12 diciembre 2020

Mi Feliz Navidad particular

El destino de una estrella


Érase una vez…, una estrella muy, pero que muy pequeña. Sus hermanas se burlaban de ella por su minúsculo tamaño, y por la poca intensidad de luz que emitía en el firmamento.

—¿A dónde vas, enana? —le decían sin ningún miramiento.

Decidió, ante el rechazo, desplazarse a una galaxia cercana. Al verla llegar se rieron de ella.

—Pero si brilla menos que una linterna —comentaban unas.

—Aquí no tienes cabida —dictaminaban otras.

La pequeña estrella saltó de nebulosa en nebulosa, y siempre con el mismo recibimiento. Sola y desamparada se puso a llorar. Un agujero negro que pasaba por allí le preguntó por su llanto, y ella contestó que nadie la quería por su diminuto cuerpo.

—No te preocupes, ven conmigo, yo te haré grande.

—¿De verdad? —preguntó entusiasmada.

—¡Claro! Te daré masa con la que podrás aumentar tu tamaño y tu luminosidad.

La estrellita sonrió y se dirigió hacia el agujero, pero a mitad del camino un meteorito le gritó: “¡No, cuidado, te engullirá como hizo con mis hermanos!”.

—No le hagas caso. Ven.

—¡No, estrellita! Si entras no regresarás nunca —le gritó el meteorito.

Estrellita miró al agujero, y al verlo tan negro se asustó alejándose de él.

—Ven conmigo, te enseñaré lugares que nunca habrías imaginado —dijo la piedra errante.

Al acercarse al asteroide éste comenzó a girar alrededor de ella.

—¿Qué haces? —preguntó algo mareada por seguirlo.

—La atracción gravitatoria. He entrado en tu campo de gravedad, y así estaré hasta que sea atraído por tu masa y forme parte de ella —gritó entusiasmado el meteorito.

—¿Y no te da miedo?

—¡Que va, al contrario, es lo que estaba buscando! 

Estrellita y su amigo viajaron por el universo encontrándose con otras piedras que se unieron a ella. Poco a poco Estrellita fue ganando masa, y su luz cobró intensidad. Creyéndose mejorada volvió con sus hermanas, pero otra vez sintió el rechazo.

—Vete de aquí, nos deslumbras.

—¡Fuera! Eres demasiado grande, aquí no cabes.

Entristecida, buscó en el firmamento un lugar apartado donde pasar la vida solitaria a la que se veía condenada.

«No sirvo para nada, soy un fracaso como estrella», pensó, y se resignó a su soledad.

A través del telescopio, un rey descubrió a Estrellita. Realizó sus cálculos, y comprobó que siempre se movía en la misma dirección. Al Oeste.

El rey Baltasar recibió la visita de su amigo Melchor, ambos estudiaron aquella estrella, y llegaron a la misma conclusión. Decidieron seguirla.

En el camino se encontraron con Gaspar a quien también le había llamado la atención el cuerpo celeste. Los tres reyes se unieron en su trayecto.

Estrellita lloraba su aislamiento. Sus lágrimas, revoloteando detrás de ella, formaron una gran cola que, al reflejar su luz, le proporcionaba un aspecto majestuoso. De pronto una voz dulce y profunda la llamó.

—Estrellita.

—¿Quién me llama? —preguntó asustada.

—Soy tu creador —dijo la voz—, no tengas miedo. Tienes una misión que realizar.

—¿Una misión? 

—Sí, aquella para la que fuiste creada. Servir de guía.

—¿Guía, para quién?

—En aquel planeta azul hay tres reyes que siguiéndote encontrarán al que buscan.

—¿Otro rey?

—Sí, al Rey de reyes que ha nacido en un lugar llamado Belén.

—Belén, ¡qué bonito!

—Por ello serás conocida, a través de los tiempos, como la estrella que los guió. Serás la estrella de Belén.

Cada veinticuatro de diciembre, en el firmamento hay una estrella brillando más que las demás. Orgullosa y sonriente sirve de guía para aquellos que buscan su destino.


Feliz Navidad a todos.


©Texto de Jesús García Lorenzo


22 noviembre 2020

El hipnotizador

—Se dice que para dejar de fumar primero hay que desearlo, pero no un deseo banal, de capricho, no. Hay que proponérselo de verdad, con ganas. Claro que esto lo dicen aquellos que nunca han sido fumadores, y no han sentido el poder de la nicotina nublando la voluntad, los sentidos…

El ponente, un mentalista conocido como el Gran García, captó con esta breve introducción la atención del personal que abarrotaba la sala del Teatro Altear, donde mostraría que con la hipnosis se podía curar la adicción a las drogas. Tras dos horas exponiendo razones, estudios y toda clase de experimentos realizados por las más prestigiosas universidades, se dispuso a poner en práctica su teoría con una demostración que daría mucho que hablar.

—¿Cuántos de ustedes quieren dejar de fumar?

Entre los pocos que alzaron las manos, García escogió a tres y los hizo subir al escenario a la vez que pedía un aplauso.

Sus ayudantes colocaron a dos de los voluntarios en los extremos y al tercero en el centro. Mientras tanto, él se dirigió al público.

—Para que este experimento sea creíble y no se piense que es una farsa, uno de ellos no abandonará su adicción al tabaco, mientras que los otros dos vomitarán cada vez que enciendan un cigarrillo. ¿Alguien conoce a alguno de estos caballeros?

Un hombre se levantó de su asiento.

—Yo conozco a dos —dijo entre risas entrecortadas.

—Señáleme uno.

