23 septiembre 2021

El extraño caso de Antonio

       Antonio, hombre solitario, recorría cada mañana a las ocho en punto los quinientos metros existentes entre su domicilio y la cafetería Buen Día, donde siempre desayunaba un café largo cortado de leche con una magdalena, para luego encaminarse con decisión a su puesto de trabajo.

Trabajaba en la estafeta de correos de nueve de la mañana a seis de la tarde. Era muy popular entre todos los vecinos de aquella pequeña ciudad que se asentaba en la ladera de una gran montaña denominada el Oso, por su extraña forma que asemejaba a ese palmípedo animal.

Una mañana, fría y amenazante de lluvia, Antonio se encaminó, como era su costumbre, a la cafetería para desayunar. Al doblar la esquina una espesa niebla lo rodeó, y nunca más se supo. Había desaparecido.

Al no saber nada de él, los compañeros de trabajo, extrañados, denunciaron su desaparición. Se comenzó entonces una búsqueda exhaustiva por todo el término municipal. La policía usó sus perros, los vecinos y conocidos fueron organizados en patrullas, todos estuvieron ojo avizor para encontrar una pequeña e insignificante pista que pudiera dar con el paradero de Antonio. Pasaron los días y poco a poco se fue reduciendo la búsqueda. La Ley de desaparecidos fue adquiriendo fuerza, y los investigadores judiciales dieron carpetazo al asunto, archivando el caso con la coletilla de: “Sin resolver”. 

Pasaron dos años, y cuando todo el pueblo ya se había olvidado del caso, una mañana de otoño apareció Antonio en la cafetería Buen Día, pidió una taza de café largo cortado de leche y una magdalena. El camarero le sirvió el desayuno. Al terminar su desayuno y pedir que lo anotara en su cuenta el camarero lo reconoció. Sorprendido quedó sin habla. Tanto que no supo qué hacer. Quedó observando como Antonio abandonaba la cafetería dirección a la estafeta de correos.

Sin pensárselo un momento el camarero siguió sus pasos, no sin antes decirle a su mujer que volvía enseguida. Desde la acera de enfrente lo vio entrar en la estafeta a las nueve en punto; como era habitual en él. Cruzó la calle y empujó la puerta, pero estaba cerrada, miró a través del cristal y vio como las luces fluorescentes iban encendiéndose una tras otra. De repente un funcionario de la estafeta se presentó al otro lado de la puerta, el camarero, que no lo vio acercarse, retrocedió unos pasos por el susto. El funcionario le señaló el cartel que colgaba en medio del cristal y donde se podía leer: «Cerrado».

—Hasta las nueve y media no se abre. —Gritó el empleado público.

—Acaba de entrar…

—¿Entrar? Nadie. Aquí no ha entrado nadie. Vuelva luego.

Sorprendido por la contestación del funcionario se volvió a la cafetería. Mientras cruzaba la calle se preguntaba cómo no podían haberlo visto entrar. Se paró en la acera de enfrente, justo desde donde lo vio cruzar la puerta. Además le había servido el desayuno. Recordó de pronto que había dos clientes en la barra cuando sucedió. Comenzó a correr para preguntarles antes de que se fueran.

Al llegar, su mujer, que entraba y salía de la cocina, le preguntó, recriminándole, donde se había ido. No contestó, se limitó a dar un vistazo rápido al local buscando los clientes de la barra. Se habían ido.

—Si buscas a los clientes que estaban desayunando les he cobrado yo.

—¿Tú has visto aquí en la barra a Antonio esta mañana?

—¿A quién? ¿Al que desapareció hace dos años?

—¡Justo, ése!

—¿Qué pasa, se ha ido sin pagar?

El camarero le contó lo sucedido, y su mujer lo miró, movió la cabeza y se volvió a la cocina.

