02 diciembre 2021

El destino de una estrella

Por motivos algo personales os dejo el último cuento de este año, prometo que después de reyes volveré con un cuento cada diez o quince días como hasta ahora.

Muy feliz Navidad y año nuevo a todos, que el próximo año os traiga todo lo que pidáis.



Érase una vez…, una estrella muy, pero que muy pequeña. Sus hermanas se burlaban de ella por su minúsculo tamaño, y por la poca intensidad de luz que emitía en el firmamento.

—¿A dónde vas, enana? —le decían sin ningún miramiento.

Decidió, ante el rechazo, desplazarse a una galaxia cercana. Al verla llegar se rieron de ella.

—Pero si brilla menos que una linterna —comentaban unas.

—Aquí no tienes cabida —dictaminaban otras.

La pequeña estrella saltó de nebulosa en nebulosa, y siempre con el mismo recibimiento. Sola y desamparada se puso a llorar. Un agujero negro que pasaba por allí le preguntó por su llanto, y ella contestó que nadie la quería por su diminuto cuerpo.

—No te preocupes, ven conmigo, yo te haré grande.

—¿De verdad? —preguntó entusiasmada.

—¡Claro! Te daré masa con la que podrás aumentar tu tamaño y tu luminosidad.

La estrellita sonrió y se dirigió hacia el agujero, pero a mitad del camino un meteorito le gritó: “¡No, cuidado, te engullirá como hizo con mis hermanos!”.

—No le hagas caso. Ven.

—¡No, estrellita! Si entras no regresarás nunca —le gritó el meteorito.

Estrellita miró al agujero, y al verlo tan negro se asustó alejándose de él.

—Ven conmigo, te enseñaré lugares que nunca habrías imaginado —dijo la piedra errante.

Al acercarse al asteroide éste comenzó a girar alrededor de ella.

—¿Qué haces? —preguntó algo mareada por seguirlo.

—La atracción gravitatoria. He entrado en tu campo de gravedad, y así estaré hasta que sea atraído por tu masa y forme parte de ella —gritó entusiasmado el meteorito.

—¿Y no te da miedo?

—¡Que va, al contrario, es lo que estaba buscando! 

Estrellita y su amigo viajaron por el universo encontrándose con otras piedras que se unieron a ella. Poco a poco Estrellita fue ganando masa, y su luz cobró intensidad. Creyéndose mejorada volvió con sus hermanas, pero otra vez sintió el rechazo.

—Vete de aquí, nos deslumbras.

—¡Fuera! Eres demasiado grande, aquí no cabes.

Entristecida, buscó en el firmamento un lugar apartado donde pasar la vida solitaria a la que se veía condenada.

«No sirvo para nada, soy un fracaso como estrella», pensó, y se resignó a su soledad.

A través del telescopio, un rey descubrió a Estrellita. Realizó sus cálculos, y comprobó que siempre se movía en la misma dirección. Al Oeste.

El rey Baltasar recibió la visita de su amigo Melchor, ambos estudiaron aquella estrella, y llegaron a la misma conclusión. Decidieron seguirla.

En el camino se encontraron con Gaspar a quien también le había llamado la atención el cuerpo celeste. Los tres reyes se unieron en su trayecto.

Estrellita lloraba su aislamiento. Sus lágrimas, revoloteando detrás de ella, formaron una gran cola que, al reflejar su luz, le proporcionaba un aspecto majestuoso. De pronto una voz dulce y profunda la llamó.

—Estrellita.

—¿Quién me llama? —preguntó asustada.

—Soy tu creador —dijo la voz—, no tengas miedo. Tienes una misión que realizar.

—¿Una misión? 

—Sí, aquella para la que fuiste creada. Servir de guía.

—¿Guía, para quién?

—En aquel planeta azul hay tres reyes que siguiéndote encontrarán al que buscan.

—¿Otro rey?

—Sí, al Rey de reyes que ha nacido en un lugar llamado Belén.

—Belén, ¡qué bonito!

—Por ello serás conocida, a través de los tiempos, como la estrella que los guió. Serás la estrella de Belén.

Cada veinticuatro de diciembre, en el firmamento hay una estrella brillando más que las demás. Orgullosa y sonriente sirve de guía para aquellos que buscan su destino.


©Jesús García Lorenzo

21 noviembre 2021

El funeral


—Todo esto me parece una parafernalia difícil de creer.

—¿Por qué?

—¡¿Pero es que no lo ves?! Jamás hubiera pensado que un día como hoy lloraría tanta gente. Es más. Creo que la mayoría está fingiendo. Habría que buscar a quién está pagando tanta plañidera.

—¡No seas tan desconfiado!, También hay hombres llorando y no creo que…

—¿Qué ocurre, no pueden existir plañideros? Además no conozco a la mayoría.

—¡Ah! ¿Y eso les hace parecer falsos?

—¡No seas absurda!, lo que ocurre es que nunca los había visto con ese… ¡Sofocón!

—¿Por eso fingen?

—¿Me tomas el pelo? —le dijo mientras le miraba a esos ojos inexistentes—Imagino que a lo largo de los muchos años que tienes te habrás encontrado con más de un plañidero.

—Así es—dijo con una sonrisa en la cara—, los he visto.

—¡Basta, por favor! El ser tú la causante de todo esto ni te da derecho, ni me gusta, ni me parece apropiado sonreír en mi funeral.

Y se fueron los dos a ese lugar que sólo los que la han visto saben.


© Jesús García Lorenzo

17 noviembre 2021

Remordimiento

—¿Por qué lloras niña?

—Porque mi amor se va en aquel barco queriendo hacer fortuna para poder casarnos.

—¿Acaso no le quieres pobre?

—¡Claro que sí!

—¿Y lo has dejado marchar?

La gaviota abriendo sus plumas al viento se elevó repitiendo: “Dejado marchar…, dejado marchar…”

Las lágrimas de la niña se amontonaron en sus ojos con más intensidad.


 © Jesús García Lorenzo

07 noviembre 2021

La salvadora

El barco que me llevaba desde la isla de Tenerife a Madeira era uno de esos ferrys adecuados para trayectos cortos pero aún así cómodos. La travesía, que no duró más de doce horas, estuvo amenizada por historias que pondrían los pelos de punta al mas valiente. Relatos macabros cuyos personajes eran contrabandistas y piratas que merodeaban el islote de Porto Sol, mi destino. Porto Sol está situado a trescientas millas marinas al norte de Madeira. En la actualidad cuenta con una población de unos mil habitantes y, según algunos viajeros, no ofrece mucho interés, opinión que se alejaba de las historias contadas por la tripulación, donde se hablaba de grutas horadadas por el mar, albergando barcos pequeños y rápidos, embarcaciones que permitían jugar al gato y al ratón con los galeones españoles y portugueses.