Con una mueca señaló al situado al extremo derecho del escenario.

—¿Es muy fumador?

—¡Ya lo creo, se lo fuma todo! —y soltó una gran carcajada que imitaron sus acompañantes.

—Muy bien, a partir de hoy no lo volverá a hacer.

Pidió silencio en la sala. Se bajaron las luces, quedando solo la intensa iluminación de unos focos sobre los voluntarios. García, con la parsimonia que requería la ocasión, fue uno a uno hablándoles en voz baja y relajada, mirándoles a los ojos con fijeza y sin blandir ningún objeto frente a ellos.

Al cabo de pocos minutos, los tres hombres sudaban visiblemente; ante tal situación, el Gran García pidió agua para ellos, y que bebieron con avidez. Cuando el experimento acabó no parecía que hubiera pasado algo. Los voluntarios estaban de pie sin muestras de sumisión. 

García los hizo bajar y ocupar sus asientos, al tiempo que se dirigía al público, invitándolos a que averiguaran quién de los tres seguiría fumando.

Un gran murmullo inundó la sala; se pedía con exigencia saber si había sido exitoso el experimento. Los responsables de la sala, en previsión, difundieron por megafonía que dentro del teatro no estaba permitido fumar. Los gritos de “Fraude” y “Embaucador” fueron los que más se oyeron mientras las luces del escenario se apagaban y se obligaba salir a la gente, dando así por  concluido el espectáculo sin más explicaciones.

En la calle, los tres voluntarios fueron rodeados por el público que salía del teatro. A uno de ellos se le ofreció un cigarrillo; lo cogió y se lo llevó a la boca. Risas y burlas se exteriorizaron, pero cuando al encender el cigarrillo el humo inundó sus pulmones, un gran vómito manchó el pecho de los que lo rodeaban.

Lo mismo ocurrió con otro de los voluntarios, mientras que al tercero se le vio disfrutar del tabaco. Entre la gente comenzó una pequeña discusión. Unos pasaron a ser creyentes, mientras que otros se mantenían en su escéptica opinión de que se había llegado a un acuerdo con ellos.

El atestado de la policía narraba los hechos tal y como los testigos lo relataron. El juez dio orden de arresto contra el Gran García y pocas horas después lo tuvo ante su presencia.

—Dígame, ¿qué les hizo?

—Nada —contestó—, en tan breve tiempo no pude hipnotizarlos, además uno de ellos me dijo que no creía en esas cosas y si alguien no está dispuesto no se le puede hipnotizar.

—¿Me está diciendo que la hipnosis es un cuento?

—No. Le digo que la hipnosis requiere tiempo y, sobre todo, estar preparado para ello. Por ejemplo, ¿no cree que si fuera tan fácil, no lo emplearía con usted para librarme de este interrogatorio?

—Entonces, ¿cómo explica los hechos?

—No es difícil. Dos de ellos se habían pasado con el alcohol antes de la conferencia, el olor que emanaban los delataba, y el calor de los focos aumentó el mareo. Cuando salieron a la calle, el cigarrillo ofrecido fue el detonante. Sume usted embriaguez, mareo y añada un golpe de tos…

—¿Y qué me dice del tercero?

—El tercero era un delincuente, un hombre de baja estofa al que pagué para que se presentara voluntario. Siempre lo hago, por si falla el público.

—¡Ya! ¿Y cómo explica que fuera el punto de mira, el objetivo?

—No tengo explicación para eso.

—Así que suben al escenario tres voluntarios, dos ebrios y otro pagado por usted. A sabiendas de que no podía hipnotizarlos, hace… el paripé, y desaparece haciendo creer a todos que los había metido en trance, y ya está.

—Correcto. Sí, señor.

—Luego salen a la calle y dos de ellos después de encender un cigarrillo y vomitar se lanzan sobre el tercero y, en el furor de la riña, acaban en medio de la calzada siendo atropellados por un vehículo que no pudo esquivarlos, teniendo como resultado dos muertos y uno muy grave. ¿Y usted me dice que todo eso ocurrió así, sin más, por enajenación transitoria de personas que no se conocían de nada?

—Si usted lo dice…

El juez dio por concluido el interrogatorio. Al no encontrar nada que pudiera señalarlo como causante de los hechos, le permitió que se marchara, no sin antes aconsejarle que estuviera a disposición del juzgado por si necesitaba volver a interrogarlo.

El Gran García fue directo al hotel donde estaba alojado. Al llegar a su habitación llamó por teléfono. Al otro lado contestó una mujer.

—Hecho —dijo.

—Gracias.

El conductor del vehículo, ejecutor de la muerte de dos de los voluntarios, titubeaba ante las preguntas del instructor del juzgado. Sus declaraciones se contradecían a medida que avanzaba el interrogatorio. El juez concluyó que el conductor era parte activa de un asesinato, por lo que ordenó que se le detuviera, al menos, durante setenta y dos horas.

Posteriormente el juez se desplazó al hospital donde se encontraba el único superviviente de los tres voluntarios. El médico de guardia permitió que fuera interrogado.

El hombre herido relató que el ponente le ofreció bastante dinero para que fingiera ser un voluntario en un experimento de hipnosis.

—Me dijo que no me hipnotizaría y que solo tendría que fingir.

—¿Qué pasó en la calle?

—No lo sé, se lo juro. De pronto se abalanzaron sobre mí y comenzaron a golpearme. Estaban locos, fuera de sí.

—¿Y en el escenario, qué le dijo mientras simulaba hipnotizarlo?