A la mañana siguiente, a la misma hora apareció otra vez Antonio. Cuando, de espaldas, le oyó pedir el mismo desayuno, reconoció la voz, o quiso reconocerla. Al volverse lo vio salir dirección a la estafeta. Sin perder un momento salió detrás de la barra y lo siguió. En el mismo lugar que el día anterior se paró y observó como abría la puerta de la estafeta, pero antes de entrar Antonio se volvió hacia el camarero y le dedicó una sonrisa. El camarero se deshizo del mandil y se quedó esperando media hora a que abrieran la estafeta. Al entrar recorrió con su mirada todo el establecimiento hasta que encontró a Antonio. Estaba sentado en una mesa realizando el trabajo de clasificación de cartas postales.

El camarero quedó allí parado en medio de la estafeta, sin poder apartar la vista de Antonio. Un funcionario se le acercó, y él le señaló hacia el lugar donde se encontraba Antonio.

—Allí no hay nadie.

—¿Nadie? —Dijo el camarero— ¡Pero si lo estoy viendo!

Antonio dejó de clasificar cartas, levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa, en ese preciso instante el camarero cayó redondo al suelo. Cuando llegó el médico tan sólo pudo dictaminar el fallecimiento.

Pasaron dos años más, y la cafetería Buen Día cerraba sus puertas todas las noches a las once, el nuevo dueño no veía motivo para estar abierto más allá de esa hora, pues nadie acudía. Esa noche sin embargo se presentó un cliente pidiendo un café con leche. El nuevo dueño del local le informó del cierre, pero no quiso problemas y le sirvió el café con leche. Al terminar el cliente le pagó, y antes de irse le agradeció que mantuviera su local en buen estado, y desapareció en la oscuridad.

A la mañana siguiente a las ocho de la mañana aparecía en la cafetería Buen Día, pidiendo un desayuno, Antonio. El café estaba semi lleno y hubo dos clientes que lo reconocieron. Nadie le dijo nada. Al terminar el desayuno vieron como se dirigía a su antiguo lugar de trabajo. Uno de los clientes llamó a la policía antes de ir a la estafeta. No tardó en aparecer un coche policial en el café y otro en la estafeta. Al momento el juez de guardia levantaba dos cadáveres, uno en cada sitio.

Se corrió el rumor de que una extraña maldición había hecho nido en la ciudad. Los periódicos de todo el país dieron la noticia. En aquella ladera del monte Oso ocurrían muertes extrañas.

No tardaron en estar ocupadas todas las habitaciones del hotel y de las dos posadas existentes en la ciudad. Llegaban de todas las partes del país e incluso del continente, expertos en efectos paranormales, curiosos y periodistas de todas las televisiones nacionales.

Se triplicó el número de habitantes de la ciudad, no se podía transitar por la calle principal, y la cafetería Buen Día, siempre estaba a rebosar. El nuevo dueño de la cafetería realizaba entrevistas para todas las cadenas de televisión; estaba más tiempo ante un micrófono que detrás de la barra. El negocio iba excelente, pues había tenido que contratar a un empleado, y ya no cerraba antes de las doce de la noche.

Tanto la cafetería como la estafeta de correos estaban vigiladas a diario por todos los periodistas allí apostados esperando la aparición del tal Antonio, que tenía la facultad de que cuando aparecía había siempre un muerto.

Durante una semana la ciudad se aparentaba a un hormiguero. Se habían concentrado al pie del monte Oso, todo tipo de gentes, entre los que se encontraban el azote de la policía, los carteristas, timadores y los más expertos en aliviar los bolsillos de los demás. En comisaría se recibían multitud de denuncias a diario, tantas que los pocos agentes no daban a basto para atenderlas.

Todos los forasteros, cada cual en un grado distinto, pero con la misma ansiedad, esperaban, deseaban que alguien muriera para poder dar por veraz el motivo por el que se habían concentrado allí.

Pero los días pasaron y en aquel lugar no ocurría nada. La descripción de Antonio se había dado a conocer por todo el mundo, incluso una foto, que nadie sabía de dónde había salido, corría por las redes sociales, unas tomándoselo a broma, y otras jugando con ese tipo de noticias que a todo el mundo le agrada leer, ver o estar informado por su toque de malsana curiosidad.

