22 agosto 2021

Son míos


La Nereida zarpa al rayar el alba como lo ha hecho durante veinticinco años. Es el último barco en salir. Seis mujeres susurran un hasta pronto. Un adiós bastaría para mentarla y la mala suerte siempre acude a la convocatoria.

El poblado, pequeño y pegado a la costa, reluce con la luz propia de los quinqués que realza la belleza de sus pequeñas casas encaladas. Detrás, majestuosa, se eleva la torre del campanario; en la iglesia, las mañanas que hay despedida el señor cura bendice a sus feligreses con una oración suave, como las que se realizan en la intimidad.

Cuando el sol sale, La Nereida está ya en el horizonte. Las seis mujeres no se moverán hasta que deje de verse la embarcación. Luego volverán a la rutina de la casa y más tarde, sentadas en las piedras de la playa, coserán, repararán y dejarán a punto las redes.

En cubierta los pescadores atienden las órdenes del patrón. Faenan pensando en lo dejado atrás. Manuel, el más joven, es la primera vez que se aleja de su esposa. Una semana casados. Siete días de amor. En su cabeza oye la dulce voz de Ana diciéndole: «Vuelve».

Pero la mar es mujer y también enamorada. Sus cabellos, espumosos, rizan el oleaje, y se siente plena al tenerlos en esa cáscara de nuez; complaciente los acuna, los mima, y La Nereida, mientras, se dirige aguas adentro buscando el banco más poblado, más vivo, más rico.

Quince veces llevan las aguas cambiando de color, del azul durante el día al negro de la noche. Los otros pesqueros regresaron sin noticias de La Nereida. El armador no habla, no dice. Su preocupación es manifiesta.

Al alba, la alarma repiquetea con furia en el campanario despertando al poblado; pescadores, mujeres, niños y ancianos acuden a la playa. Todos corren.

Al no poder distinguir mucho, el cura decide subir con su catalejo a la torre de la iglesia, no sin antes organizar una cadena humana. Un niño grita:

—¡La Nereida escora de babor! ¡Va a medio velamen!

El patrón sabe lo que lleva entre manos y larga la gavia al tiempo que pone proa a barlovento. El horizonte se va iluminando poco a poco. De pronto en la Mayor se despliega una bandera. El silencio se hace patente en la playa y en el embarcadero. Todos saben el significado. Vuelven con uno menos.

Seis mujeres se abrazan. No hablan, no lloran, ni siquiera pestañean.

El cielo se oscurece, el viento cobra furia, y la mar lanza un grito poderoso que imposibilita la salida del rescate. Un rayo rompe la Mayor y al caer arrastra su dañado velamen. En cubierta los hombres luchan, La Nereida vira poniéndose a sotavento. La cáscara de nuez resiste.

De entre las seis, la más joven grita: 

—¡Maldita seas, los traes para enseñarnos cómo te los llevas!

La Dama, encumbrando la embarcación con su ola más alta contesta:

—¡Ya eran míos cuando los conocisteis!

Nadie se mueve. No se atreven. Solo las seis mujeres la increpan acusándola de bruja pues los ha hechizado con tesoros, lugares maravillosos y cuentos.

—Tesoros que vosotras lucís orgullosas—replica La Dama—, lugares que ellos admiran y cuentos con los que dormís a vuestros hijos.

Una de ellas  arroja con rabia una piedra a las aguas gritando:

—¡Maldita perra!, los tienes en tus brazos mucho más tiempo que nosotras y nunca te hemos pedido nada ¿Qué quieres?

—¿Qué quiero? ¡Lo mismo que vosotras! Quiero respeto, amor y fidelidad, que sean míos en mente y alma cuando estén conmigo, que no piensen en vosotras, y si no lo consigo por las buenas…

—¡No! —Ana grita con el puño en alto— ¡Jamás te lo entregaré!

—Tú ya me lo has entregado.

Ana se desploma. Las demás acuden en su ayuda. La de más edad se arrodilla y con voz serena se dirige a La Dama.

—Nos castigas por amar a nuestros hombres. Por abrazarlos, por meterlos en nuestro lecho, por darles hijos…, ¡que también te llevarás! No podemos dejártelos. Como mujer deberías saberlo.