La respuesta del herido fue el desencadenante de una operación que llevó a la detención de García. Se le acusó, junto al conductor del vehículo, del asesinato de dos personas y del intento de una tercera. El juez instructor redactó un informe en el que se detallaba cómo se preparó la venganza contra los tres hombres causantes de que una mujer fuera violada, robada y abandonada a su suerte.


En el juicio quedó demostrado que el acusado García buscó, encontró y pagó a los tres voluntarios para que subieran al escenario, y que una vez allí hipnotizó y drogó a dos de ellos, no solo para quitarles el vicio de fumar sino para que, cuando vieran fumar al tercero, pensaran que se encontraban en el callejón oscuro y solitario donde se perpetró la violación, debiendo entonces eliminarlo, pues tenía intención de denunciarlos por ese delito. Y que el verdugo, un sicario pagado por el acusado, debía esperar con su furgoneta el momento más adecuado, siguiéndolos si fuera preciso, para atropellarlos y matarlos simulando un accidente. Acto que realizó, al ver que en el furor de la pelea se lanzaron en mitad de la calzada.

Los declararon culpables. La sentencia fue firme. Fueron condenados al máximo de pena que la ley indicaba para ese delito. Pero algo sorprendente ocurrió antes de que el juez rubricara, con su golpe de mazo, la sentencia. Al grito de “justicia”, dado por uno de los acusados, el policía que los custodiaba sacó su arma y allí, delante de testigos, descerrajó dos tiros al tercer voluntario.

Una mujer se abrió paso a través del tumulto organizado en la sala de lo penal número once, llegando hasta el hipnotizador y atrayéndolo hacia sí con un leve agarrón del brazo, le susurró al oído: “Ahora sí que ha cumplido el trato”.


©Texto de Jesús García Lorenzo

17 noviembre 2020

La corrida

Arrodillado. Con la edad que el Tango describe como nada. Musita una conversación privada  con su Virgen. “Señora, le dice, que se haga como tú desees, pero si fuera el final, que sea rápido”. Luego respira hondo y se santigua.

“Maestro”. La voz de su Vestidor le indica el momento. Lento, muy lento es el ritual de vestirse de luces. En el aire, sujeto por las ásperas manos de su paisano, se encaja la taleguilla; ajustada, como su segunda piel. Luego bien anudado el corbatín, rojo, para que resalte sobre la camisa blanca.

Calzados los zapatos planos solo queda la chaquetilla. Con movimientos estudiados es ajustada al cuerpo. Un subalterno le entrega la montera y el capote, bien plegado.

Durante el proceso el silencio ha sido ensordecedor. Un último vistazo y ¡Suerte, Maestro!.

Desde la calle se oyen los “Olés” que grita el respetable. Suena un pasodoble torero y la música se confunde con los aplausos.

La tarde de toros ha terminado. Atrás quedan la valentía, el miedo, la responsabilidad, la sangre empapada por la arena. El mejor es sacado a hombros. 

En los toriles, silenciosa, una vaca llora mientras es encajonada al igual que sus hermanos los mansos.


©Texto de Jesús García Lorenzo

11 noviembre 2020

Carta a los Reyes Magos


Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar, hace mucho tiempo que no me dirijo a vosotros, pero hoy mi nieto me ha incitado ha hacerlo. No, no me ha dicho que lo haga, pero una carta escrita por él y dirigida a Papá Noel me ha recordado que no os escribo desde hace mucho.

Yo siempre os he sido fiel, y aunque las circunstancias de calendario me inclinaron hacia Noel cuando mis hijas tuvieron edad para ir al colegio, siempre he amanecido con ilusión el seis de enero.

Mi nieto, por circunstancias de la vida, vive en un pais donde vosotros estáis olvidados, o mejor dicho Noel es el más conocido, y al que todos le envían sus cartas, y una de ellas ha sido la de mi nieto.

Me ha impactado tanto que la quiero hacer mía.


Queridos Reyes Magos:

Este año ha sido muy difícil para todo el mundo. Me encuentro sólo sin poder ver, jugar, y abrazar a mis amigos. Lo que os pido es muy sencillo, quiero que todo vuelva a ser como antes, y sobre todo que el Covid 19 se vaya y no vuelva.

No quiero que Covid 19 mate a más gente, y que todos se curen.

Sé que vosotros podéis lograrlo y lo haréis.

Siempre vuestro.

El abuelo.


Un hombre joven arrodillado sobre una tumba, deposita en ella la carta a los Reyes Magos.

—Abuelo, lo cumplieron.


©Texto de Jesús García Lorenzo

06 noviembre 2020

La nueva tecnología


        Cómodamente sentado en mi sillón favorito admiraba mi nueva adquisición. Desde el momento que me puse frente a ella quedaron olvidados todos los esfuerzos y privaciones para poder conseguir aquella maravilla. Ciento noventa pulgadas de pantalla plana, muy alta definición, 3D envolvente, realidad virtual y sonido surround.

Temblándome las manos encendí aquel presente de ciencia ficción. Al instante apareció un documental que me transportó a una selva maravillosa. El sonido reproducía los bellos silbidos de las diferentes aves que poblaban aquel lugar, plagado de toda la gama de colores existentes en el arco iris. Las tres dimensiones me situaban en el centro de aquella naturaleza exuberante.

En la esquina superior derecha de la pantalla apareció un mensaje: “Pulse la tecla OLF para percibir olores”, la busqué con ansia en el mando. Al pulsarla multitud de aromas inundaron todo el espacio de un salón donde ya no existía el sofá de tres cuerpos, ni la mesita baja, ni siquiera la librería que tantos buenos momentos me hizo pasar con sus historias.