El motivo de que fuera yo, director del departamento en Tenerife, quien debía entregar el contenido del portafolio y no algún miembro de la oficina que mi empresa tiene en la isla de Madeira, no era otro que la exigencia del destinatario. Al parecer no se fiaba de nadie de la isla. En fin, gente extravagante siempre ha existido. Recibí el portafolio y las instrucciones, y decidí colgarme al cuello la llave, disimulándola bajo la camisa. Pero lo que más me preocupaba era tener ese dichoso maletín esposado a mi muñeca. Oí que no dudaron en cortarle la mano a un portador. Me horrorizaba que pudiera pasarme algo así, por lo que lo llevaba abrazado a mi cuerpo intentando ocultar el metal que me unía a él. 

Al aproximarnos a Porto Sol una sensación extraña me invadió al distinguir las grutas donde los piratas esperaban para saltar sobre su presa. Vi acercarse, veloz, una goleta. Quedé sin habla. El grito de «¡Piratas!», de los marinos de nuestro barco, hizo que no mirara por dónde andaba y tras un tropiezo acabé arrodillado en la cubierta casi en posición de súplica de piedad. Me avergoncé al oír la explicación dada por los altavoces, todo era una representación para turistas, y los piratas meros actores.

Una vez llegamos a puerto vi atracada una goleta parecida a la que nos intentó abordar. Gracias a mi afición a las maquetas de barcos antiguos pude clasificarla como una goleta del siglo XVIII. Me acerqué movido por la curiosidad. Anduve admirando su mascarón de proa formado por una mujer con el torso desnudo y una mirada terrorífica, sus dos palos inclinados hacia atrás que recogían el velamen de cuchillo, y la madera, ¡qué hermosura! Tan interesado me vieron los oficiales de cubierta que me invitaron, en un portugués con acento español, a subir a bordo. Rechacé amistosamente la invitación pues tenía un deber que cumplir y no podía distraerme de mis obligaciones.

Me dirigí a la oficina de información turística con la intención de averiguar dónde se encontraba el lugar de mi destino. La casa, a las afueras de la ciudad, parecía acogedora. La rodeaba una cerca de madera a la que le hubiera venido muy bien una mano de pintura. El jardín, o lo que quedaba de él, estaba descuidado. El pino que ocupaba gran parte del espacio era el único ser vegetal que rebosaba vida. La pinocha crujió bajo mis pies mientras recorría el trayecto entre la valla y la puerta de entrada. Cuando llegué a la puerta busqué el timbre, pero solo hallé una cuerda que imaginé suplía a la cadena original, y al tirar de ella sonó una campana.

Una mujer de mediana estatura, con moño y vestida del mismo color negro que su pelo, me abrió la puerta. No dijo nada, se quedó esperando que yo hablara. Manifesté mi deseo de ver al dueño de la casa.

—El señor no está en este momento. Vuelva más tarde.

Quedé algo sorprendido porque la mujer cerró con rapidez la puerta sin darme la oportunidad de explicar quién era yo y lo que quería. Volví a tirar de la cuerda pero no obtuve respuesta.

Ante aquello decidí encontrar un lugar donde alojarme esa noche y regresar al día siguiente. Así que, abrazado al portafolio con mi brazo izquierdo y con mi pequeña maleta en la mano derecha, emprendí mi camino a la ciudad.

Después de haber andado una media hora, un coche paró y su conductor, bajando la ventanilla, preguntó si estaba buscando a Armando Fuentes. Me pareció extraña su suposición pero le contesté afirmativamente y él, muy amable, me dijo que era su administrador, invitándome a subir al vehículo.

Así que de nuevo me vi camino hacia la casa. El hombre se identificó como el señor Lompau y manifestó que me esperaban dos días antes; le expliqué que de Tenerife salí con retraso y luego en la isla de Madeira me costó encontrar un barco para llegar a Porto Sol.

—No me sorprende, nadie quiere acercarse a esta isla.

Sorprendido, le pregunté el motivo.

—Al parecer corre el rumor desde hace unos… cien años, que los contrabandistas muertos el día de San Juan matan a todos los forasteros…

—¿Cómo?

El coche paró frente a la casa y el señor Lompau, sin apagar el motor, me contó que hacía dos siglos, en una noche de San Juan, los contrabandistas y piratas que se cobijaban en la isla fueron arrestados por las fuerzas portuguesas. Los condenaron a muerte, y fueron ahorcados en las playas que bordean la isla. Allí los dejaron, bien a la vista, para que sirvieran de escarmiento y aviso. Sentí un escalofrío al oírle contar la historia con todos sus detalles más escabrosos.

—Aquella noche había luna llena —continuó—, y siempre que la hay salen a la caza del forastero.

En ese momento vi la puerta de la casa abrirse y en ella esperaba la mujer que me había atendido anteriormente. Sentí inquietud al observar cómo sus ojos me seguían mientras pasaba a su lado ingresando en la casa.

Una vez en la biblioteca el señor Lompau me pidió que le entregara el maletín, pero me negué, pues tenía órdenes expresas de dárselo en mano al destinatario. En un tono que me pareció poco sincero me dijo que lo comprendía, y sonriendo se acercó a una de las esquinas de la habitación y, con un leve estirón de una cuerda que colgaba del techo, llamó haciendo sonar una campanilla. Apareció de nuevo la señora vestida de negro. El administrador me invitó a pasar la noche en la casa, y le indicó a Adela que me acompañara a mi habitación. Al negarme amablemente a aceptar su hospitalidad, y mostrar mi intención de volver a la ciudad, me dijo que no podía deambular por ahí solo.

—¿Por qué?—pregunté, curioso.

—Porque esta noche hay luna llena.

No reí, ni siquiera sonreí, y enmudecido acepté su invitación con un movimiento de cabeza. 

Una cama con dosel y un armario victoriano ocupaban la mayor parte de la habitación. Me acomodé. Después de lavarme un poco, busqué un lugar donde guardar o quizá esconder el maletín; porque todo el contenido era importante y no podía dejarlo encima de la cama sin más. Sentí alivio al quitarme las esposas. Bajé a la biblioteca donde el señor Lompau me esperaba con un vaso de whisky que me ofreció para, según él, hacer más corto el momento hasta la cena. Mientras saboreábamos la bebida, le pregunté si realmente creía esas historias de los contrabandistas. Con una gran sonrisa me dijo que sí.

—De hecho usted también. Dígame si no por qué ha aceptado mi invitación de quedarse esta noche.

—Comodidad, intriga y por la posible dificultad que tendría en encontrar un alojamiento.

—Ja, ja, ja. —Su carcajada pareció retumbar por toda la casa—. Y miedo, amigo mío, ¡reconózcalo!

Entre risas lo reconocí y, como si le hubiera dado permiso, comenzó a contar historias de noches de luna llena. Escalofriantes y misteriosas.

