27 febrero 2022

La casa


Le decían Pepe. Su nombre, José. Arquitecto. Durante veinte años, por mandato municipal, su misión era la limpieza de la ciudad. Todos aquellos edificios que cumplidos los cien años, y que aún se mantenían en pie, debía revisarlos y ordenar su derribo. Así estaban las cosas en una ciudad que, en su proyección al exterior, pretendía ser moderna. Sólo aquellos cuya historia fuera patrimonio del pueblo se salvaban de la visita del “Exterminador de la ciudad”, como lo llamaban los círculos inmobiliarios. 

Pero el sueño de Pepe era construir no derribar. Cada vez que asistía al desplome de una vieja edificación, solía dibujar en el dorso de la orden, un esbozo del edificio que levantaría en su lugar.

Viudo y solo. Echaba de menos la compañía de una mujer que le apoyara en los momentos difíciles, como los que le obligaban a realizar.

Una mañana al llegar a su despacho encontró un dossier en su mesa que le cambiaría la vida. Aturdido por una mala noche de insomnio, abrió con desgana la carpeta esperando ver otra casa condenada.

—¡Será...!. El gesto de su cara era de extrema sorpresa, su cuerpo comenzó a temblar como el de un joven al que su mente le hace ver viejos fantasmas. Sus piernas le flaquearon, y le obligaron sentarse.

—¿Roberto?, soy José, tengo sobre mi mesa una…

Al otro lado del auricular se encontraba su amigo y jefe Roberto Valldemosa, arquitecto diplomado, como él. 

—¡Vamos Pepe!, No es más que otra casa.

La sorna de Roberto, le infundió rebeldía suficiente para masticar un reproche.

En el lugar del descalabro un hombre, con un insoportable puro, mentón sin afeitar y algunos kilos de más, no paraba de hablar. 

Los recuerdos se agolpaban y luchaban por salir del baúl. Veía al niño que con tan solo cuatro años, observaba como el agua que corría, incontrolada por la calle, se adentraba en el interior del patio para compartir con él su hogar. Creyéndolo un juego y una fiesta no mostró el temor que los adultos de su alrededor manifestaban sin ningún miramiento. Solo cuando vio a su madre llorar comprendió que algo malo sucedía.

Aquel hombre no paraba de revolotear con su sonido odioso y molesto.

Un pequeño infante acudía contento con su caña de pescar al hombro y la cesta repleta de peces. Junto a él su padre.

—¿Volveremos otro día?

—¡Claro!

El zumbar molesto de aquel hombre y su puro eran insoportables.

Un joven llegaba de noche al portal, acompañado de una hermosa jovencita, los dos nerviosos cogidos de la mano y dándose ánimos.

—¡Serenoooo! —gritó él con fuerza.

—¡Vaaaa! —se oyó a lo lejos.

—¿Crees que le gustaré a tu madre? —preguntó ella con voz temblorosa.

Él la abrazó cariñosamente serenando su angustia. El carraspeo del vigilante nocturno los hizo separarse, a la vez que le mostraban sus anillos de casados. Con la puerta franqueada desaparecieron en el oscuro zaguán para comenzar una nueva vida juntos.

—Entonces, ¿de acuerdo? —la voz del abejorro le increpaba impaciente.

Pepe sin pestañear, y continuando en su posición original, le dijo con voz profunda y seca, “Sí”.

Las órdenes fueron rápidas y precisas, la maquinaria se puso a punto en pocos minutos. Solo faltaba la firma. Ese garabato que, estampado en un papel, tiene más fuerza que todos los elementos de la naturaleza desatados juntos.

Se le extendió un bolígrafo mugriento acompañando de la autorización.

Del portal salía una hermosa mujer con un niño de la mano.

—¡A ver cómo te portas, que no tenga que reñirte!

Aquellas palabras delataban las intenciones de aquella salida. 

—¡Verás que simpática es tu tía!

—¿Tía? ¡No sabía que tenía una tía!

Su madre con gesto disimulado le arreglo la corbata diminuta y sujeta por un elástico, y rápidamente se alejaron.

Sus dedos notaron frío al coger el bolígrafo, y sin alejar la vista de la casa estampó su rúbrica.

Dos segundos después se puso en marcha la cadena de destrucción. El primer golpe le clavó en el alma un fino puñal. Ver caer la primera piedra hizo que se le saltara una lágrima.

—¡Mamá! —gritaba un niño que con la camisa rota, y sangrando por la nariz, lloraba frente al portal.

—¿Pero que te han hecho? 