La mar, que sabe de amores imposibles, se acerca a la anciana y ve como le caen lágrimas que reconoce como suyas.

—Tus lágrimas son mías cuando ellos vuelven a puerto. ¿Qué sabéis vosotras de mi dolor? ¡Egoístas! Me llamáis ingrata. Robahombres. Cuando, en el fondo de vuestro corazón, sabéis perfectamente que los comparto con vosotras. ¡Son tan vuestros como míos! Ellos os añoran cuando faenan pero desean volver a mí cuando están en vuestros brazos.

—¿Y por eso te los llevas? —pregunta una de ellas.

—No los merecéis. Conmigo son felices.

—¡Y con nosotras! —dijeron varias.

La mar se acerca a las seis mujeres, las rodea, y les susurra:

—Yo quisiera ser vuestra amiga no vuestra enemiga pero no me dejáis.

—Si eso es verdad —dice la más anciana—, ¿por qué nos atormentas?

—No es cierto, no lo hago, respondo a vuestros envites, a vuestra furia. Soy como vosotras, lloro sin llorar, río sin reír y amo sin tener.

La experiencia de la edad hace que el rostro de la anciana se ilumine con una chispa de esperanza. Mira a La Dama, y ella, entendiendo su mirada, asiente.

En el muelle el resto de las mujeres intuyen que algo está pasando y se acercan decididas. Comienza entre ellas y La Dama una negociación. Son conscientes de que la vida de sus hombres está en peligro; La Dama pone sus condiciones, las mujeres las suyas. 

El párroco, con su catalejo, intenta averiguar qué está ocurriendo. Los hombres, niños y ancianos, observan sin atreverse a mover un solo músculo.

Se llega a un acuerdo. Las nubes se retiran, el sol vuelve a lucir, las aguas se calman. La Nereida entra en puerto con suavidad y recuperada toda su tripulación. Ana y Manuel se abrazan. La Dama, con su voz más serena lanzada al viento, dice:

—El trato está cerrado.

Los años transcurrieron. Los varones nacidos son pescadores. Todos, sin excepción, faenan sin pensar en lo dejado en tierra. Las embarcaciones siempre regresan a puerto rebosantes y con toda su tripulación.

En una ocasión, un forastero, al ver que las mujeres después de despedir a sus hombres gritaban: «¡Ahí los tienes!», preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Están cumpliendo el acuerdo —dijo el más viejo del lugar.

—¿Acuerdo?

—Sí, entre las mujeres y la mar.

—¡Vamos, hombre! ¡Eso será un cuento! ¿No?

El anciano sonrió.


© Jesús García Lorenzo

16 agosto 2021

Las vacaciones


¡Por fin llegaron las vacaciones! Un año tras otro, fueron marcadas por fiestas nocturnas, hoteles caros, lugares claramente turísticos como Benidorm, y juergas innombrables.

En esta ocasión sería diferente. Tranquilidad, días de asueto olvidando el estrés y las aglomeraciones.

¡Y qué mejor lugar que un monasterio! Allí la paz estaba asegurada, así que comencé a buscar en internet y conseguí el lugar deseado. Antiguo, alejado, con piedras llenas de historia, calma y naturaleza.

¡Qué bonito!, ¿verdad? ¡Pues, no! Allí estaba yo con mi maleta llena de ilusión en la puerta del convento oyendo aquello de “¿Qué trae el hermano?”. Pero… ¿Qué es eso de qué trae el hermano? Hola, buenos días, buenas tardes o noches. “Pero no, ¿qué trae…? ¿Tenía que llevarles algo? ¡Encima del pastón que me ha costado! ¡Que luego dicen que los hoteles son caros!”. 

Bueno, bueno. La cosa no quedo ahí, ¡no! Me dijeron que el hecho de encontrarme en aquel lugar no debía afectar a las costumbres del monasterio, por lo que no iban a variarlas. ¡Ajá! Trampa mortal. Sí, sí, mortal de necesidad. Uno piensa que ellos harán su vida y que te dejarán a tu bola, ¡gran equivocación! Me di cuenta de ello a las tres de la mañana, cuando por el pasillo donde estaba ubicada mi celda, oí los cantos matutinos, o como quiera que le llamen los monjes. Al parecer era el único lugar en todo el monasterio donde se realizaban esos rezos y de una manera… Sutil, querían que me uniera.