La velada transcurrió con las viejas historias del señor Lompau, y cuando el reloj de pared que había en un rincón del salón dio las doce decidí retirarme.

—Que pase una buena noche.

Subí la escalera despacio y al llegar a mi habitación me detuve a observar el interior, sin entrar. Los cuentos de mi anfitrión habían hecho mella en mí.

El sol entró por la ventana con tal fuerza que consiguió despertarme. «Bueno… —me dije— al parecer sigo vivo.» Me aseé y bajé al comedor para desayunar. Estaba ya avanzada la mañana cuando el señor Fuentes llegó a la casa. Un hombre alto, enjuto y con una abundante barba. Impecablemente vestido a pesar de que venía de un viaje largo y pesado, según me contaría luego. Hizo salir a su administrador de la biblioteca para que nos quedáramos solos y poder así hacerle entrega del maletín. Me explicó que había exigido la presencia de un cargo representativo de la empresa que no fuera de la isla de Madeira, debido a los problemas habidos la vez anterior. Cuando me desencadené del portafolio sentí el alivio del preso el primer día de libertad, sobre todo al deshacerme de las esposas. Una vez revisado, concienzudamente he de decir, el contenido, y quedar satisfecho, me invitó a una copita de oporto. Mientras lo degustaba guardó el portafolios en su caja fuerte, grande por cierto, teniendo buen cuidado de que no pudiera ver la contraseña. Luego llamó a su administrador y le ordenó que me acercara a la ciudad. El señor Lompau obedeció. 

Busqué en el puerto algún barco que me llevara de vuelta a la isla de Madeira y la vi de nuevo. La goleta estaba resplandeciente con el sol en su vertical.

—Hola.

Un oficial me saludó en un perfecto español. Era uno de los que, el día anterior, se había ofrecido a enseñarme el barco.

—Lástima que ayer no pudiera ver La Salvadora.

—¿Por qué?

—Porque zarpamos en una hora y es imposible enseñársela…

—Perdone, ¿qué destino lleva?

—Tenerife, en las Canar…

—Canarias… 

De pronto pensé que podría ir con ellos. Mientras tanto conocería esa espléndida goleta en su propia salsa. Al primer oficial García, que así es como se identificó, le pareció buena idea, pero primero tendría que hablarlo con el capitán.

Mientras él subía a bordo, yo quedé admirando el nombre del barco: La Salvadora. Sus letras doradas conjuntaban a la perfección con el color miel de su casco. Inclinadas, al igual que sus palos, lo suficiente como para que al navegar diera sensación de velocidad.

—Suba a bordo, el capitán lo espera.

Sentí alegría al oír al suboficial y me dirigí a la escalerilla; fue entonces cuando la vi en cubierta. Sus ojos muertos, su mirada fija en la mía, su pelo negro y su halo de misterio y miedo no daban lugar a dudas: era la sirvienta del señor Fuentes. ¿Qué hacía allí? Confuso, continué subiendo. En cubierta saludé al primer oficial, quien me dio permiso para subir a bordo y me indicó que le siguiera. Al dar los primeros pasos miré y ella ya no estaba. Intrigado, pregunté si llevaban pasajeros.

—¿Pasajeros? No, no, señor, este no es uno de esos barcos, usted será el primero en los diez años que lleva navegando La Salvadora desde su restauración. Somos marinos y meteorólogos, y este navío es del Servicio Marítimo de la Armada Española. Venimos de las Azores e hicimos escala en Porto Sol para repostar gasóleo.

—¿Gasóleo? Creí que esta maravilla navegaba con el viento.

—Así es. —Fue el capitán desde la puerta de su camarote quien contestó al tiempo que saludaba con un leve movimiento de su cabeza—. El gasóleo nos sirve en los días apacibles, y créame, los hay.

El capitán nos estaba esperando al oficial y a mí. Entramos y pude admirar la estancia. Madera noble, bien pulida y barnizada con esmero y profesionalidad. Una mesa de despacho artesanal. La decoración digna de un capitán, con detalles marinos en las paredes, pero hubo una cosa que me llamó la atención, no había ni una sola fotografía, solo un cuadro de un marino pintado al óleo, colgado en la pared detrás de la mesa de despacho.

El capitán rompió el silencio que se había producido al entrar y quedarme observando el cuadro.

—Es mi bisabuelo. Lo confieso, provengo de una familia de marinos.

Después de acordar el precio de mi pasaje, y asignarme el camarote de imprevistos, pues así lo llamaban por estar destinado a la aparición repentina de algún jefazo, subí a cubierta a indicación del capitán para ver el desatraque. Allí la volví a ver, me giré buscando al primer oficial pero no lo encontré, y de nuevo ella ya no estaba. Un escalofrío se apoderó de mi cuerpo y sentí miedo. Las historias del señor Lompau revivieron en mi mente, y no pude más que agarrarme con fuerza a la barandilla mientras el barco se separaba del puerto y zarpaba rumbo a su destino.

La tarde transcurrió visitando el barco con el suboficial García. No niego que en cada departamento, rincón o recoveco esperaba encontrarme con Adela. No me atreví a preguntar por ella.

Después de cenar y pasar una velada agradable con el capitán y los suboficiales que no estaban de guardia, me disculpé y me retiré. Al final del pasillo donde se encontraba mi camarote estaba Adela. Parada, mirándome. Ya no fue un escalofrío de miedo, fue terror lo que me produjo. Miré hacia atrás por si había alguien más, alguien que certificara que no era producto de mi imaginación. Nadie. Cuando me volví había desaparecido otra vez. Tragué saliva y entré en el camarote. Al rato oí cuchichear. 

—De esta noche no debe pasar.

—De acuerdo, pero que nadie te vea, sería difícil explicarlo.

—Si él ya me ha visto.

—¿Cómo? ¿Estás loca?

—Por eso debe ser esta noche.

Sentí miedo. Atranqué la puerta con una silla y me senté en la cama. Observé la silla atrancando la puerta y me avergoncé. Un hombre culto y maduro como yo paralizado por el pánico. ¡Era absurdo! Sobre todo en un barco de la Armada Española completamente seguro. Pensé: «todo por cuentos de viejas». Apagué la luz, y fue entonces cuando los vi. Armados hasta los dientes entraron en el camarote atravesando las paredes como si estas no existieran. Sonriendo y mostrando su destrozada dentadura me rodearon, quietos, recreándose, mirándome de forma salvaje. Intenté gritar, pero no pude lograr que saliera ni un hilo de voz de mi garganta. Todo mi ser comenzó a temblar, mi corazón se encogía ante la presión que sentía mi pecho, mis brazos extendidos intentaban en vano detener su avance, y durante un segundo mi mente buscó una oración donde hallar cobijo, ayuda, al tiempo que olía su pestilencia cada vez más cerca. Por el ojo de buey del camarote se colaba la luz de la luna llena, como en las historias.



