22 octubre 2014

Miedo


Andrés tecleaba en su ordenador un artículo para el suplemento del domingo. 
Un ruido le distrajo del trabajo. Con lentitud y preocupación se volvió hacia la puerta. La luz existente en la habitación procedía de una pequeña lámpara situada en el escritorio y que alumbraba el teclado, el resto de se sumergía en la oscuridad. Achinó los ojos y vislumbró una figura que le hizo dar un pequeño respingo en la silla que ocupaba.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado? ¿Qué quiere?
Las preguntas se sucedieron como el traqueteo de una ametralladora.
—No tenga miedo —dijo la sombra—, no era mi intención asustarle.
Andrés se levantó y fue hacia la pared para activar el interruptor que haría que se iluminara toda la habitación. Cuando luz inundó el espacio apareció ante él un hombre vestido como los tunos de la universidad pero con mucha más elegancia. El color negro predominaba en su vestimenta, se cubría con una capa española que a través de sus pliegues se podía distinguir el color rojo bermellón de su interior. El pecho estaba rodeado por una gran hebilla que formaba parte de una ancha correa que acababa en su cintura izquierda de donde pendía una espada.
—Si busca dinero no tengo nada —La voz le tembló en la última parte de la frase.
—¡No! No, Andrés, no busco dinero.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—¿Su nombre? Sois bien conocido de donde yo vengo. Luchador a ultranza contra las costumbres anglosajonas del comienzo del mes de noviembre y defensor de una tradición ya olvidada por los jóvenes por el respeto a los muertos, de los deliciosos huesitos de santo y de la representación de la inolvidable obra de Zorrilla.
—¿Quién es usted?
Andrés temblaba, su mano tanteó entre el escritorio algo con lo que defenderse sin perder de vista a su visitante. Aferró un abrecartas con fuerza a pesar del miedo que sentía.
—No te hace falta eso —dijo la figura al ver como sujetaba Andrés su arma—, no os deseo ningún mal ni tampoco os lo voy hacer, aunque por otro lado poco podríais contra mi espada.
Andrés comprendió que era cierto y soltó el abrecartas sobre la mesa.
—Me presentaré, pues las normas de la cortesía no se deben reñir con las de la educación. Me llamo Don Juan, o si lo preferís solo Juan pues estoy dispuesto a concederos ese favor, y estoy aquí porque, como ya he dicho, sois famoso por la defensa a ultranza de una tradición, y yo, soldado y caballero español, he sido designado para presentarme ante vos y he de añadir que ardía en deseos de conocerle.
Andrés quedó atónito, examinó con detenimiento al personaje que se encontraba ante él y una palabra inundo toda su mente.
—¿Tenorio? —La pregunta salió como un suspiro de asombro. Al momento en una muestra de enfado por lo que significaba aquella intromisión preguntó:
— ¿Qué clase de broma es esta?
—¿Broma? —dijo algo irritado Tenorio por no causar en Andrés el efecto que esperaba—A lo largo de mi vida he sido un maestro, qué digo, el maestro en la práctica de la mofa y el escarnio, pero jamás mi sinceridad se puso en duda, caballero. Mi apellido es Tenorio por parte de padre y Juan mi nombre de pila porque así lo quisieron mis progenitores ¡Sí, señor! ¡Yo soy Don Juan Tenorio!.
Andrés palideció cuando vio que el personaje echaba mano a la empuñadura de su espada mientras mostraba su enfado.
—¡Está bien, caballero! —se apresuró a decir Andrés para calmar el ambiente.
La figura apartó su mano de la espada y sacó de su manga un pañuelo de hilo que comenzó a oler. Se acercó con paso decidido al ordenador para ver que estaba escribiendo Andrés. Al dar los primeros pasos en la habitación se escuchó el ruido de las espuelas golpeando el suelo y se preguntó como no lo había oído acercársele.
—¡Uhm! —exclamó aquel singular personaje—, veo que tus letras son punzantes como una daga.
—¿De verdad eres Tenorio? —El asombro se estaba adueñando de Andrés.
—¡Caballero, la duda ofende!
—Pero… Tú eres un personaje de ficción y…
—¿Y? —replicó ofendido—, ¿acaso no lo son también los personajes de Victor Hugo?, sin embargo continuamente veis miserables por doquier y no os lo planteáis
—Está bien, está bien, dime ¿Por qué hablas así?
—¿Cómo?
—Pues… con tratamiento y con familiaridad a la vez.
—¿Lo hago?
Tenorio quedó algo aturdido y pensativo para luego mirar fijamente a los ojos de Andrés.
—Ya me lo advirtió Don luis.
—¿Mejía?
—¡¿Acaso hay otro Don Luis?! —alzó la voz tornándola al instante amistosa—,¡Bien! Te dejaré terminar el escrito antes de que nos marchemos.
—¿Marcharnos?, ¿dónde?
—¡Ah, claro! —suspiro antes de continuar—, he venido no sólo a conoceros sino también para irnos a…
—¿Irnos? ¿Dónde?
Tenorio no respondió. La insistencia de Andrés, pues repitió sus dos preguntas, le hizo acercarse mirándolo de frente.
—Al lugar donde todos vamos al final de nuestro camino y tú ya has terminado.
Tenorio se mostró sosegado no así Andrés a quien se le aceleraba el corazón a medida que Tenorio habría la boca.
—¿Terminado? Pero… ¡Vamos! Esto es una broma ¿Verdad? —Andrés se tranquilizó por un instante pensando que todo aquello no era más que una falacia de alguno de sus amigos con el objetivo de hacerle caer en el ridículo y tener chanza para varios meses y casi en tono de burla continuó— Además ¿Eso no es trabajo de otro? ¿Le estás intentando quitarle el puesto?
Tenorio se acercó despacio y serio, el gesto de su cara reflejaba furia contenida y cuando se encontraba a un palmo de la cara de Andrés le dijo en voz baja y serena:
—La Impía me ha permitido esta deferencia y no seré yo quién la defraude pues la palabra dada por Don Juan Tenorio es, y será siempre, digna de respeto por cumplida. Debéis venir conmigo.
La lentitud de sus últimas palabras y el brillo extraño que vio en los ojos de Tenorio hicieron que las piernas de Andrés se volvieran de plomo. El pulso se le aceleró y con un acto reflejo movió la cabeza en silencio negándose a realizar aquello que se le pedía.
—¡Aparta piedra fingida! —Algo en su interior le hizo alzar la voz. El miedo, la angustia o el sentir que no tenía escapatoria— ¡Sal de aquí!, yo aún tengo cosas que hacer, muchas por las que luchar, el halloween todavía no ha sido vencido ¿Acaso tú no quieres volver?
—Andrés —Tenorio le llamó por su nombre para tranquilizarlo, La Parca le había aconsejado que ante esa respuesta se mostrara amistoso y comprensivo—, no tengas miedo pues esa fiesta pagana terminará y si no llega a desaparecer, ¡da igual!, porque siempre habrá quien, como tú, se emocione o incluso se enfurezca al leer un libro y con el tiempo dejarán a un lado monstruos y brujas, disfraces y locuras para sumergirse entre sus páginas. Y yo volveré junto con los demás cada vez que alguien lea en voz alta nuestros nombres y en ese momento tú habrás vencido. Ahora, Andrés, ven conmigo pues quienes tu no olvidaste te esperan.

