25 julio 2010

Una explicación



Sentado. Mirando fijamente a mi acompañante. Con un buen puro habano en una mano, y néctar escocés en la otra, escuchaba su verborrea; con ojos abiertos por el asombro al principio, y por el interés después.

Él, cómodamente en el sillón, pierna sobre pierna, me contaba un cuento. El sol nos sorprendió con sus primeros rayos.

Me levanté con el puro apagado por falta de oxigenación, y mi copa sin tocar. Al descorrer las cortinas la luz de la mañana me cegó. Busqué, casi a tientas, un lugar donde depositar mi vaso.

En la habitación solo me encontraba yo. Mi contador de cuentos particular había desaparecido sin dejar rastro. Salí de la biblioteca buscando a aquel que me había mantenido en vela, embobado, con una historia absolutamente mágica.

Pregunté a la señora Curtis, mi ama de llaves; a los criados, al servicio de la cocina. Interrogué a todos, mozos de cuadra, jardineros…, sin obtener respuesta. Nadie me dirigió la palabra. Ni la mirada.

Me dirigí a mis habitaciones, furioso, cuando caí en la cuenta que el habano, apagado, permanecía en mi boca. Lo mordí con rabia, y con la preocupación de intuir que estaba viviendo algo inexplicable.

Cabalgué durante horas en un intento fallido de aclarar la noche anterior. Cuando llegué al atardecer me esperaba, en la explanada que hay frente a la casa, alguien que decía ser el comisario Baxter.

—¡Buenas tardes, señor Swanson!

—Buenas tardes —contesté.

Me habló de un cadáver que había sido encontrado en la parte norte de mi finca. El hecho de que fuera mi propiedad le obligaba a interrogarme.

Me contó, sin mucho detalle al principio, cómo y cuándo encontraron a aquel individuo, cómo creían que había sucedido el asesinato. Lo más sorprendente fue que no tenía nada que lo identificara, salvo una pequeña marca en la parte posterior de su cuello. Mi corazón se aceleró. El sudor empapó las palmas de mis manos. ¡Era como contó mi cuenta cuentos! Y además era él quien me lo estaba contando.

Aquella misma noche fui al lugar indicado por Baxter. Oí unos pasos, al volverme una hoja afilada segó mi garganta. Mientras me abandonaba la vida pude ver caer una gran piedra sobre mi cara.

Cuando la policía interrogó a la señora Curtis y a todo el servicio de la casa, contaron que yo había salido a cabalgar hacía tres noches y no supieron de mí desde entonces. La señora Curtis me identificó por la marca de nacimiento que tengo en la parte posterior del cuello.

Cada noche sigo oyendo la misma historia de mi acompañante, sentado con un habano apagado en una mano, y un vaso de néctar escocés en la otra, buscando una explicación del porqué mi ama de llaves no contesta a mis preguntas, y hace como si no me viera.