Unos gritos y golpes me despertaron, me levanté con rapidez y me dirigí a la puerta, pero me detuve al ver que no estaba en el camarote sino en la casa del señor Fuentes. Unas voces al otro lado de la habitación me llamaban con ansiedad. Observé, pasmado, la cama con dosel, en ella estaba mi cuerpo acurrucado, abrazado al maletín y mi rostro reflejaba una expresión de auténtico pavor.

La puerta se abrió de golpe y entraron el señor Lompau y Adela, me atravesaron como si no existiera y se dirigieron a la cama para intentar auxiliarme. El administrador me tomó el pulso.

—¿Está muerto? —preguntó Adela.

—Voy a llamar a un médico y a la policía —dijo Lompau.

Adela quedó sola en la habitación, le dio la espalda a la cama, y entonces ocurrió algo sorprendente: me miró fijamente a los ojos, y sonrió.


© Jesús García Lorenzo

30 octubre 2021

La deuda


Tras un día estresante, echaba de menos el calor del hogar, una reparadora ducha, un vaso de espléndido licor y un buen libro. Pero el asfixiante viaje en metro se hacía interminable. Cuando por fin salí al exterior, respiré el refrescante aire contaminado de la ciudad.

Al llegar revisé el buzón. Estaba a rebosar de publicidad y recibos, pero entre ellos un sobre extraño, sin remite. Llamó mi atención por el tipo de letra gótica utilizada para escribir mi nombre. Mi primera reacción fue abrirlo, pero la repentina aparición de algunos vecinos me hizo desistir.

Una vez acomodado y en batín, recogí el contenido del buzón que había casi olvidado en el mueble del recibidor junto con las llaves. Volví a sostener el dichoso sobre. El papel era de un tipo extraño, grueso y áspero. Admiré la letra escrita, al parecer por los rasgos gruesos y corridos, con pluma y tintero. Pensé: «¿Quién en los tiempos que corren puede hacer uso de tal instrumento de escritura?».

Imaginaba al autor escogiendo, entre varias, la pluma de ave adecuada, con el grosor justo para que al biselar la punta retuviera la tinta necesaria y poder escribir, al menos, dos o tres palabras completas. Imaginé que se trataría de alguien que conocía muy bien la letra gótica y su técnica para dibujarla. La tinta empleada no parecía la habitual que se puede comprar en una papelería, tenía un color ocre, y cada palabra estaba rematada con un giro, a modo de punto, que no hacía ligera su lectura.

Leí mi nombre y primer apellido, no había más, ni dirección ni nada que indicara qué persona la enviaba. Sin embargo, llevaba un matasellos en la parte superior, de esos que se estampan en las cartas sin sello. ¡El sello! No había caído en ese detalle. No llevaba ninguno, al menos pegado, pero sí lo tenía dibujado, con gran esmero, con la misma tinta y trazos. 

Le di la vuelta y volví a comprobar que no figuraba ningún remite que pudiera mostrar el origen. También me llamó la atención el tipo de cierre empleado en el sobre. Vi restos de un pegamento que en un principio me pareció pasta. Una mezcla de harina y agua.

Estaba tan fascinado con el sobre que no quise rasgar ni un milímetro de aquel papel, por lo que me empleé a fondo con el abrecartas. Cuando conseguí abrirlo, extraje la carta del interior del mismo material que el sobre. 

Me quedé helado al ver, con una caligrafía excelente, el inicio de esa carta: «Valencia, a cuatro de Mayo del año del Señor de mil ochocientos diez. Vuestra Merced que, cuando lea esta carta vivirá, es mi deseo, en Gracia con Dios, y aunque en los años venideros, que a este humilde servidor le cuesta calcular…»

Una sensación extraña provocó que dejara rápidamente aquel sobre y su contenido encima de la mesita baja que tenía enfrente. Me hice mil y una preguntas, ¿quién, cómo, cuándo, por qué? La volví a coger con la intención de aclarar todas las dudas.

Me llevó un tiempo acostumbrarme a la letra pero conseguí enterarme de su contenido. Al parecer un tal Don Alfredo de Castellnova y García, tenía una deuda con un antepasado mío que no pudo resarcir debido a la repentina muerte de éste a manos de unos nativos del Brasil. Intentó encontrar a alguien de su familia sin éxito, y como era un hombre de palabra, encargó a su bufete que en cuanto se encontrara un descendiente vivo, se le entregara esta carta, y se le compensara la deuda.

A la mañana siguiente, sin haber conciliado el sueño, me desplacé al centro de la ciudad donde un anticuario, amigo de toda la vida, tenía su negocio. Quedó fascinado al examinar el sobre en la trastienda. Me dijo que ese papel era original, que no se fabricaba desde hacía ochenta años, y que la pasta con la que estaba pegada la solapa era, como imaginaba, una mezcla de harina y agua en la proporción adecuada para que sirviera de adhesivo.

En la oficina de correos después de dar muchas patadas, y comprar lotería para los funcionarios jubilados, me indicaron que según el registro postal la carta la había enviado un despacho de abogados. Con la dirección en la mano salí dispuesto a que se me aclarara el significado de todo aquello. 

La sensación de recibir una herencia que acabara con todos los males económicos por los que pasaba, inundó mi corazón y mi mente. En un taxi me dirigí a la dirección indicada por la oficina postal; previamente había anunciado mi visita adelantándola a través del teléfono. 

La decoración del bufete era espléndida, señorial, sobria a la vez que elegante. Me hicieron pasar a un espacioso despacho donde extrañamente el único mobiliario eran unas estanterías en las paredes. Una amable señorita me indicó que muy pronto me atenderían.

La primera estocada me atravesó el costado. La quemazón de la punzada me dejó sin aire e hizo que me inclinara hacia adelante sujetándome la herida. El tirador, acompañado por dos personas serias y correctamente vestidas, aparentaba tener aproximadamente mi edad y me hablaba de cobrar la deuda de la misma manera que lo habría hecho su antepasado.

 La segunda, rápida y certera, me seccionó en dos el corazón, y antes de que el acero del florete abandonara mi cuerpo, pude ver con toda claridad la satisfacción en la cara de mi matador.


©Jesús García Lorenzo


22 octubre 2021

¿Dónde estás Tenorio?

Como todos los años, soy fiel al misógino arrepentido que a los palacios subió y a las cabañas bajó, frente al desconcierto, burla y chirigota de mi amiga "La muerte".

Jesús García Lorenzo



¿Dónde estás Tenorio?


Con mano temblorosa, por la edad, limpia la foto que preside la lápida. Luego, cariñosamente, realiza una limpieza general.

Todas las semanas desde hace diez años, la misma rutina, para eso le juró amor eterno.