Una voz; la del narrador, me describía con detalle todo lo que me rodeaba. Pude ver a la marmota tomando el sol, a esa mariquita de color rojo salpicada de motas negras volar de una rama a otra, o aquella extraña oruga que se deslizaba por una hoja verde y fresca. Aves llenas de colorido lanzar al viento sus bellos cánticos, mientras que otras revoloteaban a mi alrededor.

De pronto todo quedó en silencio. Las aves alzaron el vuelo alejándose de la escena, la mariquita cerró sus alas con la intención de pasar desapercibida, la oruga se hizo una bola y la marmota se ocultó con rapidez. ¿Qué ocurre?

El narrador gritó: ¡Cuidado!

Al girar la cabeza observé, con pavura, como algo enorme y rayado se abalanzaba sobre mí. Al tiempo que aparecían los créditos finales del documental, se oía al narrador decir: “Y aquí termina un nuevo y apasionante episodio de cómo alimentar a las fieras en tiempo de crisis”.

©texto de Jesús García Lorenzo

29 octubre 2020

¿Dónde estás Tenorio?


  Su mano temblorosa, limpia la foto que preside la lápida. Desde hace diez años, realiza la misma rutina sin faltar ni un sólo lunes, su Herminia no se lo perdonaría. Ni ella, ni él, que para eso le juró amor eterno en su boda.

  Cansado ocupa un banco que no dista mucho de la tumba. Allí, sentado, le cuenta sus cosas, como en casa al volver del trabajo, porque como él dice: “La vida es una rutina, y se la ve venir, hasta cuando se acaba”.

  Esta tarde le vienen a la memoria tiempos pasados, aquellos en los que los dos juntos salían al escenario, e interpretaban sus papeles, « ¡Qué felices éramos, vivíamos tantas vidas!», le comenta pausadamente.

  Las horas pasan muy de prisa cuando se está a gusto, pero la edad avanzada no es buena compañera del frio, y en noviembre ya lo hace, sobre todo al anochecer. El sol se pone en el cementerio, y Eusebio, muy a su pesar, debe retirarse. Se despide lanzando un beso al aire, como hace cada vez que viene a verla.

  Paso a paso, sin prisas, se aleja de Herminia. Se detiene, mira a su alrededor, y se da cuenta que se ha perdido en aquel lugar tan grande.

  —Todas las calles son iguales, ¿cómo no voy a perderme?—, se dice como un reproche.

  Se decide por la más iluminada. Al pasar por una de las lápidas lee: “Juan Tenorio González”, una leve sonrisa ilumina su arrugada cara, unos pasos más adelante ve a un hombre junto a un nicho.

  —Perdone, caballero —le dice con calma—, ¿podría indicarme la salida? Me he perdido.

  — ¡No faltaba más! –le contesta—, voy a hacer algo mejor si le apetece, le acompaño, yo aquí ya he terminado.

  Los dos juntos recorren el lugar, mientras que hablan de cosas intrascendentes, hasta que el desconocido hace una pregunta directa: “¿Qué le parece a usted eso del Halloween?”.

  Eusebio lo mira con curiosidad, y después de un segundo de reflexión le contesta con una apología del daño que ha hecho a una tradición.

  —Comparto su opinión —dice el acompañante—, yo también añoro aquellos tiempos en los que ir al teatro a ver a Don Juan, le daba sentido a esta noche. Parecía como si volvieras a nacer, como si todo…

 — ¿Lo malo no hubiera ocurrido?

 —Sí… —, susurró mientras esbozaba una sonrisa—, una sensación extraña.

 Siguen camino. La conversación declina en la obra de Zorrilla. Repasan versos, interpretaciones, y ríen.

  Llegan a una plaza. Eusebio está cansado, muy cansado, y le pide a su acompañante sentarse y descansar un rato, éste muy cordialmente accede. Sigue su conversación más entusiasta si cabe, llegando a interpretar gestos mientras recitan. Los dos, sin caer en ello, conocen los versos de memoria.

  — ¡Aaah! ¿Dónde estás, Tenorio? —Eusebio suspira—, te quedaste entre los panteones de tus víctimas, olvidado y relegado por disfraces y fiestas, que recuerdan más a los carnavales que a los difuntos.

  —Así es, amigo mío, olvidado.

  — ¡Por cierto! ¿Cuál es su nombre? Llevamos un buen rato hablando y no sé cómo llamarle.

  —Me llamo Juan –dice el desconocido.

  —Encantado. ¡Bueno! Vamos hacia la salida que ya debe ser tarde y hace frio.

 —No Eusebio, esta noche la pasaremos juntos, aquí, entre estos muros, recordando.

  — ¿Pero, qué dice? ¡Vamos, hombre! Vámonos a casa.

 De pronto aparece en escena el vigilante del cementerio, que cruzando la plaza sigue camino sin hacerles caso. Eusebio lo llama. El vigilante continua perdiéndose entre la oscuridad de una de las calles.

 —Ni te ve, ni te oye.

 A lo lejos se escucha un cántico. Eusebio mira y solo distingue la luz de un quinqué. Da unos pasos que son detenidos por la voz de su compañero.

 —Vienen hacia aquí para reunirse con nosotros.

 — ¿Nosotros, por qué?

 —Porque es La Santa Compaña, y todas las noches de difuntos recogen a Don Juan Tenorio, y a su acompañante.