Andrés asintió y aceptando la mano que Don Juan Tenorio le tendía recorrió a su lado el  camino que les llevaba a la eternidad.

06 junio 2014

El funeral


—Todo esto me parece una parafernalia difícil de creer.
—¿Por qué?
—¡¿Pero es que no lo ves?! Jamás hubiera pensado que un día como hoy lloraría tanta gente. Es más. Creo que la mayoría está fingiendo. Habría que buscar a quién está pagando tanta plañidera.
—No seas tan desconfiado, los hombres también están llorando…
—¿Qué pasa, no pueden existir plañideros? Además no conozco a la mayoría, al menos después de tanto tiempo sin verlos. 
—¡Ah! ¿Y eso los hace parecer falsos y sin sentimientos?
—¡No seas absurda!, lo que ocurre es que nunca los había visto con ese… ¡Sofocón!
—¿Por eso fingen?
—¿Me tomas el pelo? —le dijo mientras la miraba a esa falta de ojos— Imagino que a lo largo de los muchos años que tienes te habrás encontrado con más de un plañidero.
—Sí, es cierto —dijo con una sonrisa en la cara—, los he visto.
—¡Basta, por favor! El ser tu la causante ni te da derecho, ni me gusta, ni me parece apropiado sonreír en mi funeral.