Después ocupa un banco no distante de la tumba. Allí sentado le cuenta sus cosas. Las que ocurrieron durante los siete días anteriores, y las que posiblemente sucederán, porque como él dice: “La vida es una rutina, y se la ve venir hasta cuando se acaba”.

Vienen a su memoria tiempos pasados en los que juntos salían al escenario e interpretaban sus papeles. «¡Qué felices éramos, vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.

Las horas pasan muy deprisa, pero la avanzada edad no es buena compañera del frío, y en noviembre lo hace, sobre todo al atardecer. El sol se pone en el cementerio, y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide lanzando un beso al aire como siempre.

Paso a paso, sin prisas, se aleja de Herminia pensando en sus cosas. Mira a su alrededor, y se da cuenta que se ha perdido. «Todas las calles son iguales, ¿cómo no voy a perderme?», se dice como un reproche.

Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, y una leve sonrisa ilumina su arrugada cara. Más adelante ve a un hombre junto a un nicho.

—Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Me he perdido.

— ¡No faltaba más! —le contesta el hombre—, voy a hacer algo mejor, si le apetece, lo acompaño, yo aquí ya he terminado.

Los dos juntos recorren el lugar, mientras hablan de cosas intrascendentes, hasta que el desconocido hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del halloween?”.

Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño hecho a una tradición.

—Comparto su opinión —dice el acompañante—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si se volviera a nacer, como si todo…

— ¿Lo malo no hubiera ocurrido?

—Sí… —susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.

Siguen camino. La conversación declina en la obra de Zorrilla, repasan versos, actores, interpretaciones y ríen.

El recorrido los lleva a una plaza muy iluminada. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, y éste accede muy cordialmente. Su charla continúa más entusiasta, llegando incluso a realizar gestos mientras recitan.

— ¡Aaah Tenorio! ¿Dónde estás? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus víctimas, olvidado y relegado por disfraces y fiestas, que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.

—Así es, amigo mío. Olvidado.

— ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarlo.

—Me llamo Juan –dice el desconocido.

—Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida, ya debe ser tarde y hace frío.

—No, Eusebio, esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.

— ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Déjese de historias y vámonos a casa.

—Esta es mi casa. Yo vivo aquí.

De pronto aparece en escena el vigilante del cementerio cruzando la plaza. Sigue camino sin hacerles caso. Eusebio se levanta y lo llama. El vigilante continua perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.

—Ni te ve, ni te oye.

A lo lejos se escucha un cántico, Eusebio mira y solo distingue la luz de un quinqué. Para observar mejor de quién se trata da unos pasos, éstos son detenidos por la voz de su acompañante.

—No hace falta, vienen hacia aquí para reunirse con nosotros.

— ¿Nosotros, por qué?

—Porque son La Santa Compaña, y todas las noches de difuntos recogen a Don Juan Tenorio y a su acompañante.


©Jesús García Lorenzo


13 octubre 2021

La mirada


Andrés atravesó el umbral. 

Cada día imaginaba cómo sería estar al otro lado de aquella puerta, luego, terminado su almuerzo, volvía a su monótono trabajo.

En esta ocasión no lo dudó, nada importaba la comida. Con miedo, pero con una férrea voluntad se introdujo en el interior. Muchos años anhelándolo y, por fin, allí estaba.

Una vez dentro su mirada recorría cada rincón, y sintió un deseo irrefrenable de recorrer aquellos pasillos tocándolo todo.

—Señor, por favor, me alcanza aquel de allí arriba.

Los ojos abiertos de Andrés miraron la cara pecosa de una niña que señalaba, con su dedo índice, un libro situado a la altura de su cabeza. Al cogerlo admiró el dibujo de su portada.

Un tirón de su cazadora le indicó el deseo de la niña por tenerlo.

—¿Es bonito? —preguntó mientras se lo daba.

—No lo sé, no lo he leído.

Observó como la niña corría al lado de su madre con el libro en sus manos. Andrés salió a la calle con los ojos inundados de lágrimas y con la firme promesa de aprender a leer.


©Jesús García Lorenzo


02 octubre 2021

Soledad

Hoy, como todas las mañanas desde hace un año se abrió la trampilla por la que me hacen llegar la comida. Un plato de lentejas coronadas por un trozo de pan duro. Observé que el pequeño agujero no se cerraba y por él asomó un lápiz acompañando una libreta.

Una palabra, solo una, pero que me pareció todo un discurso. Otra voz humana aparte de la mía sonaba en mi mundo. 

—Escóndelo.

Mi mano se aferró al material de escritura. Asombrado, titubeé, y balbuceando hice una pregunta.

—¿Por qué?

—Escóndelo —repitió.

La trampilla se cerró. Con prisas dejé el plato y la libreta en la mesa. Algo se abrió en mi interior, aquella trampilla chirriante me había traído una luz. 

Con mis nervios alterados olvidé las primeras necesidades. No comí. Me obsesionaba encontrar un lugar donde esconder el regalo con rapidez. Luego, imaginé.

En mi mundo existe una cama, una mesa y su correspondiente silla, un lavabo y un retrete. Del cielo, raso y negruzco, cuelga una bombilla para iluminar mi universo vacío, que aquella noche siguió iluminado aún cuando el sol colgante se apagó.

Tumbado panza arriba pude ver de nuevo el maravilloso arco iris, nubes de algodón atravesadas por los rayos del sol que jugaba al escondite. Las aves, revoloteando alrededor, inundaban mi espacio con sus afinados y rítmicos cantos. Más allá, verde. Extensiones de hierba fresca que alcanzaba a oler. Al fondo estaban, relucientes, las montañas coronadas por un color blanco.

Una voz dulce y femenina me acariciaba los oídos con agradables ritmos de zorcicos. Y yo con las manos marcaba el compás de cinco por ocho acompañando al cántico. Con los ojos húmedos, apenas podía distinguir el bello rostro de mi amada acercándose más y más.

Todo desapareció repentinamente cuando aquella maldita bombilla, colgada en el centro de la celda, se iluminó con más fuerza que nunca devolviéndome a la cruda realidad. Cuatro paredes que se abalanzaban sobre mí como una bestia infernal intentando devorarme.

El chasquido de la trampilla al abrirse me hizo temblar, instintivamente marqué con la mirada el lugar donde, bien guardado, estaba mi tesoro. Silencio. Intranquilidad. De pronto comprendí lo que ocurría, esperaban la entrega del plato vacío. Rápidamente lo vacié en el retrete, y tuve de nuevo en mis manos la comida del día, y volví a mi soledad.

Colgando por el cuello miro donde, bien escondido, reposa mi tesoro. Mientras, se me va la vida pensando qué podría haber hecho con aquel lápiz y aquella libreta.


