11 octubre 2011

Mi mejor historia VIII y final

—¿Esperar, a qué?

—¿No te das cuenta de lo que está sucediendo?

—Pues claro que sí. Se me está ofreciendo la solución que deseaba en la barra de aquel bar cuando me preguntaste. ¡Oh, perdón!, fue cuando Muerte y tú, o al revés, comenzasteis a burlaros de mí, a jugar con mis sentimientos, a divertiros a mi costa.

Ángel Caído amplió su sonrisa cuando la miró, y con un leve movimiento de ceja, expresivo al cien por cien, le echó en cara su travesura. Luego observó con satisfacción como Ernesto cogía la pluma para firmar.

—No podrás —le dijo Vida.

Ángel Caído la recriminó con gesto serio.

—Se necesita una tinta especial. ¿No has leído la historia de Fausto?

—¿Cuál, la de Spies, la de Marlowe o la más conocida, la de Goethe? —dijo con ironía Ángel Caído—, personalmente prefiero la primera en publicarse. La de Spies. El aquelarre es totalmente real. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Por cierto la pluma era de ave, de faisán para ser más concretos, y se utilizó tinta negra como esta.

Junto con la última frase extendió la mano apareciendo un tintero con una pluma con tonos azules verdosos, y cuya dimensión daba a entender, por lo dicho anteriormente que procedía de la cola de un faisán. Se la ofreció a Ernesto, quien la cogió desechando la recibida junto con el contrato.

Con reverencial parsimonia Ernesto mojó en el tintero la pluma de faisán. Una diminuta gota caía en la sábana, de color blanco virgen, la manchó de negro tizón. Ernesto hizo un gesto de desaprobación al ver lo sucedido.

Quedó hipnotizado, con la mirada fija en aquella mancha irregular que iba esparciéndose por el tejido de algodón. Vida aprovechó el momento para intentar que no firmara. Le habló de lo irreal de la proposición haciéndole ver que ni su mujer ni su hijo podrían olvidar. Quizá pudieran perdonar pero nunca olvidar.

—Cuando todo se haya solucionado, y sea como tú quieres. ¿Qué ocurrirá?

—Eso ya se verá —dijo Ángel caído en un intento de que Ernesto no la escuchara.

—Será el final. Yo tendré que abandonarte y vendrá Ella. Ya la oíste cuando se despidió.

Claramente la oyó, y aún retenían sus pupilas la sonrisa que le dirigió esa misma noche cuando se llevaba al ocupante de la cama 23. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, tan intenso que la mano le tembló, y la tinta retenida en aquella pluma de ave se esparció por el blanco tejido de algodón que le tapaba las piernas. Un reguero de puntos negros dejó constancia de la duda.

La máquina de Ernesto comenzó a realizar extraños sonidos. Adela se acercó al monitor que tenía en la sala de control de la U.V.I.

—¿Qué te ocurre? —Pensó en voz alta Adela.

Acercándose al cristal que la separaba de las camas se asustó al ver las convulsiones de Ernesto, pulsó un botón y echó a correr. Los movimientos de todo el cuerpo de Ernesto hacían que se separara uno o dos dedos de la cama. Adela lo cogió por los hombros y lo sujetó al colchón con toda la fuerza que pudo realizar. Su compañera llegada con rapidez intentaba atar las piernas a la cama con unas correas, pero los espasmos eran tan violentos que fue una tarea ardua y difícil.

El médico de turno apareció dando instrucciones. La química suministrada realizó su efecto y Ernesto se tranquilizó. El personal sanitario respiró hondo. Comenzaron a retirarse, al verificar que las constantes eran regulares y estaban dentro de la normalidad. Pero Adela no se movió de su lado, buscó una banqueta y se sentó. Su compañera, después de despedir al doctor, prometiendo llamarlo si volvía otra crisis, se acercó a Adela y le susurro: «Si te necesito te llamaré», a lo que Adela con una sonrisa contestó dándole las gracias.

Ángel Caído comenzaba a impacientarse ante la indecisión de Ernesto. Le acercó de nuevo el tintero para que empapara la pluma de ave de su oscuro líquido. Sin saber exactamente que hacía, Ernesto volvió a mojar la pluma.

Vida, con un leve gesto cogió la mano de Adela acercándola a la de Ernesto. Adela sonrió al notar el calor de su piel. Su enfermo favorito en la U.V.I. Se fijó en él cuando lo ingresaron procedente del quirófano. No sabía por qué, pero le atrajo desde el primer momento. Su aspecto desvalido, su clara necesidad de cariño le llamó la atención, y sin proponérselo le prestó más que a los demás. Su compañera se lo recriminó, pero conocía a Adela y las circunstancias por las que estaba pasando, y pronto la dejó hacer, es más, la ayudó.

Adela era una mujer a punto de jubilarse. Su vida había estado marcada por la desgracia. Su marido y sus dos hijos murieron en un accidente doméstico. Una explosión de gas acabó con la existencia de su familia, y con la de su vivienda, estando ella en el hospital una noche de guardia. Sin parientes y con la vida destrozada, alquiló un pequeño apartamento cerca del lugar de su trabajo. Taciturna y resignada veía día a día como la muerte se llevaba a alguno de sus pacientes, doliéndole el corazón cada vez más.