©Texto de Jesús García Lorenzo

24 octubre 2020

El aniversario



«¿Te acuerdas cuando nos conocimos? Fue algo mágico, nuestras miradas se cruzaron y ya no se separaron. Cincuenta y cinco años hace de aquel momento.

»Hoy Graciela, ¿Te acuerdas de ella? ¡Sí hombre, sí! Esa jovencita del pelo rojo que está estudiando para ser policía, y que cuando era pequeña le dabas clase de matemáticas. Bueno, me ha preguntado por ti esta mañana.

»Todo el barrio te echa de menos, en la panadería, la frutería, el quiosco. Por cierto te he traído tu periódico favorito. ¿Quieres que te lo lea? No, claro que no.

»¡Ah, mira! Hemos recibido carta de Andrea. Dice que hace mucho frío allá en… ¡Bueno, cómo narices se pronuncie aquel pueblo alemán! Dice que no nos preocupemos, que está muy bien.»

Era una tarde de diciembre. Las palmadas de aviso del vigilante se veían ahogadas por los truenos que, aunque todavía lejos, se hacían notar.

—Pero… Herminia… ¿Cómo se le ocurre salir de casa en una tarde como esta?

—Hoy es nuestro aniversario. Mi Anselmo y yo nos casamos, hace cincuenta años, en la iglesia de San Martín.

—¡Felicidades! ¡Ande…! Váyase a casa antes de que caiga lo que viene por allí.

Herminia, con su paso cansado, comenzó a andar los dos kilómetros que separaban el cementerio del pueblo.

A mitad del recorrido cayó una fuerte lluvia acompañada de un relámpago que iluminó toda la carretera.

Resignada y empapada hasta los huesos, continuó su camino mientras hablaba con su Anselmo.

—Casarnos en diciembre y de noche. ¿No hubiera sido mejor por la mañana? ¡Menudo resfriado voy a coger!

La luz de unos faros hizo que se volviera. El vehículo paró a su lado. El conductor de mediana edad, sacó de la guantera un paquete de pañuelos de papel para que pudiera secarse.

—¿Es usted forastero? No recuerdo haberle visto por el pueblo. ¿Conoce alguien aquí?

—Así es, Herminia.

—¿Me conoce?

—Sí. Nos conocimos cuando su Anselmo murió.

El vehículo continuó su camino desvaneciéndose con el ocaso de un relámpago que iluminó todo el pueblo.

Al día siguiente el pueblo entero rendía homenaje a Herminia, a la que un rayo llevó junto a su Anselmo, dejando en la cuneta su vida terrena.


©Texto de Jesús García Lorenzo


16 octubre 2020

Furia desatada




El viento alcanza su máxima velocidad, girando sobre sí crea una espiral en forma de garganta hambrienta que va tragando casas, granjas y hasta una ciudad entera.

La fuerza de la naturaleza se desata provocando el pánico.

—¡A cenar!

—¡Ya voy, mami!

Juanito desconecta su trabajo de ciencias, y se dispone a lavarse las manos para cenar.

La naturaleza se queda en calma.



©Texto de Jesús García Lorenzo


09 octubre 2020

La discusión

Un poeta y un narrador de cuentos discutían sobre qué disciplina literaria podría describir mejor a la Muerte.

El cuentacuentos defendía la brevedad en las frases sin metáforas. El poeta, con puntería, dirigía su argumento hacia los sentimientos y sensaciones.

—La poesía —decía el poeta— puede hacer sentir al lector que está muerto, mientras que el relato sólo puede hacer que lo imagine.

—¡Já! —replicaba el cuentista—, el relato envuelve al lector en el miedo que la presencia de la negra figura transmite.

Sonaron unos golpes en la puerta, al abrirla una mujer, insultantemente bella, se auto invitó al debate, y la discusión continuó por toda la eternidad.

©Texto de Jesús García Lorenzo

02 octubre 2020

Magia

Los valencianos españoles somos amantes del fuego, que no pirómanos. Nos gusta el arte, la música, las flores, las letras, la pintura, las risas, las emocionesla magia….




—¡Mira, papá!

Sus ojos azules, grandes y brillantes se abrían cada vez más a cada paso que daba.

—¡Jajá! ¡Qué risa!

Las fallas con sus ninots o muñecos de cartón-piedra se mostraban ante ella como algo maravilloso, enseñándole un mundo nuevo y espectacular, donde la fantasía se mezcla con la ilusión de un niño que descubre algo nuevo.

La noche llegó y la ciudad iluminada resplandeció. Aquellas obras de arte callejeras resaltaban más aún si cabe su esplendor con los focos que las rodeaban.

—¡De noche son más bonitas!

Sus ojos no querían perderse nada, seguían abiertos ante el arte creado por los artistas.

Pero a las doce de la noche, una traca infernal encaminó su fuego hacia aquellos muñecos devorando sus cuerpos.

—¡Papá, las están quemando! ¡No quiero!

Sus ojos azules, grandes y brillantes lloraban ante el espectáculo que mostraban las llamas.

—No llores, que han sido creados para esto.

Ninguna explicación era aceptada, ningún razonamiento fue comprendido, sus ojos se tornaron tristes, ausentes. La magia se había evaporado.

Un día, el colegio hizo una visita al taller de un famoso artista fallero, éste obsequió a los niños con un pequeño ninot.

—¡Mira, papá!

Sus ojos se volvieron abrir llenos de ilusión. Se pasaba el día abrazada a su muñeco. Jugaba, comía y dormía con él, fue su mejor juguete.

Los bomberos me arrastraban fuera de la casa, alejándome del furor del fuego que devoraba a mi niña abrazada a su muñeco, mientras en mi delirio la oía: “Hemos sido creados para esto”.