Los gritos de la madre no escondían la preocupación y el cariño con el que se abrazó a su hijo, que en voz baja y protegido susurró:

—Nada, ahora no importa.

Una espesa polvareda inundó el espacio ocupado por José. Toses a su alrededor, ninguna visibilidad y mucho ruido. Nada pudo hacer variar su posición. Tan solo un leve parpadeo. Con el corazón roto vio diluirse sus recuerdos.

—¡Qué cruel es el tiempo, todo vale mientras sirve! 

Apenas dichas estas palabras la nube de polvo se disipó, y entreabriendo los ojos pudo ver con terror que la casa había desaparecido.

Lloró como un niño por el desvanecimiento de su pasado y por el nacimiento de su olvido.

Solo en la oscuridad de la noche, dio una patada a una silla. A dos palmos del suelo, se reencontró con los recuerdos perdidos.

©Jesús García Lorenzo

15 febrero 2022

Danza triunfal


Todos los intentos por deshacerse del capirote fueron inútiles, una cinta roja lo sujetaba con firmeza. El Sambenito no aplacaba el frío que le provocaba temblores y respiración forzada. Teniendo las manos atadas a la espalda hacía grandes esfuerzos para mantener el equilibrio. No quería mostrarse de rodillas ante el populacho, el empedrado no ayudaba mucho y el carro se movía con mucha facilidad. 

La leña hirió sus pies descalzos obligados a subir hasta el poste donde la ataron con cadenas. Ni una queja salió de su boca. Aplicaron la antorcha y las llamas crepitantes no tardaron en impedir que se distinguiera su figura de mujer. El hedor a carne quemada inundó toda la ciudad dando fe de la muerte de una bruja.

El gentío se santiguó repetidas veces al no oír grito alguno. El Inquisidor General aprovechó el silencio y se dirigió a los allí congregados con voz firme.

—¿Qué más prueba queréis de su brujería? ¡Nadie aguantaría semejante dolor en silencio!.

Un murmullo creciente se fue extendiendo por la plaza hasta provocar una sonrisa de satisfacción en la cara del inquisidor.

Terminado el Auto de Fe los restos calcinados fueron esparcidos por la calle del cenicero, llamado así por albergar las cenizas de los ajusticiados.

Una antropóloga forense se hirió una mano con uno de los restos humanos muy deteriorados que ordenaba sobre la mesa. 

—¿Cómo va eso Elena?

El doctor Andrés García, director del centro antropológico de la ciudad, se interesaba por el trabajo de la antropóloga.

—No muy bien, doctor. Tenemos pocos datos pero me atrevería a afirmar que estamos ante un cuerpo soterrado hace siglos. 

—Bien. Si eso es así descartamos un crimen reciente. Dígame algo lo antes posible.

—De acuerdo, así lo haré —dijo mientras se vendaba la mano.

Dos días después Elena abrió el sobre que contenía el informe del laboratorio y leyó con interés: “Todos los restos pertenecen al siglo XVII”. Una nota al final de la página sorprendió a la antropóloga forense: “El ADN de la sangre encontrada en la superficie de uno de los huesos muestra coincidencias mitocondriales con los restos”. «¿Sangre?» Sus ojos se abrieron confusos y se tornaron asustados al ver el apósito en su mano. Volvió a pedir una segunda prueba.  No tenía sentido alguno ella no… 

A los tres días un nuevo informe confirmaba que los marcadores de las muestras coincidían. ¿Qué podría haber en ella que la relacionaba con esos restos?, era imposible, sin embargo los dos informes lo certificaban.

Al final de un largo día dándole vueltas a lo ocurrido subió al desván de su casa en busca de un antiguo recuerdo recuperado en lo más oscuro de su memoria. Escudriñó entre cajas polvorientas hasta que en una de ellas halló una libreta. En sus páginas se hablaba de un religioso llamado Fabián Rodríguez; un antepasado suyo del que no había oído hablar salvo en una fugaz ocasión a su abuela en una noche de sentimientos melancólicos, le dijo que había una mancha familiar. «Todas las familias tienen una», y con aquella afirmación sentenció el tema.

Con la débil luz de la bombilla que colgaba del techo comenzó a leer. La historia interrumpida varias veces por la falta de páginas, contaba la muerte de una joven en la hoguera acusada de practicar la brujería. La discontinua narración de los hechos daba a entender que el padre Fabián fue el inquisidor de aquel brutal acto. En la última hoja se contaba que cuando falleció su antepasado se le dio santa sepultura en la más oscura y estricta intimidad por miedo a los hechizos que pudieran verterse sobre él y su familia. Un último apunte le proporcionó un escalofrío: “El cuerpo del padre Fabián fue profanado y robado, y nunca se pudo encontrar”. 