Un día le confesó a su compañera y amiga, que iba a pedir la jubilación anticipada para alejarse de tanto dolor. Su compañera estaba en contra. ¿Qué iba a hacer sola, recordar?, eso la mataría en dos días. Trabajo, distracción y ocupación de la mente, eso era lo que necesitaba, y si ayudaba a salvar más vidas de las que se perdían, mejor.

Adela dudaba, pero prometió que al final del turno decidiría lo que hacer. Cuando vio a Ernesto ya lo tenía claro. No hizo falta decírselo a su compañera.

El turno acabó y Adela seguía al lado de Ernesto. Sus manos entrelazadas, su mirada fija en él y un deseo enorme que despertará para decirle todo lo que sentía, la tenía allí sentada esperando.

Vida le hizo ver lo que estaba ocurriendo. Ángel Caído argumentaba todo lo contrario con la esperanza de que firmara. Ernesto miraba a Adela mientras escuchaba a uno y a otra.

—¿Por qué, Adela?

—No te escucha. Tú estás drogado desde la última crisis sufrida, ella sólo ve un cuerpo dormido. Firma.

—No, no lo hagas, piensa que tienes la oportunidad de empezar de nuevo otra etapa de tu vida con ella.

—¿Su vida? Ja, ja, ja. ¿Cuánto queda, dos, cuatro años como mucho? ¡Vívelos! Firma.

La aparición de Muerte hizo soltar la pluma a Ernesto. Un gesto de terror le desfiguró el rostro. Ángel Caído se enfadó y le recriminó su presencia. Vida se abalanzó sobre Ernesto dándole el mayor de los abrazos.

—Quedamos que no aparecerías hasta que firmara. ¡Vete!

Muerte miro con desagrado a Ángel Caído.

—¡Fuera! Estás incumpliendo lo pactado.

La mirada de Muerte se dirigió hacia arriba. Vida, sin soltar a Ernesto también miró. Un silencio sepulcral inundó la escena. Ángel Caído, enfurecido, lanzó un grito, y oculto tras un fugaz humo desapareció.

—Te me vuelves a escapar —le dijo Muerte —, pero no lo dudes, volveré.

Vida y Muerte se miraron fijamente.

—Gracias —susurró Vida.

—No era el momento —y sin acabar de darse la vuelta terminó—, hasta pronto.

Ernesto, protagonista de toda esta historia, se recuperó. A sus sesenta y nueve años se casó con Adela. Los dos organizaron su vida uno al lado de la otra olvidado el pasado. Cuando llegó el día en que Muerte visitó a Ernesto, cinco años después de su recuperación, lo hizo para llevarlo junto con la que fue su ángel. Adela.

Una noche sin luna, en una carretera resbaladiza por la tormenta caída, tras una velada de celebración por su aniversario, Ernesto observaba a Adela que dormitaba en el asiento del copiloto, cuando de pronto divisó una figura encapuchada en mitad de la calzada. Al intentar esquivarla se despeñó por un barranco. Muerte los cobijo bajo su manto llevándolos ante el tribunal que decidiría su destino eterno.

Aquí estoy yo, escribano del tribunal y designado para leer ante las puertas del destino la historia de Ernesto tal y como la contaron los testigos. Sólo en contadas ocasiones, especiales sin duda, se me ha indicado realizar tal misión, por ello, con la solemnidad que merece, fui acompañado por el presidente del tribunal, el abogado celestial y el acusador de ultratumba hasta las grandes puertas, golpearlas con las aldabas en forma de corazón y responder a las preguntas del portero, para una vez abiertas relatar con sumo cuidado mi mejor historia. La de Ernesto.

Adela fue su mentor. El amor desprendido por ella al referirse a Ernesto suavizó todos los ataques realizados por el acusador. El arrepentimiento demostrado y probado, su mejor baza.

Hoy, Adela y Ernesto continúan juntos para toda la eternidad, tal y como se juraron el día de su boda.

Ernesto intentó contar a su amiga y compañera todo lo que vivió, o creyó vivir, pero Adela no quiso saberlo, y sólo lo supo delante del tribunal. ¿Recriminable?

Ernesto había conocido a unos personajes que nadie quiere conocer, o, ¿quizás tú sí quisieras conocerlos?

¡Ah! Para aquellos que se lo estén preguntando, diré que en la lavandería del hospital se suscitó una gran controversia al no poder quitar las manchas negras de una sábana de la U.V.I. Se probaron todo tipo de productos sin resultado. Tras multitud de lavados a mano y a máquina, nunca se logró hacer desaparecer aquellas manchas que, al verlas a una distancia prudencial, formaban el dibujo de un ángel caído.

La administración del hospital decidió hacer desaparecer la ropa de cama en el incinerador principal del centro. Nadie de los allí presentes olvidaría jamás la carcajada espeluznante que surgió de entre las llamas de la prenda de algodón.


Queridos lectores, en mi afán por contar una historia que ha ido surgiendo semana a semana, he cometido, y estoy seguro de ello, multitud de errores al escribir. Pido pues, muy solemnemente, el perdón y la comprensión necesaria para que, al sazonarlos con una pizca de tolerancia, se complete el cóctel que mi conciencia necesita para respirar y descansar durante unos días.

Vuestro, y muy agradecido por leer.

1 comentario:

  1. Ocho partes... Casi una "nouvelle": tengo que iniciar la lectura por la primera, ¡para el fin de semana!

    Regreso entonces.

    Un abrazo,
    Esther

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