 © Texto de Jesús García Lorenzo

26 septiembre 2020

La rata

La verdad. Clarificadora, odiada y deseada. En ocasiones surge de improviso y, cuando lo hace, al incrédulo lo convierte en creyente. Al ciego le devuelve la vista y al soberbio la prudencia.

 Lo que voy a contar, aunque increíble, es mi verdad.

De camino a casa, después de varios meses de ausencia, sufrí el desfallecimiento de mi transporte. Mi coche, compañero de muchos años, acabó su vida en la cuneta de una carretera solitaria a altas horas de la noche, y cerca de un bosque para mí desconocido.

La oscuridad me obligó a buscar una linterna. Su luz fue breve, pero antes de morir, quizás en solidaridad con mi viejo amigo, me mostró el camino hacia una maravillosa casa colonial que, sin saber cómo, descubrí rodeada por abedules, castaños y una gran variedad de árboles pináceos. 

Me dirigí hacia ella creyéndola la salvación a mi desgracia. A medida que me acercaba mi admiración iba en aumento. Unas lámparas de petróleo iluminaban su porche sostenido por cuatro fabulosas columnas.

La puerta, de madera noble bien pulida, albergaba dos grandes aldabas que la embellecían. Al sonido seco y solemne del metal se respondió con la apertura de la entrada. Ni un alma salió a recibirme. Con prudencia entré dando voces para darme a conocer. Ninguna respuesta.

Su interior, apenas iluminado, mostraba una mansión digna de un terrateniente. En el lado derecho distinguí una ancha y elegante escalera. A la izquierda una puerta de doble hoja, abierta de par en par, albergaba una biblioteca apenas iluminada por el resplandor de una gran chimenea.

—¿Hay alguien aquí?

Volví a gritar. 

Observé junto a la escalera una mesita con un quinqué y un teléfono. Me acerqué, y levantando el auricular comprobé que tenía línea, e hice la llamada para mi rescate. En una hoja de papel, pues no quise ser descortés, escribí mi disculpa y mi agradecimiento por el uso del teléfono.

Pensé que el quinqué serviría para iluminarme el camino de vuelta. Avivé la llama y, al dirigirme a la salida, vi un gran marco en una de las paredes. Al acercarme levanté la lámpara. Una enorme rata peluda me miraba fijamente. La luz hacía brillar sus ojos de forma espeluznante. Abrió la boca, y presa del miedo salí corriendo sin reparar que dejaba las puertas de la casa abiertas.

Corrí y corrí hasta que mis pulmones, necesitados de una buena bocanada de aire, me hicieron parar. Entonces pude comprobar que la infesta rata no me seguía. Miré dónde me encontraba y descubrí que me había perdido. Cogiendo como referencia la casa, que había abandonado precipitadamente, me orienté lo mejor posible dirigiéndome al lugar donde creía se encontraba mi fallecido transporte. 

No podía quitarme de la cabeza la horrible imagen de la rata mirándome fijamente a los ojos, amenazante, dispuesta a saltar sobre mí. Con el vello erizado por el recuerdo continué caminando hasta que vi mi coche. Cuando faltaban unos dos metros para llegar pude distinguir en el cristal del parabrisas la enorme rata. Quedé paralizado. Horrorizado solté la lámpara que, al precipitarse contra el suelo, desparramó el líquido de su interior. En pocos segundos se produjo un incendio que me rodeó.

El fuego elevó sus tentáculos y pude verla con claridad. Su largo y puntiagudo hocico mostraba unos dientes enormes. Las uñas de sus garras, bien afiladas, estaban preparadas para rasgar la carne de su presa. Sus ojos se inundaron de sangre. Por su boca se deslizaba un débil hilo de saliva que, viscosa, tardaba en caer. El miedo me obligó a respirar profundamente el humo y me desmayé.

Cuando desperté apenas pude distinguir figura alguna debido a las vendas que cubrían mi rostro. Intenté llevarme las manos a la cara pero la voz dulce de una enfermera, y el dolor de las quemaduras, me hicieron desistir. Se me informó que me iban a quitar las vendas de la cabeza.

Con una gran excitación, que intentaba disimular, fui notando cómo desenrollaban, sin prisas, la fina tela. Cuando apenas quedaba una vuelta quise abrir los ojos, pero me reprimí. El médico me indicó que los abriera despacio.

—Hay mucha oscuridad —dije.

—No se preocupe, hemos dejado la habitación a oscuras. ¿Ve esta luz?

La luz de una linterna lápiz me buscaba un ojo y luego el otro.

—Sí, la veo.

—Bien —aseveró el doctor—, vamos a encender una lámpara que iluminará el fondo de la habitación donde hay un sillón, ¿puede decirme de qué color es?

Una luz muy suave iluminó la pared que tenía en frente, y apoyada en ella había, efectivamente, un sillón.

—Negro, es de color negro.

Ante la alegría manifestada por la enfermera giré la cabeza sonriendo. Cuando de repente todo se tornó negro y perdí el sentido.

Cuando recobré el conocimiento pude comprobar que me encontraba en una habitación blanca, iluminada por el sol que entraba a través de una ventana, y vi el sillón negro. Observé que seguía cubierto de vendas por todo el cuerpo, incluidas mis manos. En la mesita que tenía al lado había un pequeño espejo. Con gran esfuerzo logré cogerlo y depositarlo sobre mi pecho. Con miedo por descubrir horribles cicatrices en mi cara fui levantándolo poco a poco.