© Jesús García Lorenzo

18 mayo 2014

Los invisibles


Apoyada la espalda en la fachada de uno de los edificios emblemáticos de la ciudad, un hombre pedía en voz baja, avergonzado por tener que hacerlo, una ayuda para poder subsistir.
Con un aspecto corriente, nada andrajoso, pero sin llegar a lo que la Vox populi calificaría como estar bien vestido, bien rasurado y perfumado.
—Por favor, una ayuda —susurraba—, no tengo para comer.
Los ciudadanos pasaban por su lado, pensando en sus cosas, sin mirarlo. Sólo un despistado tropezó con él.
—Perdón, no le había visto.
Al cabo de varias horas sin que nadie se hubiera dignado a darle nada, elevó su voz al nivel de conversación. El mundo pululaba a su alrededor y seguía sin prestarle su atención.
—Por favor… —llegó a elevar la voz al sentir un pisotón.
—¡Perdón! —Llegaron a decirle sin mirarle a la cara.
El hambre le causó desmayo, sintió un vacío en su estomago que le provocó angustia y mareo. Se sentó en el suelo en prevención a una caída por la perdida de conocimiento. Las arcadas solo le hicieron tirar babas y bilis. Casi sin fuerzas y en silencio extendió su palma abierta.
En una de las ocasiones que levantó la vista del suelo vio pasar a su antiguo jefe. No dijo nada, simplemente le siguió con la mirada, recordó cuando le llamó a su despacho para anunciarle su despido; por políticas de la empresa, le dijo.
Se levantó despacio y con esfuerzo para poder ver dónde se dirigía el hombre que le había puesto en aquella situación. Observó como con grandes zancadas se alejaba de él.
Al cabo de unas horas alguien le puso un Euro en su mano, ni siquiera le miró a la cara, simplemente desapareció entre la gente. 
—Gracias —acertó a decir.
Atardecido decidió marcharse, guardó la única moneda que había conseguido en el bolsillo. Comenzó a andar, despacio y con ruidos en el estomago que le acompañaban en sus movimientos. Al doblar la esquina su asombro fue mayúsculo al ver a su antiguo jefe sentado en la acera, cerca tenía un cartel donde se podía leer: “No tengo ni trabajo ni dinero, ayúdenme”.
Con la cabeza agachada por la vergüenza, la misma que él había sentido a lo largo del día, extendía la mano para recibir la caridad de los viandantes, que no le hacían nada de caso.
La escena le impactó, y sintió lástima. Sin pensárselo dos veces apretó el paso hacia él, y al llegar a su altura sacó su moneda del bolsillo y la depositó en la mano en silencio, y sin decir nada se alejó.

—Gracias, caballero —oyó mientras se alejaba.


© Jesús García Lorenzo

01 abril 2014

El diorama

—¡Andá! Papá, estos son iguales que los soldaditos del abuelo.
         —No, Paquito, son los soldaditos del abuelo. Los donó al museo para su inauguración.
         El niño no dijo nada ante el comentario de su padre. Había mucha gente a su alrededor, todos hacían referencia a los soldaditos de plomo que, mediante dioramas, representaban batallas o situaciones especialmente señaladas en la historia de España.
         El abuelo de Paquito había fallecido hacía unos meses, fue una sorpresa ver aquellas figuritas en el museo. Mientras las miraba acudían a su mente las historias que le contaba; aquellos soldados defendiendo la iglesia del poblado de Baler en Filipinas, resistiendo a los ataques de los tagalos, pasando hambre y penalidades, reusando todas las tentativas de engaño para que abandonaran su posición.
         Estaba absorto mirando el diorama donde se podía ver con precisión la iglesia, abierta en parte para ver el interior, la trinchera creada alrededor de la entrada, también las trincheras de los tagalos que asediaban a las fuerzas españolas. Los soldaditos de plomo, que tantas veces había tenido en sus manos, estaban repintados y este hecho le llamó la atención; uno de ellos, situado en la trinchera delante del campanario, llevaba el habitual uniforme rayadillo con el sombrero de paja como todos, pero el correaje no era igual.
         Pegado al cristal que guardaba las figuras de plomo pudo ver como aquel soldado giraba su cabeza, y mirándolo le lanzó una sonrisa maléfica. El niño se separó del cristal asustado, sus ojos abiertos indicaban sorpresa y miedo. Se volvió buscando a su padre, el cual estaba con unos amigos en otra sala, lejos. Miró a su alrededor y comprobó que se encontraba solo. De pronto se apagaron las luces de la sala, Paquito se quedó inmóvil mirando la escena del diorama, que era lo único que estaba iluminado.
         Los soldados españoles estaban repeliendo a los tagalos, todos disparaban menos aquel soldado. Una avanzadilla de tagalos se concentró  frente al soldado, el niño pudo ver como les facilitaba el acceso a la barricada.
         —¡No, cuidado! —gritó.
         Las fuerzas españolas escucharon al muchacho, un oficial ordenó cubrir ese flanco. El estruendo de los fusiles se descargó sobre el enemigo haciéndolo retroceder, y el traidor fue abatido. Tras esa escaramuza el enemigo pidió una tregua, los soldados españoles aceptaron y se relajaron pero manteniendo los puestos de guardia.
         El oficial español se retiró al pequeño huerto que había detrás de la iglesia. Después de comprobar que nadie le podía ver levantó la cabeza.
         —¡Gracias! —dijo el oficial mirando al niño—, sino llega a ser por ti hubieran roto nuestras defensas.
         —Mi abuelo —dijo Paquito con un poco de miedo—, me contó que la guerra había terminado y que ustedes no se rindieron…
         —¡Tu también! —El oficial cambió mostrando enfado—, varias veces nos han venido con esos cuentos, pero todo es mentira, España no se ha rendido. El último traidor mentiroso nos trajo esta mañana una imitación de periódicos españoles.
         —Mi abuelo…
         —¡Tu abuelo!
         —Sí, mi abuelo —dijo Paquito haciéndose valer—, dijo que en uno de esos periódicos había una noticia que solo usted conoce, y que demuestra que lo que dicen es verdad. Que la guerra ha terminado.
         El oficial quedó pensativo por un momento. Sin decir nada volvió al interior de la iglesia, Paquito lo observó cómo repasaba con avidez las hojas de los periódicos entregados.
         Una bandera blanca fue izada junto a la del segundo batallón del regimiento de infantería Manila número setenta y cuatro.
         El niño vio como se reunían el oficial español con unos oficiales tagalos, poco después, en la soledad del huerto, Paquito recibía la noticia del oficial español de una rendición honrosa.
         Al poco, los soldados españoles abandonaban en formación la iglesia, que fue su refugio durante casi un año ante las fuerzas insurrectas.
         La luz de la sala volvió a relucir.
         —Paquito, no te quedes atrás que te vas a perder ¿Qué miras tanto?
         —Nada, papá, nada.

