cuando era un cachorrillo ¿El perro?.

Recorrió toda la casa en busca de su mascota. Nada. Nada daba ha entender que hubiera habido un animal en aquella casa. Con la taza de café en la mano se sentó en una silla de la cocina. Llegó a pensar que todo se trataba de un sueño, un sueño que estaba viviendo in situ. Se pellizcó y sintió dolor, por lo que pensó que había despertado, pero ¿Qué estaba pasando?.

Volvió a su habitación en busca de su teléfono, lo encontró encima de su mesita de noche cargado a tope, cosa que no dio importancia cuando lo cogió, pero que le pareció extraño que no estuviera el cargador a la vista. Buscó en la agenda el número de su amiga Ana. No lo encontró, es mas, ningún nombre de los que aparecían en su agenda telefónica le resultaba familiar.

Abrió el armario con la intención de elegir un vestido que ponerse y no reconoció ninguno de los que allí estaban. Comenzó a ponerse nerviosa. Eligió uno al azar y se lo puso. Fue al baño a mirarse en el espejo de cuerpo entero que tenía en la pared a modo de decoración y…

Un grito desgarrador se adueñó de todo el piso. La imagen que le reflejaba el espejo era la de un hombre con barba blanca y arrugas en la cara de haber cumplido los ochenta años. Miró sus manos y  sus brazos, no parecían las de un hombre de esa edad. Volvió a mirarse en el espejo y su aspecto había cambiado, estaba rejuveneciendo, al menos habían desaparecido veinte años. Levantó sus faldas y buscó encontrando lo que se temía ¡Era un hombre!, y cada minuto que pasaba era más joven.

Salió del baño confusa, anonadada, nerviosa y con las pulsaciones alteradas y apoyándose en las paredes del pasillo entró en el dormitorio, abrió la puerta del armario ropero y se miró en el espejo interior ¡Dios, mío! El espejo le devolvía la imagen de una mujer joven deseable. Sus manos fueron instintivamente al pecho y luego a la entrepierna.

El teléfono sonó con insistencia Andrés se levantó a cogerlo, algo mareado. Al otro lado se oyó la voz dulce de una mujer.

—Los sueños ni se pueden controlar, ni se pueden forzar, y a veces es peligroso querer dominarlos.

Andrés recordó, miró en el espejo y se observó. Su corazón no pudo soportarlo y se desplomó.


©Jesús García Lorenzo


08 mayo 2022

El deseo

La tarde en que Juan celebraba su sesenta cumpleaños sintió un fuerte dolor en su brazo izquierdo.

Esa noche en la habitación del hospital, su mujer dormía a su lado en una butaca.

Al mirar hacia la puerta la vio, su semblante era fresco y sonriente.

—No despertará —dijo refiriéndose a la mujer que dormía a su lado.

—¿Quién eres? —Juan no parecía asustado.

—Alguien que hará realidad tu deseo.

—No comprendo.

—¿Recuerdas tu petición al apagar las velas?

Juan quedó pensativo y sonrió.

—Veo que te acuerdas ¿Sigues deseándolo?

Miró a su mujer y pensó en los años felices.

—Sí, deseo que se borren todos mis errores.

—De acuerdo. ¡Que seas feliz!

Un gran sopor le dejó dormido. 

Al despertar estaba sólo en la habitación de hospital.

Entró una enfermera sonriente que revisó su pulso y su presión sanguínea.

—Parece que todo está correcto.

—¿Dónde está mi…?

—¡Ah, su pareja! Al decir el doctor que usted no corría peligro, bajó un momento a desayunar ¡Mire ya está aquí!.

Miró hacia la puerta y vio a un hombre joven con barba de dos días que se le acercaba sonriente dispuesto a darle un beso. Levantó los brazos para detenerlo.

—¿Quién es usted? Y ¿Dónde está mi mujer?

La enfermera le dedicó una amplia sonrisa mientras sus pupilas se tornaban bermellón y en la habitación aparecía el olor inconfundible del azufre.