Al terminar la semana fue deshinchándose el Bum creado, y poco a poco fueron desapareciendo los invasores de aquella pequeña ciudad hasta que se volvieron a quedar solo los residentes.

Pasados unos días de la marcha de los forasteros, la cafetería Buen Café volvió a tener los clientes habituales y a cerrar a las once de la noche. La estafeta de correos volvió a su rutina, y los habitantes siguieron con su aburrimiento.

Ya nadie se preocupaba por la ciudad en la ladera del monte Oso. No salía en las noticias, ni se hablaba de ella en los periódicos, ni en las revistas. Todo se había olvidado.

Una mañana apareció en la calle principal un vehículo donde se podía leer en sus laterales «Radio Curiosidad», apoyado en él había una mujer que llamaba la atención por su forma de vestir y por su belleza. Estaba micrófono en mano esperando que le dieran la señal, que seguramente recibiría a través del auricular que llevaba en su oreja izquierda, para empezar alguna conexión o entrevista.

Las gentes, después de lo ocurrido semanas atrás, ya no daba importancia a la presencia de un periodista, pero esta profesional tenía algo que hacía que los hombres jóvenes no le perdieran ojo.

Llegado el momento la bella periodista comenzó a hablar, haciendo un pequeño resumen de lo que allí había acontecido, y del fracaso de la prensa al querer ser testigos de la maldición que se achacaba a la ciudad. Poco a poco fue acercándose a un grupo de jóvenes que no le quitaban ojo, hasta que casi hipnotizados con sus ojos grandes y negros, fueron contestando una a una todas las preguntas que les realizaba.

Ese fue el último contacto con los medios de prensa que se tuvo en la pequeña ciudad en la ladera del monte Oso. 

Pasados dos años, ya nadie recordaba el motivo por el que se inundó la ciudad de forasteros hasta que una mañana, en la cafetería Buen Día apareció un personaje extraño pidiendo un café largo cortado de leche y una magdalena, nadie lo reconoció, pero al terminar le dijo al dueño de la cafetería que lo apuntara en su cuenta. El dueño del local pensó que se trataba de un gracioso y le conminó a que hiciera efectiva la cuenta, pero aquel personaje no le hizo ni caso, y salió por la puerta como si no fuera con él todos los insultos y aspavientos que se le dirigían.

El dueño de la cafetería fue detenido por dos clientes justo cuando iba a salir del local armado con una porra de madera de olmo.

—¡Déjalo! ¿No sabes quién es?

—¡No me importa, se va sin pagar!

Al oír el nombre de Antonio quedó paralizado, las historias que había oído fueron inundándole el cerebro, miró a sus clientes y estos le aconsejaron que no le siguiera, pues todos los que lo habían hecho acabaron en una fría mesa del forense. Pero todo el mundo sabía que la aparición de Antonio significaba que alguien iba a morir, y aquella noche, al igual que todas las noches en la que se cumplían dos años desde la última aparición de Antonio, las calles quedaban desiertas, ni la policía salía, pero aún así a la mañana siguiente siempre aparecía un muerto en algún lugar de la ciudad.

Un día, en una reunión municipal se trató el tema de las muertes, y se tomó una decisión; abandonar la ciudad el día que se cumplieran los dos años. Se tenía la esperanza así de que si no moría nadie no volvería nunca Antonio, y así lo acordaron.

El día anterior al señalado una larga caravana de coches se alejó de la ciudad en busca de la vida.

La mañana que se cumplían los dos años, alguien quiso entrar en la cafetería Buen Día para desayunar pero al encontrarla cerrada y comprobar que la ciudad estaba desierta se dirigió a la ciudad vecina. 

La ciudad que lindaba con la de la ladera del monte Oso, era una gran ciudad, o al menos así la calificaron los errantes cuando allí llegaron y ocuparon los tres hoteles existentes.