         El diorama que representaba la batalla de los últimos de filipinas había cambiado, en él se podía ver a las fuerzas españolas formadas a la salida de la iglesia, recibiendo los honores de las tropas zagalas.
©Jesús García Lorenzo

23 marzo 2014

Deber y derecho

     —¡No irás!
     —¿Por qué no?
     —¡Estás loco!
     —¿Es que no lo entiendes? ¡Tengo qué hacerlo! ¡Y tú también!
     —¡Dios me libre!
     Jorge salió a la calle con su mejor traje. Repeinado y dispuesto a ejercer su derecho. Allí encontró una cola que daba la vuelta a la esquina, pero en lugar de amedrentarse se colocó en su puesto y esperó.
     Dos horas es lo que aguantó a la llegada de su turno. Se le obsequió con insultos y empujones, pero él firme en su resolución dio la callada por respuesta. Llegado el momento votó.
     Veinte años después…
     —¡Vamos Jorge!
     —¡No tengas tanta prisa!
     —No quiero pasarme mucho tiempo de pie, los tacones me están matando.

     Juan y Jorge, salieron camino del colegio electoral, recibiendo a su paso piropos.

13 marzo 2014

Pesimismo

Hoy he visto una película que ha hecho que se me inundaran los ojos. Para hacer honor a la verdad siempre he sido de lágrima fácil, pero en esta ocasión he visto algo que he querido tener, y no es nada material, como un fantástico coche, o un magnífico televisor, no, me refiero a uno mismo.
            Es cierto que en las películas se suele enaltecer la vida familiar, sobre todo en las americanas, y lo que vemos es pura ficción; ya lo dicen: “Hollywood es la fabrica de los sueños”, pero hay sueños que aunque estén en el celuloide siempre existe un deseo de realidad. ¿Quién no ha pensado en tener un hijo, marido, esposa o una casa como la que aparece en esta o tal película?, la sinceridad es el primer paso a la felicidad. Esto no está sacado de ningún papelito chino.
            Pero volvamos a lo que me ha hecho llorar, decía que era una calidad de vida, algo que yo no tengo. He contado con la protección de los dioses, he tenido un colegio donde aprender, un trabajo con el que tener todo lo que se puede comprar con dinero y he necesitado, dentro de mis límites, claro está. Me casé, tuve hijos que me han dado nietos. He tenido amigos. Quiero decir que he sido afortunado, pero me ha faltado eso que he visto en la película.
            Tengo la edad suficiente para volverme y arrepentirme. La justa para mirar hacia delante y saber que cualquier proyecto, o deseo realizable tiene que ser a corto plazo o no lo veré terminar.
            Cuando era joven… ¡Ah, cuantos años!, uno no se detiene a pensar en lo que realmente necesita para alcanzar estar a bien con uno mismo, se confunden las cosas, se cree que los bienes materiales y lo que la sociedad impone es el objetivo para estar realmente bien y aceptado. Los años van pasando y todo va sobre ruedas, cuando se cae se levanta uno y sigue adelante. Hasta que llega el tropezón, ese en el que la vida te enseña realmente como eres, y comienzas a levantarte cada vez con más y más lentitud. Un día te das cuenta que el pesimismo se apodera de tu ser, y comienzas a ver todo lo que dejaste en el camino por no volverte a verlo. Entonces, con las últimas fuerzas, intentas cogerlo, pero ya no puedes porque el tiempo ya ha pasado, ante eso te llenas de valor y te juras que no te volverá a pasar, y un día, sin saber cómo, ves en una película lo que dejaste, y quieres tenerlo.

            Se, y eso es lo que me hace llorar, que no lo conseguiré.