©Jesús García Lorenzo


23 septiembre 2021

El extraño caso de Antonio

       Antonio, hombre solitario, recorría cada mañana a las ocho en punto los quinientos metros existentes entre su domicilio y la cafetería Buen Día, donde siempre desayunaba un café largo cortado de leche con una magdalena, para luego encaminarse con decisión a su puesto de trabajo.

Trabajaba en la estafeta de correos de nueve de la mañana a seis de la tarde. Era muy popular entre todos los vecinos de aquella pequeña ciudad que se asentaba en la ladera de una gran montaña denominada el Oso, por su extraña forma que asemejaba a ese palmípedo animal.

Una mañana, fría y amenazante de lluvia, Antonio se encaminó, como era su costumbre, a la cafetería para desayunar. Al doblar la esquina una espesa niebla lo rodeó, y nunca más se supo. Había desaparecido.

Al no saber nada de él, los compañeros de trabajo, extrañados, denunciaron su desaparición. Se comenzó entonces una búsqueda exhaustiva por todo el término municipal. La policía usó sus perros, los vecinos y conocidos fueron organizados en patrullas, todos estuvieron ojo avizor para encontrar una pequeña e insignificante pista que pudiera dar con el paradero de Antonio. Pasaron los días y poco a poco se fue reduciendo la búsqueda. La Ley de desaparecidos fue adquiriendo fuerza, y los investigadores judiciales dieron carpetazo al asunto, archivando el caso con la coletilla de: “Sin resolver”. 

Pasaron dos años, y cuando todo el pueblo ya se había olvidado del caso, una mañana de otoño apareció Antonio en la cafetería Buen Día, pidió una taza de café largo cortado de leche y una magdalena. El camarero le sirvió el desayuno. Al terminar su desayuno y pedir que lo anotara en su cuenta el camarero lo reconoció. Sorprendido quedó sin habla. Tanto que no supo qué hacer. Quedó observando como Antonio abandonaba la cafetería dirección a la estafeta de correos.

Sin pensárselo un momento el camarero siguió sus pasos, no sin antes decirle a su mujer que volvía enseguida. Desde la acera de enfrente lo vio entrar en la estafeta a las nueve en punto; como era habitual en él. Cruzó la calle y empujó la puerta, pero estaba cerrada, miró a través del cristal y vio como las luces fluorescentes iban encendiéndose una tras otra. De repente un funcionario de la estafeta se presentó al otro lado de la puerta, el camarero, que no lo vio acercarse, retrocedió unos pasos por el susto. El funcionario le señaló el cartel que colgaba en medio del cristal y donde se podía leer: «Cerrado».

—Hasta las nueve y media no se abre. —Gritó el empleado público.

—Acaba de entrar…

—¿Entrar? Nadie. Aquí no ha entrado nadie. Vuelva luego.

Sorprendido por la contestación del funcionario se volvió a la cafetería. Mientras cruzaba la calle se preguntaba cómo no podían haberlo visto entrar. Se paró en la acera de enfrente, justo desde donde lo vio cruzar la puerta. Además le había servido el desayuno. Recordó de pronto que había dos clientes en la barra cuando sucedió. Comenzó a correr para preguntarles antes de que se fueran.

Al llegar, su mujer, que entraba y salía de la cocina, le preguntó, recriminándole, donde se había ido. No contestó, se limitó a dar un vistazo rápido al local buscando los clientes de la barra. Se habían ido.

—Si buscas a los clientes que estaban desayunando les he cobrado yo.

—¿Tú has visto aquí en la barra a Antonio esta mañana?

—¿A quién? ¿Al que desapareció hace dos años?

—¡Justo, ése!

—¿Qué pasa, se ha ido sin pagar?

El camarero le contó lo sucedido, y su mujer lo miró, movió la cabeza y se volvió a la cocina.

A la mañana siguiente, a la misma hora apareció otra vez Antonio. Cuando, de espaldas, le oyó pedir el mismo desayuno, reconoció la voz, o quiso reconocerla. Al volverse lo vio salir dirección a la estafeta. Sin perder un momento salió detrás de la barra y lo siguió. En el mismo lugar que el día anterior se paró y observó como abría la puerta de la estafeta, pero antes de entrar Antonio se volvió hacia el camarero y le dedicó una sonrisa. El camarero se deshizo del mandil y se quedó esperando media hora a que abrieran la estafeta. Al entrar recorrió con su mirada todo el establecimiento hasta que encontró a Antonio. Estaba sentado en una mesa realizando el trabajo de clasificación de cartas postales.

El camarero quedó allí parado en medio de la estafeta, sin poder apartar la vista de Antonio. Un funcionario se le acercó, y él le señaló hacia el lugar donde se encontraba Antonio.

—Allí no hay nadie.

—¿Nadie? —Dijo el camarero— ¡Pero si lo estoy viendo!

Antonio dejó de clasificar cartas, levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa, en ese preciso instante el camarero cayó redondo al suelo. Cuando llegó el médico tan sólo pudo dictaminar el fallecimiento.

Pasaron dos años más, y la cafetería Buen Día cerraba sus puertas todas las noches a las once, el nuevo dueño no veía motivo para estar abierto más allá de esa hora, pues nadie acudía. Esa noche sin embargo se presentó un cliente pidiendo un café con leche. El nuevo dueño del local le informó del cierre, pero no quiso problemas y le sirvió el café con leche. Al terminar el cliente le pagó, y antes de irse le agradeció que mantuviera su local en buen estado, y desapareció en la oscuridad.

A la mañana siguiente a las ocho de la mañana aparecía en la cafetería Buen Día, pidiendo un desayuno, Antonio. El café estaba semi lleno y hubo dos clientes que lo reconocieron. Nadie le dijo nada. Al terminar el desayuno vieron como se dirigía a su antiguo lugar de trabajo. Uno de los clientes llamó a la policía antes de ir a la estafeta. No tardó en aparecer un coche policial en el café y otro en la estafeta. Al momento el juez de guardia levantaba dos cadáveres, uno en cada sitio.

Se corrió el rumor de que una extraña maldición había hecho nido en la ciudad. Los periódicos de todo el país dieron la noticia. En aquella ladera del monte Oso ocurrían muertes extrañas.

No tardaron en estar ocupadas todas las habitaciones del hotel y de las dos posadas existentes en la ciudad. Llegaban de todas las partes del país e incluso del continente, expertos en efectos paranormales, curiosos y periodistas de todas las televisiones nacionales.

Se triplicó el número de habitantes de la ciudad, no se podía transitar por la calle principal, y la cafetería Buen Día, siempre estaba a rebosar. El nuevo dueño de la cafetería realizaba entrevistas para todas las cadenas de televisión; estaba más tiempo ante un micrófono que detrás de la barra. El negocio iba excelente, pues había tenido que contratar a un empleado, y ya no cerraba antes de las doce de la noche.

