28 agosto 2009

Las vacaciones

¡Por fin llegaron las vacaciones! Año tras año, fueron marcadas por fiestas nocturnas, hoteles caros, lugares como Benidorm, claramente turísticos, rodeado de fiestas, sin reparar en gastos.

En esta ocasión serían diferentes. Días de asueto, tranquilidad y sosiego, olvidando así el estrés y las aglomeraciones.

¿Y qué mejor que un monasterio? Allí la paz estaba asegurada. Mi “yo” interior florecería en toda su extensión. A través de internet conseguí el lugar deseado. Edificio antiguo, piedras llenas de historia, calma, naturaleza.

¡Qué bonito!, ¿verdad? ¡Pues, no! La primera en la frente, como diría uno de los… ¡Monjes! Allí estaba yo con mi maleta llena de ilusión, en la puerta del convento oyendo aquello de “¿Qué trae el hermano?” Pero… ¿Qué es eso de que trae el hermano? Hola, buenos días, tardes o noches. Pero no, ¿Qué trae…? ¡Encima que me ha costado un pastón! ¡Que luego dicen que los hoteles son caros!, ¿tenía que llevarles algo?

Bueno, bueno. La cosa no quedo ahí, ¡no! Me dijeron que el hecho de encontrarme en ese lugar no afectaría a las costumbres del monasterio, por lo que debería aclimatarme a ellas. ¡Ajá! Trampa mortal. Sí, sí, mortal de necesidad. Tú piensas que ellos harán su vida y que te dejarán a tu bola, ¡gran equivocación! Me di cuenta de ello a las tres de la mañana, cuando por el pasillo de mi celda oí los cantos matutinos, o como quiera que le llamen, de los monjes. Al parecer era el único lugar en todo el monasterio donde se realizaban esos rezos.

Luego, cuando conseguí conciliar el sueño, tocan a la puerta de mi celda para anunciarme el desayuno, miré el reloj y, ¡eran las cuatro y media de la mañana! ¿Es que estos monjes no duermen nunca?

El desayuno. No entiendo como alguno de aquellos monjes estaban gordos. En los medios públicos están cansados de repetir, una y otra vez, que el desayuno es la comida más importante del día, ¡pero claro! Como estos… ¡Santos monjes!, no tienen televisión pues no se enteran.

Un trozo de pan duro, ¡sí, duro!, y un café con leche. En cuanto el pan tocó el café la taza se quedó vacía. Intenté que me pusieran otro café con leche, ¡já!

Después de beberme el café con leche chupando el pan, y comérmelo a continuación, me invitaron a realizar las labores habituales con ellos. «¡Ah! Trabajar la tierra en el huerto, o realizar algún trabajo manual», pensé. ¡Y una mierda! Me dieron un mocho, que por su aspecto debía ser del siglo dieciocho, y un cubo sin escurridera, con lo que tenía que escurrirlo a mano, y me dijeron que tenía que mantener limpia la celda, “que la higiene es la prevención de las enfermedades, y nuestro Señor nos quiere sanos”. Menos mal que aquella habitación no media más de dos metros cuadrados, y sólo contenía una cama, un armario y un lavabo (no en balde le llaman celda).

Terminado el aseo de mi estancia, salí al pasillo con mi cubo e hice lo que vi, ¡fregar el pasillo! Bueno, sólo el trozo de mi celda.

A las siete de la mañana, terminada mi labor higiénica, decidí conocer aquel monasterio y comencé a recorrerlo con la expectación con la que descubres algo nuevo. ¡Precioso! Del siglo doce creo, piedras antiguas que me hablaban a cada paso, contándome sus secretos, su historia. O al menos así lo imaginé hasta que me di cuenta que un monje flaco, casi famélico, me estaba contando que Don Rodrigo Díaz de Vivar, apodado El Cid, puso su glorioso pie, cansado y exiliado, en aquel convento para pedir agua, y que debido al decreto Real, se lo negaron. ¡Hay que tener huev…!

Después del rezo del ángelus que duró una interminable hora, y que por no hacerles un feo, lo recé con ellos, me comunicaron que hasta la hora de la comida podía descansar en mi celda, así no distraería a los hermanos. ¡Ósea! Que me confinaban en mi habitación.

La comida. Repito, no entiendo como alguno de ellos están gordos. La suculenta comida constaba de tres platos. Primero un hervido de cuatro patatas enanas y un trozo de pan. Segundo, un trozo de carne a la plancha, que seguramente al hermano cocinero se le habría olvidado que la tenía al fuego, porque una suela de zapato estaba más tierna que aquel trozo de vaca. Y tercero, una rodaja de melón del huerto propio, que para ser sinceros estaba de muerte.

Bueno, la tarde se presentaba tranquila. Mientras los hermanos se dedicaban a sus quehaceres, yo me dispuse a realizar la sagrada siesta española, interrumpida varias veces por los rezos de los santos hermanos y por el calor intenso de un día de poniente.

Después de una cena indescriptible por la ausencia de la misma, me fui agotado a mi celda. La noche transcurrió entre los rugidos de mi estómago reclamando alimento y los rezos matutinos, y vuelta a empezar.

La tercera noche y el resto de mis vacaciones, las pasé en un ruidoso hotel de Benidorm, donde la tranquilidad brillaba por su ausencia, el aire acondicionado era el reposo del guerrero, las tres comidas del día abundantes, la siesta sagrada y la diversión asegurada.

3 comentarios:

  1. uuuufffff Pues la verdad es que se me plantea un dilema... Ya que yo me pregunto si aún con tanto asueto, tiraría pa Benidorm!!!!!!
    Por cierto ¿Cómo se llama ese santo lugar? jejejeje

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  2. Hola Aracne, gracias por pasarte.

    Todo depende de lo que busque uno para pasar sus vacaciones.

    Es tan santo que aún me pregunto si existe.

    Muchas gracias por pasarte.

    Un saludo

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  3. !Pobrecito! Con la maleta llena de ilusiones, pretendiendo unas vacaciones idílicas en... en... Jajajaja, !qué chasco se llevó el pobre!

    No le ahorraron penas alguna: comida pésima, cánticos desvelándolo toda la noche, tener que fregar el suelo... !qué calvario, pobre hombre! Entiendo perfectamente que haya salido como alma que lleva el diablo, a retomar la juerga, las mujeres, los festines y la timba.

    Un gusto el humor de este cuento, Jesús!

    Abrazos,
    Esther

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