—¡Andá!
Papá, estos son iguales que los soldaditos del abuelo.
—No, Paquito, son los soldaditos del abuelo. Los donó al
museo para su inauguración.
El niño no dijo nada ante el comentario de su padre. Había
mucha gente a su alrededor, todos hacían referencia a los soldaditos de plomo
que, mediante dioramas, representaban batallas o situaciones especialmente
señaladas en la historia de España.
El abuelo de Paquito había fallecido hacía unos meses, fue
una sorpresa ver aquellas figuritas en el museo. Mientras las miraba acudían a
su mente las historias que le contaba; aquellos soldados defendiendo la iglesia
del poblado de Baler en Filipinas, resistiendo a los ataques de los tagalos,
pasando hambre y penalidades, reusando todas las tentativas de engaño para que
abandonaran su posición.
Estaba absorto mirando el diorama donde se podía ver con
precisión la iglesia, abierta en parte para ver el interior, la trinchera
creada alrededor de la entrada, también las trincheras de los tagalos que asediaban
a las fuerzas españolas. Los soldaditos de plomo, que tantas veces había tenido
en sus manos, estaban repintados y este hecho le llamó la atención; uno de
ellos, situado en la trinchera delante del campanario, llevaba el habitual
uniforme rayadillo con el sombrero de paja como todos, pero el correaje no era
igual.
Pegado al cristal que guardaba las figuras de plomo pudo ver
como aquel soldado giraba su cabeza, y mirándolo le lanzó una sonrisa maléfica.
El niño se separó del cristal asustado, sus ojos abiertos indicaban sorpresa y
miedo. Se volvió buscando a su padre, el cual estaba con unos amigos en otra
sala, lejos. Miró a su alrededor y comprobó que se encontraba solo. De pronto
se apagaron las luces de la sala, Paquito se quedó inmóvil mirando la escena
del diorama, que era lo único que estaba iluminado.
Los soldados españoles estaban repeliendo a los tagalos,
todos disparaban menos aquel soldado. Una avanzadilla de tagalos se
concentró frente al soldado, el niño
pudo ver como les facilitaba el acceso a la barricada.
—¡No, cuidado! —gritó.
Las fuerzas españolas escucharon al muchacho, un oficial
ordenó cubrir ese flanco. El estruendo de los fusiles se descargó sobre el
enemigo haciéndolo retroceder, y el traidor fue abatido. Tras esa escaramuza el
enemigo pidió una tregua, los soldados españoles aceptaron y se relajaron pero
manteniendo los puestos de guardia.
El oficial español se retiró al pequeño huerto que había detrás
de la iglesia. Después de comprobar que nadie le podía ver levantó la cabeza.
—¡Gracias! —dijo el oficial mirando al niño—, sino llega a
ser por ti hubieran roto nuestras defensas.
—Mi abuelo —dijo Paquito con un poco de miedo—, me contó que
la guerra había terminado y que ustedes no se rindieron…
—¡Tu también! —El oficial cambió mostrando enfado—, varias
veces nos han venido con esos cuentos, pero todo es mentira, España no se ha
rendido. El último traidor mentiroso nos trajo esta mañana una imitación de
periódicos españoles.
—Mi abuelo…
—¡Tu abuelo!
—Sí, mi abuelo —dijo Paquito haciéndose valer—, dijo que en
uno de esos periódicos había una noticia que solo usted conoce, y que demuestra
que lo que dicen es verdad. Que la guerra ha terminado.
El oficial quedó pensativo por un momento. Sin decir nada
volvió al interior de la iglesia, Paquito lo observó cómo repasaba con avidez
las hojas de los periódicos entregados.
Una bandera blanca fue izada junto a la del segundo batallón
del regimiento de infantería Manila número setenta y cuatro.
El niño vio como se reunían el oficial español con unos
oficiales tagalos, poco después, en la soledad del huerto, Paquito recibía la
noticia del oficial español de una rendición honrosa.
Al poco, los soldados españoles abandonaban en formación la
iglesia, que fue su refugio durante casi un año ante las fuerzas insurrectas.
La luz de la sala volvió a relucir.
—Paquito, no te quedes atrás que te vas a perder ¿Qué miras
tanto?
—Nada, papá, nada.
El diorama que representaba la batalla de los últimos de
filipinas había cambiado, en él se podía ver a las fuerzas españolas formadas a
la salida de la iglesia, recibiendo los honores de las tropas zagalas.
©Jesús García Lorenzo
Muy interesante que los que vivieron la historia puedan tener la oportunidad de contarla.
ResponderEliminarDesbordante imaginación, me gusta mucho este tipo de cosas que escribes, como el de El Museo, es muy interesante verlo desde esta perspectiva. Un saludo!
ResponderEliminarSí, Amparo, aquellos hombres volvieron y contaron su hazaña, pero no les sirvió de mucho porque no se les reconoció su heroísmo, al menos a los soldados rasos.
ResponderEliminarPatricia, muchas gracias por tu comentario.
ResponderEliminarUn saludo.
Increíble el viaje a través de los ojos del niño a ese diorama, creo que has conseguido sobradamente que todos nos metamos en la historia.
ResponderEliminarSalud y abrazos.