Un grito desgarrador salió de mi garganta inundando toda la planta del hospital. Me faltaba el aire, mi respiración profunda acompañaba a los fuertes latidos de mi corazón que, acelerados, luchaban por escapar. Mi pecho se convulsionaba, mi visión se nubló, y acto seguido sentí una gran paz como nunca había imaginado.

 En la lejanía pude oír al doctor y a la enfermera decir:

—Hora de la muerte las diez y media. 

—¡Pobrecita rata! ¡Lástima!

—Sí, señora comadreja —concluyó el doctor Panda—, lástima.


La verdad. Clarificadora. En ocasiones surge de improviso y, mostrándonos tal y como somos, nos arrebata lo que más queremos.

©Texto de Jesús García Lorenzo


22 septiembre 2020

Fidelidad

Tu mirada penetrante y habladora era lo único que necesitabas. Siento dolor en mi corazón porque, en ocasiones, no he sabido interpretar tus señales.

Vete, busca otro al que ofrecer tu sincera amistad tal y como lo hiciste conmigo. Sin premisas, sin condiciones, con alegría.

Hoy te siento más cerca que nunca. Se me clavan en el alma tus débiles gemidos mientras te consumes tumbado sobre mi lápida.

© Texto de Jesús García Lorenzo

16 septiembre 2020

Benixent

Fui creado en una hoja en blanco cuya virginidad fue rasgada por una pluma experimentada. ¿Mi nombre? Da igual. Es el caso que estoy aquí para contarles una historia. La mía.

El Caid Amur Bel Aldib se enamoró de la hija del Emir. La belleza de Alfara era tan grande que solo las estrellas competían con ella. Cuando Amur y Alfara se conocieron, sus almas jóvenes se lanzaron al amor.

Pero la joven fue prometida a otro hombre por su padre el Emir. 

Una noche las estrellas y la luna se confabularon con Amur, en plena oscuridad escaló la verja de su amor y la raptó.

El Emir clamó venganza y el castillo de Amur fue asediado. El hambre y la muerte se adueñó de sus habitantes. 

En medio de aquel caos Alfara dio a luz a un varón, pero la debilidad no la dejo sobrevivir. El Emir furioso al enterarse de la muerte de su hija lanzó un ataque feroz.

Amur conocedor de que no podría contener el ataque llamó a una de sus sirvientas y le entregó a su hijo.

La batalla fue brutal y causó la captura de Amur, quien fue interrogado, torturado y ejecutado. Durante el interrogatorio el Emir sólo hacía una pregunta: “¿Dónde está mi nieto?”, la respuesta siempre fue: “¿Qué nieto?”.

Al heredero de Amur lo buscaron sin éxito. Desconocedor del drama de su nacimiento el niño creció de casa en casa; varios maestros le enseñaron ciencia y arte, y el pueblo lo llamó Iben-Gent (hijo de la gente).

Cuando los cristianos conquistaron el lugar lo hicieron sin resistencia, su rey sorprendido por la facilidad quiso averiguar el motivo.

Un grupo de ancianos se presentó ante él. Dijeron que en la ciudad no había ejército, sólo administradores elegidos por el pueblo.

Aquel cristiano, astuto e inteligente, se interesó por los valores y la cultura de aquel pueblo sin dueño ni señor. Dos días estuvieron departiendo los ancianos con aquel rey. Dos días enriquecedores. Al final de la segunda jornada los ancianos oyeron la pregunta que esperaban desde el principio : “¿Quién es?”, a los que todos respondieron: “I-ben-i-gent”, “Bien ¿Y donde está?”, el más anciano se acercó a la puerta de la tienda cristiana y abriéndola señaló hacia el exterior, y con voz susurrante contestó: “Mi señor. Tus tropas lo están pisando”.

El transcurrir del tiempo y la mala utilización del lenguaje hizo que a aquel lugar lo llamaran Benixent.

¡No!, no intenten buscar ustedes en el mapa la ubicación de aquel lugar, no lo encontraran, pues al igual que la Atlántida hizo un viaje sin retorno, lo que acabo de  narrarles solo es un cuento, o una leyenda que la pluma de mi creador me ha permitido contar.


©Texto de Jesús García Lorenzo


10 septiembre 2020

Sin título merecido


Hoy me pinté de verde el alma. De verde clorofila, que me gusta. Pero al ver el bosque de color negro, mi alma se tornó gris.


Gris como las manos tiznadas de hollín.


Árboles que en silencio se descarnan en negro sobre blanco.


La paleta del pintor clama venganza ante el horror.


Una mañana unas manos delicadas mirarán y pintarán de nuevo el paisaje, evitando talas y fuego.


Y a mi alma volverá el verde clorofila soñado, y una ardilla recorrerá todo el territorio sin tocar el suelo.


©Texto de Jesús García Lorenzo

27 agosto 2020

La visita

 Aquí iría una foto, pero no hay, así que espero que hagáis trabajar vuestra imaginación.

Imaginar una cara y un dedo tapando la boca que deja escapar un "Shsssssssssss"



El Silencio invitó a cenar a su vecino el Susurro, y descubrió todo un mundo.


© Texto de Jesús García Lorenzo

20 agosto 2020

El paragüero



La mañana despertaba al grito de: “¡El afiladooooor!”, al que acompañaba una escala tonal al hacer sonar una flauta de pan.

Artesanos y carniceros, carpinteros, modistas y amas de casa se echaban a la calle entregando, al causante de aquel grito, sus instrumentos cortantes para ser reparados. 