El tono de llamada de su móvil la sacó de los pensamientos que le provocaron la lectura de aquella libreta. Un mensaje claro y conciso le informaba de que los restos humanos habían desaparecido del laboratorio forense. «¿Otra vez?», su mente le jugó  una mala pasada con aquella pregunta relacionada, sin duda, con lo leído. Abandonó el desván con prisas dirigiéndose al dormitorio para arreglarse antes de salir al encuentro de su jefe.

Un fuerte brazo la sujetó mientras que una afilada y fría hoja de acero se posaba en su garganta provocándole un fino corte. La voz de una mujer le susurró al oído en un tono amenazador:

—Olvídese de esos huesos. Ahora vuelven a estar donde siempre deberían haber estado. En los dominios de Satán. 

Un fuerte golpe la dejó sin sentido. Cuando recobró la consciencia encontró junto a ella un documento fechado en mil seiscientos treinta y cuatro, en él se relataba un Auto de Fe contra una joven acusada de brujería, el denunciante fue su confesor que ante el rechazo de la joven a sus pretensiones se afanó por castigarla demostrándole su poder. Aquel sacerdote no era otro que Fabián Rodriguez, su innombrable antepasado.

La desaparición de los restos humanos no se resolvió. Elena llegó a decir ante los periodistas que los huesos encontrados y luego desaparecidos no tenían relevancia alguna ni para la justicia, ni para la antropología forense.

—Seguramente —se permitió decir—, pertenecerían a algún infeliz que no tuvo la suerte ni el merecimiento de ser enterrado  cristianamente.

Aquella noche sin luna, en algún lugar del Valle de Tena, las crepitantes llamas de una gran hoguera iluminaban la figura desnuda de una mujer que realizaba a su alrededor una danza triunfal.


©Jesús García Lorenzo

05 febrero 2022

¡Por allá resopla!


El Sol emerge bostezando y sacudiéndose las gotas saladas adheridas a su cuerpo. La mar le ha servido de cobijo durante la noche.

Un barco surca las aguas en busca de seres vivos que capturar.

Desde las profundidades surge la alarma. Una ballena se ha extraviado. Los delfines, guardianes de la vida, se lanzan en su busca.

—¡Por allá resopla!

La voz del vigía concentra la atención del navío sobre su presa, pero también la de los delfines que en una carrera contra reloj intentan llegar antes.

Dos barcazas, con el arponero al frente, se dan prisa. Desde una de ellas el capitán da las órdenes.

—¡Bogad, bogad! —grita cogido a la caña.

La distancia se acorta. El arpón se alza sobre las cabezas, y con un fuerte impulso se dirige hacia la ballena. Un delfín salta desviando la trayectoria.

Un grito coreado se oye en el barco. Entre los marineros fluye la rabia. Un segundo arpón lanzado desde la otra barca hace blanco. La ballena se revuelve de dolor. Su sangre brota cambiando el color verde del mar. La gran masa de carne, al agitarse, provoca olas que casi hacen zozobrar las barcas.

Los delfines con sus saltos y piruetas intentan que no sea lanzado un segundo arpón. Saltan por encima de las cabezas de los remeros obstruyendo maniobras precisas, y evitando los golpes de los remos.

 Las barcas se balancean; una de ellas se voltea desparramando su contenido en el mar. En el fragor de la lucha, entre hombres y delfines, un arpón atraviesa a uno de los pequeños saltarines. Un grito desgarrado inunda las profundidades. La ballena abre sus grandes ojos y se enfurece, e inicia una carrera hacia el fondo de las aguas. La cuerda se tensa y la barca, enganchada al arpón, coge velocidad. A medida que la ballena se hunde va acortándose su visibilidad hasta que, la unión tirante y vertical, hace volcar la barcaza.

El segundo de abordo, al ver los marineros en el agua y las dos barcazas volcadas, ordena lanzar al mar tres más para el rescate, pero la llamada de la sangre ha sido oída por los terribles tiburones que se abalanzan sobre los hombres antes de ser rescatados. La sangre y las aguas se mezclan.

La diezmada tripulación se dirige hacia el navío en las barcas de rescate.

Las miradas del capitán y la ballena se cruzan comunicándose odio mutuo. Los delfines se alejan llorando. Moby Dick se vuelve a sumergir, mientras que el capitán Ahab, con el puño en alto realiza un juramento.


©Jesús García Lorenzo