En los restaurantes de los tres hoteles, apareció un hombre que hizo palidecer los rostros de los forasteros de aquella gran ciudad. Pidió un café largo cortado de leche y una magdalena, y aquellos que habían abandonado la ciudad de la ladera del monte Oso salieron asustados a la calle a todo correr, y todos fueron atropellados por el tráfico que a esas horas era intenso. Y así fue como en aquella ladera del monte Oso no quedó nadie aquel día en el que se cumplían dos años de la última aparición de Antonio.

Habían pasado diez años cuando entraron en la ciudad máquinas dispuestas a derribar todo lo que encontraran a su paso, pues alguien había comprado aquel lugar, e ideado una ciudad residencial.

Cuando las máquinas llegaron a la cafetería Buen Día un hombre se interpuso deteniéndolas, preguntó el motivo por el que iban a destruir la cafetería. Le conminaron a que se apartara con amenaza de llamar a la policía. No se apartó. Enfurecido uno de los obreros le preguntó quién demonios era, y él contestó diciendo en voz alta su nombre. Todos los trabajadores huyeron despavoridos abandonando toda la maquinaria. Al sentirse vencedor comenzó a recorrer la ciudad buscando alguien que le pudiera explicar qué estaba ocurriendo, por qué de la presencia de aquellos obreros y sus máquinas, y sobre todo dónde se había metido toda la gente. Al llegar a la comisaría de policía, también vacía, buscó papel y lápiz, y dejó una nota: «Vivo en la calle del sol número 12, acabo de llegar de un largo viaje y no encuentro a nadie en la ciudad, por favor, contacten conmigo. Firmado: Antonio» 

14 septiembre 2021

Vodka con naranja


Aquella noche sintió la necesidad de abandonar libros y soledad, compañeros de muchos años, y volver por unas horas a una juventud olvidada.

 En su deambular por la ciudad encontró un lugar de copas. Observó durante un rato antes de decidirse a entrar.

El lugar parecía agradable. Se dirigió a la barra observando a su alrededor. Al llegar pidió al camarero, acompañando con un gesto de la mano: 

—Lo mismo que ella.

En el otro extremo de la barra, sola y jugueteando con un vaso, se encontraba una mujer.

Al momento Andrés tuvo delante un vodka con naranja.

En un acto reflejo, se volvió hacia la mujer de la barra. Con descaro y emergiendo de él un impulso olvidado y atrevido, se quedó mirándola fijamente.

Andrés fue siempre un hombre solitario, tímido y obsesionado por su trabajo, con pocas amistades y ninguna novia. Se doctoró Cum Laude, y encerró su vida entre libros. Consiguió varios premios periodísticos y literarios, y se adentró más y más en un autismo profesional.

Uno de los pocos amigos de antaño le dijo que si no salía y aireaba su vida acabaría devorado por sus libros. Esa noche se decidió y le hizo caso.

Sintió que la mano se le helaba por el hielo del vaso, pero no podía dejar de mirar a esa mujer.

Teresa había entrado impulsada por el amor propio. Terminado su turno en el hospital, y como ya era habitual, inventó una cita. A diario mentía a sus compañeras sobre su vida social, todas tenían cosas que contar de sus novios, amigos, maridos o hijos. ¿Y ella? Ella, nada. A la muerte de sus padres se encerró en sí misma.

En su juventud sus amigas la querían como compañía cuando fallaba la de un chico. Apocada, y sin empuje, se dejaba arrastrar por sus amistades de un lado a otro, y a medida que se fueron casando fue sintiendo el frío del abandono. Los años influyeron en su actitud creándose a su alrededor una gruesa y dura capa. Pero cuando entró en el hospital central, terminados sus estudios de enfermería, empezó a sentir la necesidad de vivir otra vida, y comenzaron las citas inexistentes.