El afilador, descargando su Tarazana, se prestaba a girar la piedra de afilar, que al ser rozada por el metal producía chispas que revoloteaban en el aire. 

Al día siguiente un nuevo pregón volvió a recorrer el barrio. “¡El paragüerooooo!”. Nadie se asomó a las ventanas, nadie se echó a la calle, a nadie le interesaba aquel grito, pero él continuaba su recorrido haciéndolo sonar más fuerte en cada esquina. “¡El paragüerooooo!”.

La mañana despertó con unas ennegrecidas nubes, que descargaron su contenido, encerrando en sus casas a las gentes. Por la calzada corría el agua a raudales, que el cielo encapotado alimentaba, mientras que retumbando en las paredes de los edificios se oía el eco del día anterior. “¡El paragüerooooo!”.


©Texto de Jesús García Lorenzo

14 agosto 2020

Aquel callejón

Una luz blanca a la vez que atrayente me llamaba. Con paso corto y precavido me dirigí hacia ella. 

Siempre imaginé las puertas del cielo grandes, majestuosas, de madera noble y con grandes aldabas, rodeadas de un indefinido y difuso mar de nubes blancas.

Sin embargo no hubo puertas, ni aldabas, ni siquiera nubes blancas, pero sí un ángel con barba a medio crecer delante de un ordenador. Las paredes, casi inexistentes y a la vez presenciales, difuminaban un azul que cambiaba en todos sus tonos. El suelo firme bajo mis pies, el techo descubierto como en un día claro.

Su cara de asombro me llamó la atención. Le dio un golpecito a la pantalla, suave, como sólo lo puede dar un ser alado, y sin cambiar su expresión me dijo con una voz femenina, dulce y casi cantarina: “Usted no debería estar aquí”.

—¿No me diga que debo ir…? —apunté, con miedo, hacia abajo.

—No sé, voy averiguarlo.

.—¿Entonces…? 

—Espere allí.

Me volví en la dirección indicada y la vi. No la puerta del cielo, claro está, pero si algo más pequeña. Se abría lentamente, resistiéndose a mostrar el otro lado. La crucé.

Encontré un callejón digno de los años cuarenta. Imaginé que en cualquier momento aparecería un gángster de aquellos de traje ajustado, sombrero con cinta ancha y zapatos de charol. ¡Pero estaba en el cielo!, o al menos no en el infierno, y un personaje así no pegaba nada allí.

Del fondo salía una música conocida. ¡Qué ritmo, era buenísimo! Aceleré el paso, y comprobé nervioso que tenía ante mí cinco grandes músicos. Gene Krupa a la batería, Louis Armstrong con la trompeta, Dexter Gordon al saxo tenor, Benny Goodman realizando maravillas con el clarinete, y Glenn Miller con su trombón.

Mis pies se dejaron llevar por los compases del Swing, Jazz y Blues. Sentí las vibraciones de cada instrumento invadiendo mi cuerpo. Pensé que faltaba un piano, y entonces lo vi. Duke Ellington con su esmoquin negro sentado al piano tocando las notas del tema: “Perdido”.

A un gesto de Armstrong se hizo el silencio. Quedé paralizado cuando me preguntó.

—¿Tocas algún instrumento?

—El clarinete —contesté. 

—Benny, préstaselo, vamos a ver de qué es capaz.

De pronto sostuve en mis manos el famoso clarinete de Benny Goodman. Los dedos me temblaron y mi boca se secó. En aquellas condiciones nefastas inicié las primeras notas de “Stompin At The Savoy”. 

Sentí su acompañamiento ¡Estaba tocando con ellos! ¡Era uno más! Goodman me dio su aprobación con el pulgar. Las notas fluían mágicas, sin pensar. Me encontraba entre los grandes.

En un instante todo desapareció. En mis manos ya no había nada, y decepcionado volví a encontrarme delante del ángel barbudo con voz aterciopelada. 

—Efectivamente ha sido un error. Por lo tanto vamos a devolverlo.

Antes de poder pensar, me encontré en algún lugar de urgencias. Una voz femenina estaba llamándome por mi nombre. En la oscuridad de mi ceguera, levanté la mano y le toqué la cara.

—¿No tienes barba?

—¡Qué cosas tiene! —dijo la enfermera.

Al momento una voz masculina me informó de un robo del que fui víctima, y de cómo unos músicos callejeros me encontraron sangrando.

—¿No se acuerda?

—No.

—Pues es un milagro que esté vivo.

—Si —contesté desilusionado.

—¿Quiere que avisemos a alguien? 

¿Alguien? Vivía solo, nadie quiso cargar con un invidente ¿Amigos? Me separé de los que confundían amistad con compasión, y justo ese fatídico día me habían despedido del trabajo. Por lo que la soledad era mi amiga y compañera ¿Y por qué avisarla si ya estaba a mi lado?

Cuando ya recuperado salí del hospital, recorrí las calles con mi inseparable bastón, triste y echando de menos aquel callejón.

En mi recorrido pasé por un callejón y escuché música, era Jazz, Swing, magistralmente interpretados. Un hombre con la barba a medio crecer se me acercó, y con voz femenina, me dijo:

—Bienvenido.

Y los pude ver de nuevo. Gene Krupa a la batería, Louis Armstrong con la trompeta, Dexter Gordon al saxo tenor, Benny Goodman realizando maravillas con el clarinete, Glenn Miller con su trombón y el gran Duke Ellington al piano.

Mientras, en la calle, mi cuerpo yacía bajo las ruedas de un autobús.


©Texto de Jesús García Lorenzo