Tanto la cafetería como la estafeta de correos estaban vigiladas a diario por todos los periodistas allí apostados esperando la aparición del tal Antonio, que tenía la facultad de que cuando aparecía había siempre un muerto.

Durante una semana la ciudad se aparentaba a un hormiguero. Se habían concentrado al pie del monte Oso, todo tipo de gentes, entre los que se encontraban el azote de la policía, los carteristas, timadores y los más expertos en aliviar los bolsillos de los demás. En comisaría se recibían multitud de denuncias a diario, tantas que los pocos agentes no daban a basto para atenderlas.

Todos los forasteros, cada cual en un grado distinto, pero con la misma ansiedad, esperaban, deseaban que alguien muriera para poder dar por veraz el motivo por el que se habían concentrado allí.

Pero los días pasaron y en aquel lugar no ocurría nada. La descripción de Antonio se había dado a conocer por todo el mundo, incluso una foto, que nadie sabía de dónde había salido, corría por las redes sociales, unas tomándoselo a broma, y otras jugando con ese tipo de noticias que a todo el mundo le agrada leer, ver o estar informado por su toque de malsana curiosidad.

Al terminar la semana fue deshinchándose el Bum creado, y poco a poco fueron desapareciendo los invasores de aquella pequeña ciudad hasta que se volvieron a quedar solo los residentes.

Pasados unos días de la marcha de los forasteros, la cafetería Buen Café volvió a tener los clientes habituales y a cerrar a las once de la noche. La estafeta de correos volvió a su rutina, y los habitantes siguieron con su aburrimiento.

Ya nadie se preocupaba por la ciudad en la ladera del monte Oso. No salía en las noticias, ni se hablaba de ella en los periódicos, ni en las revistas. Todo se había olvidado.

Una mañana apareció en la calle principal un vehículo donde se podía leer en sus laterales «Radio Curiosidad», apoyado en él había una mujer que llamaba la atención por su forma de vestir y por su belleza. Estaba micrófono en mano esperando que le dieran la señal, que seguramente recibiría a través del auricular que llevaba en su oreja izquierda, para empezar alguna conexión o entrevista.

Las gentes, después de lo ocurrido semanas atrás, ya no daba importancia a la presencia de un periodista, pero esta profesional tenía algo que hacía que los hombres jóvenes no le perdieran ojo.

Llegado el momento la bella periodista comenzó a hablar, haciendo un pequeño resumen de lo que allí había acontecido, y del fracaso de la prensa al querer ser testigos de la maldición que se achacaba a la ciudad. Poco a poco fue acercándose a un grupo de jóvenes que no le quitaban ojo, hasta que casi hipnotizados con sus ojos grandes y negros, fueron contestando una a una todas las preguntas que les realizaba.

Ese fue el último contacto con los medios de prensa que se tuvo en la pequeña ciudad en la ladera del monte Oso. 

Pasados dos años, ya nadie recordaba el motivo por el que se inundó la ciudad de forasteros hasta que una mañana, en la cafetería Buen Día apareció un personaje extraño pidiendo un café largo cortado de leche y una magdalena, nadie lo reconoció, pero al terminar le dijo al dueño de la cafetería que lo apuntara en su cuenta. El dueño del local pensó que se trataba de un gracioso y le conminó a que hiciera efectiva la cuenta, pero aquel personaje no le hizo ni caso, y salió por la puerta como si no fuera con él todos los insultos y aspavientos que se le dirigían.

El dueño de la cafetería fue detenido por dos clientes justo cuando iba a salir del local armado con una porra de madera de olmo.

—¡Déjalo! ¿No sabes quién es?

—¡No me importa, se va sin pagar!

Al oír el nombre de Antonio quedó paralizado, las historias que había oído fueron inundándole el cerebro, miró a sus clientes y estos le aconsejaron que no le siguiera, pues todos los que lo habían hecho acabaron en una fría mesa del forense. Pero todo el mundo sabía que la aparición de Antonio significaba que alguien iba a morir, y aquella noche, al igual que todas las noches en la que se cumplían dos años desde la última aparición de Antonio, las calles quedaban desiertas, ni la policía salía, pero aún así a la mañana siguiente siempre aparecía un muerto en algún lugar de la ciudad.

Un día, en una reunión municipal se trató el tema de las muertes, y se tomó una decisión; abandonar la ciudad el día que se cumplieran los dos años. Se tenía la esperanza así de que si no moría nadie no volvería nunca Antonio, y así lo acordaron.

El día anterior al señalado una larga caravana de coches se alejó de la ciudad en busca de la vida.

La mañana que se cumplían los dos años, alguien quiso entrar en la cafetería Buen Día para desayunar pero al encontrarla cerrada y comprobar que la ciudad estaba desierta se dirigió a la ciudad vecina. 

La ciudad que lindaba con la de la ladera del monte Oso, era una gran ciudad, o al menos así la calificaron los errantes cuando allí llegaron y ocuparon los tres hoteles existentes.

En los restaurantes de los tres hoteles, apareció un hombre que hizo palidecer los rostros de los forasteros de aquella gran ciudad. Pidió un café largo cortado de leche y una magdalena, y aquellos que habían abandonado la ciudad de la ladera del monte Oso salieron asustados a la calle a todo correr, y todos fueron atropellados por el tráfico que a esas horas era intenso. Y así fue como en aquella ladera del monte Oso no quedó nadie aquel día en el que se cumplían dos años de la última aparición de Antonio.

Habían pasado diez años cuando entraron en la ciudad máquinas dispuestas a derribar todo lo que encontraran a su paso, pues alguien había comprado aquel lugar, e ideado una ciudad residencial.

Cuando las máquinas llegaron a la cafetería Buen Día un hombre se interpuso deteniéndolas, preguntó el motivo por el que iban a destruir la cafetería. Le conminaron a que se apartara con amenaza de llamar a la policía. No se apartó. Enfurecido uno de los obreros le preguntó quién demonios era, y él contestó diciendo en voz alta su nombre. Todos los trabajadores huyeron despavoridos abandonando toda la maquinaria. Al sentirse vencedor comenzó a recorrer la ciudad buscando alguien que le pudiera explicar qué estaba ocurriendo, por qué de la presencia de aquellos obreros y sus máquinas, y sobre todo dónde se había metido toda la gente. Al llegar a la comisaría de policía, también vacía, buscó papel y lápiz, y dejó una nota: «Vivo en la calle del sol número 12, acabo de llegar de un largo viaje y no encuentro a nadie en la ciudad, por favor, contacten conmigo. Firmado: Antonio» 

14 septiembre 2021

Vodka con naranja


Aquella noche sintió la necesidad de abandonar libros y soledad, compañeros de muchos años, y volver por unas horas a una juventud olvidada.

 En su deambular por la ciudad encontró un lugar de copas. Observó durante un rato antes de decidirse a entrar.

