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"El mundo desconocido de las letras"
Las vacaciones
¡Por fin
llegaron las vacaciones! Un año tras otro, fueron marcadas por fiestas
nocturnas, hoteles caros, lugares claramente turísticos, como Benidorm, y
rodeados de fiestas.
En esta ocasión serían diferentes.
Tranquilidad, días de asueto, olvidando el estrés y las aglomeraciones.
¡Y qué mejor lugar que un
monasterio! Allí la paz estaba asegurada, así que comencé a buscar en internet
y conseguí el lugar deseado. Antiguo, alejado, con piedras llenas de historia,
calma y naturaleza.
¡Qué bonito!, ¿verdad? ¡Pues, no!
Allí estaba yo con mi maleta llena de ilusión, en la puerta del convento oyendo
aquello de “¿Qué trae el hermano?”. Pero… ¿Qué es eso de qué trae el hermano?
Hola, buenos días, buenas tardes o noches. “Pero no, ¿qué trae…? ¿Tenía que
llevarles algo? ¡Encima del pastón que me ha costado! ¡Que luego dicen que los
hoteles son caros!”.
Bueno, bueno. La cosa no quedo ahí,
¡no! Me dijeron que el hecho de encontrarme en aquel lugar no debía afectar a
las costumbres del monasterio, por lo que no iban a variarlas. ¡Ajá! Trampa
mortal. Sí, sí, mortal de necesidad. Uno piensa que ellos harán su vida y que
te dejarán a tu bola ¡Gran equivocación! Me di cuenta de ello a las tres de la
mañana, cuando por el pasillo donde estaba ubicada mi celda, oí los cantos
matutinos, o como quiera que le llamen los monjes. Al parecer era el único
lugar en todo el monasterio donde se realizaban esos rezos y de una manera…
Sutil, querían que me uniera.
No lo hice, el cansancio del viaje
no me lo permitió, y cuando conseguí conciliar el sueño, tocaron a la puerta para
anunciarme que el desayuno estaba listo, miré el reloj y ¡Eran las cuatro y
media de la mañana! ¿Es que estos monjes no duermen nunca?
No entiendo como la mayoría estaban
gordos. En los medios públicos están cansados de repetir, una y otra vez, que
el desayuno es la comida más importante del día, ¡pero claro! Como estos…
¡Santos monjes!, no tienen televisión pues no se enteran.
Un trozo de pan duro, ¡sí, duro!, y
un café con leche era todo el desayuno. En cuanto el pan tocó el café la taza
se quedó vacía. Intenté que me pusieran otro café con leche, ¡já!
Después de tomarme el café con leche
chupando el pan, me invitaron, haciendo una excepción, a realizar las labores
habituales del monasterio con ellos. «¡Ah! Trabajar la tierra en el huerto, o
realizar algún trabajo manual», pensé. ¡Y una mierda! Me dieron un mocho, que
por su aspecto debía ser del siglo dieciocho, y un cubo sin escurridera, con lo
que había que escurrirlo a mano, y me dijeron con amabilidad, que mantuviera
limpia la celda, «que la higiene es la prevención de las enfermedades, y
nuestro Señor nos quiere sanos», decían. Menos mal que aquella habitación no
medía más de dos metros cuadrados, con una cama, un armario y un lavabo (no en
balde le llaman celda).
Terminado el aseo de mi estancia,
salí al pasillo con mi cubo de agua usada, e hice lo que vi ¡Fregar el pasillo!
Bueno, solo el trozo que enfrentaba a mi celda.
A las siete de la mañana, terminada
mi labor higiénica, hecha mi cama y después de haberme lavado como los gatos, o
sea, por trozos, porque meterme en la pila del lavabo fue imposible, decidí
conocer aquel monasterio.
Recorrí aquellos espacios con la
expectación del que descubre algo nuevo. ¡Deslumbrante! ¡Precioso! Del siglo
doce creo, piedras centenarias que me hablaban a cada paso que daba contándome
sus secretos, su historia. O al menos así lo imaginé hasta que me di cuenta que
a mi lado un monje famélico y calvo, me contaba que Don Rodrigo Díaz de Vivar,
apodado El Cid, puso su glorioso pie, cansado y exiliado, en aquel lugar para
pedir agua, y que debido al decreto Real se la negaron. ¡Hay que tener huev…!
Después del rezo del ángelus, el
cual duró una interminable hora, y que por no hacerles un feo estuve
acompañándolos, me comunicaron que hasta la hora de la comida podía descansar
en mi celda, así los hermanos no me molestarían con sus habituales tareas.
¡Ósea! Que me confinaban en mi habitación ¡Eso sí!, con amabilidad y entre dos
monjes que me acompañaron hasta la puerta.
La suculenta comida constaba de tres
platos. El primero consistía en un hervido de cuatro patatas enanas y un trozo
de pan, de la misma hornada que el del desayuno. El segundo un trozo de carne a
la plancha, que seguramente al hermano cocinero se le habría olvidado que la
tenía al fuego, porque una suela de zapato estaba más tierna que aquel trozo de
vaca. Y el tercero, ¡ah, el tercero! una rodaja de melón del huerto propio, que
para ser sincero, estaba de muerte.
Después de comer, y nuevamente
acompañado, me dispuse a realizar la sagrada siesta española en mi celda
orientada al oeste, que fue interrumpida en multitud de ocasiones por los rezos
de los santos hermanos, y por el calor intenso de un día de poniente.
Después de una cena indescriptible
por la ausencia de la misma, me fui agotado a la cama. La noche transcurrió
entre los rugidos de mi estómago reclamando alimento, y los rezos matutinos.
La tercera noche, y el resto de mis
vacaciones, las pasé en un abarrotado hotel de Benidorm, donde la tranquilidad
brillaba por su ausencia, el aire acondicionado era el reposo del guerrero, las
tres comidas del día abundantes, la siesta sagrada y la diversión asegurada.