18 mayo 2014

Los invisibles


Apoyada la espalda en la fachada de uno de los edificios emblemáticos de la ciudad, un hombre pedía en voz baja, avergonzado por tener que hacerlo, una ayuda para poder subsistir.
Con un aspecto corriente, nada andrajoso, pero sin llegar a lo que la Vox populi calificaría como estar bien vestido, bien rasurado y perfumado.
—Por favor, una ayuda —susurraba—, no tengo para comer.
Los ciudadanos pasaban por su lado, pensando en sus cosas, sin mirarlo. Sólo un despistado tropezó con él.
—Perdón, no le había visto.
Al cabo de varias horas sin que nadie se hubiera dignado a darle nada, elevó su voz al nivel de conversación. El mundo pululaba a su alrededor y seguía sin prestarle su atención.
—Por favor… —llegó a elevar la voz al sentir un pisotón.
—¡Perdón! —Llegaron a decirle sin mirarle a la cara.
El hambre le causó desmayo, sintió un vacío en su estomago que le provocó angustia y mareo. Se sentó en el suelo en prevención a una caída por la perdida de conocimiento. Las arcadas solo le hicieron tirar babas y bilis. Casi sin fuerzas y en silencio extendió su palma abierta.
En una de las ocasiones que levantó la vista del suelo vio pasar a su antiguo jefe. No dijo nada, simplemente le siguió con la mirada, recordó cuando le llamó a su despacho para anunciarle su despido; por políticas de la empresa, le dijo.
Se levantó despacio y con esfuerzo para poder ver dónde se dirigía el hombre que le había puesto en aquella situación. Observó como con grandes zancadas se alejaba de él.
Al cabo de unas horas alguien le puso un Euro en su mano, ni siquiera le miró a la cara, simplemente desapareció entre la gente. 
—Gracias —acertó a decir.
Atardecido decidió marcharse, guardó la única moneda que había conseguido en el bolsillo. Comenzó a andar, despacio y con ruidos en el estomago que le acompañaban en sus movimientos. Al doblar la esquina su asombro fue mayúsculo al ver a su antiguo jefe sentado en la acera, cerca tenía un cartel donde se podía leer: “No tengo ni trabajo ni dinero, ayúdenme”.
Con la cabeza agachada por la vergüenza, la misma que él había sentido a lo largo del día, extendía la mano para recibir la caridad de los viandantes, que no le hacían nada de caso.
La escena le impactó, y sintió lástima. Sin pensárselo dos veces apretó el paso hacia él, y al llegar a su altura sacó su moneda del bolsillo y la depositó en la mano en silencio, y sin decir nada se alejó.

—Gracias, caballero —oyó mientras se alejaba.


© Jesús García Lorenzo