El lugar parecía agradable. Se dirigió a la barra observando a su alrededor. Al llegar pidió al camarero, acompañando con un gesto de la mano: 

—Lo mismo que ella.

En el otro extremo de la barra, sola y jugueteando con un vaso, se encontraba una mujer.

Al momento Andrés tuvo delante un vodka con naranja.

En un acto reflejo, se volvió hacia la mujer de la barra. Con descaro y emergiendo de él un impulso olvidado y atrevido, se quedó mirándola fijamente.

Andrés fue siempre un hombre solitario, tímido y obsesionado por su trabajo, con pocas amistades y ninguna novia. Se doctoró Cum Laude, y encerró su vida entre libros. Consiguió varios premios periodísticos y literarios, y se adentró más y más en un autismo profesional.

Uno de los pocos amigos de antaño le dijo que si no salía y aireaba su vida acabaría devorado por sus libros. Esa noche se decidió y le hizo caso.

Sintió que la mano se le helaba por el hielo del vaso, pero no podía dejar de mirar a esa mujer.

Teresa había entrado impulsada por el amor propio. Terminado su turno en el hospital, y como ya era habitual, inventó una cita. A diario mentía a sus compañeras sobre su vida social, todas tenían cosas que contar de sus novios, amigos, maridos o hijos. ¿Y ella? Ella, nada. A la muerte de sus padres se encerró en sí misma.

En su juventud sus amigas la querían como compañía cuando fallaba la de un chico. Apocada, y sin empuje, se dejaba arrastrar por sus amistades de un lado a otro, y a medida que se fueron casando fue sintiendo el frío del abandono. Los años influyeron en su actitud creándose a su alrededor una gruesa y dura capa. Pero cuando entró en el hospital central, terminados sus estudios de enfermería, empezó a sentir la necesidad de vivir otra vida, y comenzaron las citas inexistentes.

Una de esas mentiras la llevó a esa barra, pedir un vodka con naranja y esperar a sentir la necesidad de volver a casa. Pero la vida a veces da sorpresas.

«¡Dios mío, como me mira!», pensó al sentirse observada, y lo examinó con el rabillo del ojo: «No es un Adán pero tampoco está mal». No pudo evitar volver la cabeza y darle un vistazo rápido.

Andrés, ante la señal que ella había dado —al menos eso era lo que interpretó—, se armó de valor. Con la copa en la mano fue en su busca.

«¿Qué le digo?», se dijo mientras recorría los tres metros que los separaba. «¡Piensa, Andrés, piensa!».

—¡Hola! Perdona, pero… te he visto volverte y… —dijo temblándole las piernas.

—¡Hola! —respondió Teresa.

A partir de aquel momento las cosas surgieron por sí solas. Se estableció una conversación banal, y luego fueron descubriendo cosas que los unían. Lectura, pintura, música… Coincidían en gustos y en aficiones. Algo iba forjándose entre ellos. Surgieron risas y los nervios se disiparon.

Sonó un bolero. Los ojos de Andrés se cruzaron con los de Teresa en un silencio a gritos.

—¿Quieres bailar? —Andrés se sorprendió al oírse tan decidido.

—¿Y por qué no? —La respuesta de Teresa fue rápida. 

Una vez en el centro de la pista, iluminada por luces de colores, se abrazaron con timidez dejándose llevar por la belleza del bolero, y el abrazo acabó diferente, tanto que a Teresa le pareció tierno a la vez que robusto.

Bailaron en silencio, sin atreverse a romper el momento. El bolero acabó pero rápidamente surgió otro. Ninguno de los dos hizo mención de separarse.

Las horas pasaron con rapidez. En ese ambiente Andrés olvidó sus textos, Teresa a sus compañeras, y parecía que las alas del amor los iba envolviendo, preservándolos de sus problemas, sus temores y sus males.

Por fin los dos habían sido infieles. Infieles a su soledad. Se sentían unidos, entrelazados por sus vidas paralelas. Cuando el camarero se acercó y les comunicó que tenía que cerrar, temieron que la magia se desvaneciera.

Salieron en silencio; atrás quedaban los ruidos que el empleado del local hacía al arrastrar las sillas.

Era ya de madrugada. Teresa abrigó su garganta con el cuello de su cazadora, mientras que su acompañante se subía las solapas de su chaqueta. Se quedaron parados delante del local, sin que ninguno se atreviera a pronunciar palabra. Así estuvieron durante unos segundos. Teresa esperaba mirando al vacío. 

—¿Quieres que te acompañe a casa?

Por fin la pregunta esperada por Teresa.

La respuesta fue rápida y afirmativa. Los dos se encaminaron calle arriba. El camino se hizo ameno, retomando la conversación que habían dejado en el local.

Durante el trayecto Teresa notó en su brazo la mano de Andrés. No lo impidió, al contrario, facilitó la acción mientras esbozaba una pequeña sonrisa.

Sin darse cuenta llegaron al portal. Comenzaron las miradas, calladas y habladoras. Hasta que… 

—Mañana, después del trabajo… —dijo Andrés—, ¿quizás te apetecería una…?

—¡Sí! 

Teresa se sintió avergonzada a la vez que halagada.

—¡Bueno! Pues… hasta mañana.

Andrés quedó mirándola a los ojos. Permanecía allí, clavado al asfalto sin poder hacer un solo movimiento.

Teresa plantada frente a él, esperaba. «¿Por qué no se decidirá?», pensaba. Mientras con los ojos, le hablaba, le gritaba: «¡Vamos!, ¡decídete!». De pronto notó las manos de él en sus hombros, cerró los ojos y saboreó un breve beso.

Lo que quedaba de noche no durmió; se dejó caer sobre la cama y recordó todos los detalles de aquel encuentro.

La luz de la mañana la descubrió feliz, alegre. Era otra mujer. Se sentía como una adolescente deseando que llegara la noche para acudir a la cita.

Andrés recibió la mañana canturreando un bolero. Se le veía lleno de vida, había recobrado unas energías que olvidaba haber sentido.

 Teresa no tuvo ese día que inventarse ninguna cita. Su turno pasó rápido. Se cambió de ropa, se pintó, y se despidió con una amplia sonrisa. 

Cuando llegó al local no había llegado Andrés, se sentó en la barra pidió un vodka con naranja, y esperó.

En la calle, a pocos metros de allí un hombre yacía bajo las ruedas de un autobús, en su mano un ramo de flores que su puño cerrado no dejaba caer.

Tras su segunda copa sonó un bolero. Teresa miraba el reloj y se preguntaba qué podía estar pasando. La sirena de una ambulancia se oyó fuerte al pasar delante de la puerta del local.

El bolero acabó y rápidamente sonó otro, y Teresa pidió su tercer vodka con naranja al tiempo que su corazón se rompía definitivamente.


©Jesús García Lorenzo