No lo hice, el cansancio del viaje no me lo permitió, y cuando conseguí conciliar el sueño, tocaron a la puerta de mi celda para anunciarme que el desayuno estaba listo, miré el reloj ¡Eran las cuatro y media de la mañana! ¿Es que estos monjes no duermen nunca?

No entiendo como la mayoría estaban gordos. En los medios públicos están cansados de repetir, una y otra vez, que el desayuno es la comida más importante del día, ¡pero claro! Como estos… ¡Santos monjes!, no tienen televisión pues no se enteran.

Un trozo de pan duro, ¡sí, duro!, y un café con leche era todo el desayuno. En cuanto el pan tocó el café la taza se quedó vacía. Intenté que me pusieran otro café con leche, ¡já!

Después de tomarme el café con leche chupando el pan, me invitaron, haciendo una excepción, a realizar las labores habituales del monasterio con ellos. «¡Ah! Trabajar la tierra en el huerto, o realizar algún trabajo manual», pensé. ¡Y una mierda! Me dieron un mocho, que por su aspecto debía ser del siglo dieciocho, y un cubo sin escurridera, con lo que había que escurrirlo a mano, y me dijeron con amabilidad, que mantuviera limpia la celda, «que la higiene es la prevención de las enfermedades, y nuestro Señor nos quiere sanos», decían. Menos mal que aquella habitación no medía más de dos metros cuadrados, con una cama, un armario y un lavabo (no en balde le llaman celda).

Terminado el aseo de mi estancia salí al pasillo con mi cubo de agua usada, e hice lo que vi, ¡fregar el pasillo! Bueno, solo el trozo que enfrentaba a mi celda.

A las siete de la mañana, terminada mi labor higiénica, hecha mi cama y después de haberme lavado como los gatos, o sea, por trozos, porque meterme en la pila del lavabo fue imposible, decidí conocer aquel monasterio. 

Recorrí aquellos espacios con la expectación del que descubre algo nuevo. ¡Deslumbrante! ¡Precioso! Del siglo doce creo, las piedras centenarias me hablaban a cada paso que daba contándome sus secretos, su historia. O al menos así lo imaginé hasta que me di cuenta que a mi lado un monje famélico y calvo, me contaba que Don Rodrigo Díaz de Vivar, apodado El Cid, puso su glorioso pie, cansado y exiliado, en aquel lugar para pedir agua, y que debido al decreto Real se la negaron. ¡Hay que tener huev…!

Después del rezo del Ángelus, el cual duró una interminable hora y que por no hacerles un feo estuve acompañándolos, me comunicaron que hasta la hora de la comida podía descansar en mi celda, así los hermanos no me molestarían con sus habituales tareas. ¡Ósea! Que me confinaban en mi habitación ¡Eso sí!, con amabilidad y entre dos monjes que me acompañaron hasta la puerta.

La suculenta comida constaba de tres platos. El primero consistía en un hervido de cuatro patatas enanas y un trozo de pan, de la misma hornada que el del desayuno. El segundo un trozo de carne a la plancha, que seguramente al hermano cocinero se le habría olvidado que la tenía al fuego, porque una suela de zapato estaba más tierna que aquel trozo de vaca. Y el tercero, ¡ah, el tercero! una rodaja de melón del huerto propio, que para ser sinceros, estaba de muerte.

Después de comer, y nuevamente acompañado, me dispuse a realizar la sagrada siesta española en mi celda orientada al oeste, que fue interrumpida en multitud de ocasiones por los rezos de los santos hermanos y por el calor intenso de un día de poniente.

Después de una cena indescriptible por la ausencia de la misma, me fui agotado a la cama. La noche transcurrió entre los rugidos de mi estómago reclamando alimento, y los rezos matutinos.

La tercera noche, y el resto de mis vacaciones, las pasé en un abarrotado hotel de Benidorm, donde la tranquilidad brillaba por su ausencia, el aire acondicionado era el reposo del guerrero, las tres comidas del día abundantes, la siesta sagrada y la diversión asegurada.


© Jesús García Lorenzo