21 mayo 2012

Campanas de lágrimas



Las campanas de la iglesia tocan a muerto. No, no hay misa de difuntos. El campanero mayor del pueblo hacía el toque con el corazón roto.
            José, hombre jubilado, sin oficio ni beneficio, y con una pensión de las denominadas de risa, tuvo la fortuna de contar con la amistad del cura y del farmacéutico, quienes, en reunión secreta y con nocturnidad acordaron convencer al alcalde, y al resto de las fuerzas vivas del pueblo para que se le concediera un título y así incrementar su pensión. De la risa a la carcajada.
            Una mañana de mayo mientras se afeitaba oyó en la radio la noticia. No lo dudó un instante, se vistió con rapidez y dirigiéndose al campanario tocó a difunto.
            Ante tal desatino, el cura acudió alarmado, el médico saltó de la cama. El cabo, el farmacéutico y el alcalde se asomaron a la plaza para intentar averiguar lo que ocurría.
            —Pero, hombre de Dios. ¿Qué haces? ¿Quién se ha muerto?
            —Mi juventud, padre. Mi juventud.
            Las lágrimas del campanero mayor rodaban por sus mejillas sin control. Los recuerdos se amontonaban en su mente tropezando unos con otros, atropellándose y dando motivos para deshacerse en llanto.
            El cura al verlo en ese estado se asustó, y acercándose a él intentó serenarlo, infundirle ánimos e intentar averiguar quién era el difunto.
            En misa de doce el cura, en su homilía, recordó su juventud, y la de José, y la de muchos de los presentes. Todos recordarían aquel día como uno para no olvidar.
Terminada la misa José volvió a casa, y cogiendo un disco de vinilo lo puso en la vieja gramola que adornaba un rincón del salón. El espacio fue ocupado por las notas de Stayin’ Alive de los Bee Gees.
            El cielo se inunda con voz de falsete, y los ángeles bailan bajo las luces que el sol hace llegar al girar su gran bola de fuego.
            Descansa en paz Robin Gibb.