21 agosto 2009

El mejor amigo

A veces la ceguera no es lo más desconcertante.




El mejor amigo



Gotas de oro salpicaron el suelo una y otra vez. Debería cotizar en Bolsa el llanto de lo imposible.

Su fino bastón blanco lo acompañaba con sus golpes.

Alguien fumaba un puro cuyo hedor invitaba a no acercarse.



Jaime tan solo contaba con la escasa experiencia vivida que dan los veinte años. Medio incorporado en la cama, esperaba el diagnóstico.

Su mente revivía, una y otra vez, las luces intensas de aquella noche que acercándose a gran velocidad acabaron con todas las risas.

Por fin la voz del médico. «¡Malditas vendas que no me dejan verlo!» Un estallido retumbó en sus oídos. “Ceguera irreversible”.



Su bastón golpeaba el suelo. Con uno de los cuatro sentidos que le quedaban, podía oír los exabruptos de una mujer al recriminar a sus hijos.



Sus lágrimas humedecieron las vendas. ¡Ciego! Dependencia. Oscuridad. ¿Cómo vestir? ¿Con quién salir?

Su mente negaba poco a poco su vida. En un desesperado y último intento de ver, su memoria acumuló imágenes de sus amigos, su coche, su... Novia.



El humo de aquel puro le ahogaba. Pero un nuevo olor, uno diferente, intenso. Un perfume de mujer le permitió aliviar la angustia.



El día que le quitaron las vendas no notó diferencia. Cuando le dijeron que estaba frente a la ventana en un día de sol, se sintió morir.

Semanas intensas de rehabilitación. ¡Como si la furia y la desesperación por lo perdido se pudieran rehabilitar!



Buscó un lugar donde sentarse, su bastón sólo encontró un poste indicador donde apoyar su espalda.

Seguía percibiendo aquel perfume que se mezclaba con otro que el viento le traía. Al principio no lo identificó, luego fue reconocible.

Ese olor a ozono que precede a la tormenta iba acrecentándose.



La visita de su amiga Alicia fue el detonante. Siempre le pareció que tenía una voz dulce, pero nunca tanto como cuando la oyó a través de la oscuridad.

Al principio le incomodó su presencia en el hospital. Ciego, torpe y sin poder saber qué expresión tenía, le hizo comportarse inadecuadamente. Pero Alicia tenía un don. Sabía cómo hacer que Jaime cambiara su actitud, y al rato de estar hablando con ella se sintió relajado y confiado.

Cuando salió del hospital, se refugió en casa, al cobijo de los suyos.

Solo Alicia lo arrancó de la seguridad de lo conocido, cuando al buscarlo salieron a dar una vuelta.

Un día tomó la decisión. Saldría solo. Sería la prueba final de su rehabilitación.



Notó como la lluvia golpeaba su cabeza.

Su bastón no acertaba a encontrar un lugar donde esconderse de la furia del cielo. Sus ropas empezaban a estar empapadas, y sintió frio.
Bajo aquel diluvio y mojado hasta la medula, oyó como se acercaba un autobús a la parada.

Una voz femenina se dirigió a él.

—¿Qué número espera?
—El veintisiete.
—Lo siento, se ha equivocado, aquí no para esa línea.
—¿Entonces…?
—Debe ir más abajo, a unos doscientos metros.
—¿Hacia qué lado?
—A su derecha.

Jaime, mojado y llorando lágrimas de oro, se alejó acompañado por su mejor amigo. Su bastón.

4 comentarios:

  1. Se me antoja imposible vivir sin colores. Debe de ser terrible, pero el ser humano puede con casi todo, hasta con la soledad.
    Besitos/azos.

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  2. Amigo Mariano, es terrible. Pero el ser humano puede no con casi todo, sino con todo, ¡ya me contarás!, si se puede vivir escorado a la izquierda se puede con todo.

    Gracias por tu comentario.

    Un saludo

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  3. ¡Qué bonitooooooooooo!

    Me ha gustado, de verdad. Muy conseguido ese sufrimiento. Y el final... buff.

    Nos leeemos.

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  4. Hola naTTsR.

    Gracias por tu comentario.

    Ya es bastante cruz que pierdas el sentido de la vista como para que luego nadie te ayude. La oscuridad da miedo ¿Te imaginas?

    Un saludo

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