Las campanas de la iglesia tocan a muerto.
No, no hay misa de difuntos. El campanero mayor del pueblo hacía el toque con
el corazón roto.
José, hombre jubilado, sin oficio ni
beneficio, y con una pensión de las denominadas de risa, tuvo la fortuna de
contar con la amistad del cura y del farmacéutico, quienes, en reunión secreta
y con nocturnidad acordaron convencer al alcalde, y al resto de las fuerzas
vivas del pueblo para que se le concediera un título y así incrementar su
pensión. De la risa a la carcajada.
Una mañana de mayo mientras se
afeitaba oyó en la radio la noticia. No lo dudó un instante, se vistió con
rapidez y dirigiéndose al campanario tocó a difunto.
Ante tal desatino, el cura acudió alarmado,
el médico saltó de la cama. El cabo, el farmacéutico y el alcalde se asomaron a
la plaza para intentar averiguar lo que ocurría.
—Pero, hombre de Dios. ¿Qué haces?
¿Quién se ha muerto?
—Mi juventud, padre. Mi juventud.
Las lágrimas del campanero mayor
rodaban por sus mejillas sin control. Los recuerdos se amontonaban en su mente
tropezando unos con otros, atropellándose y dando motivos para deshacerse en
llanto.
El cura al verlo en ese estado se
asustó, y acercándose a él intentó serenarlo, infundirle ánimos e intentar
averiguar quién era el difunto.
En misa de doce el cura, en su homilía,
recordó su juventud, y la de José, y la de muchos de los presentes. Todos
recordarían aquel día como uno para no olvidar.
Terminada la misa José volvió a casa, y
cogiendo un disco de vinilo lo puso en la vieja gramola que adornaba un rincón
del salón. El espacio fue ocupado por las notas de Stayin’ Alive de los Bee
Gees.
El cielo se inunda con voz de
falsete, y los ángeles bailan bajo las luces que el sol hace llegar al girar su
gran bola de fuego.
Descansa en paz Robin Gibb.