Una de esas mentiras la llevó a esa barra, pedir un vodka con naranja y esperar a sentir la necesidad de volver a casa. Pero la vida a veces da sorpresas.

«¡Dios mío, como me mira!», pensó al sentirse observada, y lo examinó con el rabillo del ojo: «No es un Adán pero tampoco está mal». No pudo evitar volver la cabeza y darle un vistazo rápido.

Andrés, ante la señal que ella había dado —al menos eso era lo que interpretó—, se armó de valor. Con la copa en la mano fue en su busca.

«¿Qué le digo?», se dijo mientras recorría los tres metros que los separaba. «¡Piensa, Andrés, piensa!».

—¡Hola! Perdona, pero… te he visto volverte y… —dijo temblándole las piernas.

—¡Hola! —respondió Teresa.

A partir de aquel momento las cosas surgieron por sí solas. Se estableció una conversación banal, y luego fueron descubriendo cosas que los unían. Lectura, pintura, música… Coincidían en gustos y en aficiones. Algo iba forjándose entre ellos. Surgieron risas y los nervios se disiparon.

Sonó un bolero. Los ojos de Andrés se cruzaron con los de Teresa en un silencio a gritos.

—¿Quieres bailar? —Andrés se sorprendió al oírse tan decidido.

—¿Y por qué no? —La respuesta de Teresa fue rápida. 

Una vez en el centro de la pista, iluminada por luces de colores, se abrazaron con timidez dejándose llevar por la belleza del bolero, y el abrazo acabó diferente, tanto que a Teresa le pareció tierno a la vez que robusto.

Bailaron en silencio, sin atreverse a romper el momento. El bolero acabó pero rápidamente surgió otro. Ninguno de los dos hizo mención de separarse.

Las horas pasaron con rapidez. En ese ambiente Andrés olvidó sus textos, Teresa a sus compañeras, y parecía que las alas del amor los iba envolviendo, preservándolos de sus problemas, sus temores y sus males.

Por fin los dos habían sido infieles. Infieles a su soledad. Se sentían unidos, entrelazados por sus vidas paralelas. Cuando el camarero se acercó y les comunicó que tenía que cerrar, temieron que la magia se desvaneciera.

Salieron en silencio; atrás quedaban los ruidos que el empleado del local hacía al arrastrar las sillas.

Era ya de madrugada. Teresa abrigó su garganta con el cuello de su cazadora, mientras que su acompañante se subía las solapas de su chaqueta. Se quedaron parados delante del local, sin que ninguno se atreviera a pronunciar palabra. Así estuvieron durante unos segundos. Teresa esperaba mirando al vacío. 

—¿Quieres que te acompañe a casa?

Por fin la pregunta esperada por Teresa.

La respuesta fue rápida y afirmativa. Los dos se encaminaron calle arriba. El camino se hizo ameno, retomando la conversación que habían dejado en el local.

Durante el trayecto Teresa notó en su brazo la mano de Andrés. No lo impidió, al contrario, facilitó la acción mientras esbozaba una pequeña sonrisa.

Sin darse cuenta llegaron al portal. Comenzaron las miradas, calladas y habladoras. Hasta que… 

—Mañana, después del trabajo… —dijo Andrés—, ¿quizás te apetecería una…?

—¡Sí! 

Teresa se sintió avergonzada a la vez que halagada.

—¡Bueno! Pues… hasta mañana.

Andrés quedó mirándola a los ojos. Permanecía allí, clavado al asfalto sin poder hacer un solo movimiento.

Teresa plantada frente a él, esperaba. «¿Por qué no se decidirá?», pensaba. Mientras con los ojos, le hablaba, le gritaba: «¡Vamos!, ¡decídete!». De pronto notó las manos de él en sus hombros, cerró los ojos y saboreó un breve beso.

Lo que quedaba de noche no durmió; se dejó caer sobre la cama y recordó todos los detalles de aquel encuentro.

La luz de la mañana la descubrió feliz, alegre. Era otra mujer. Se sentía como una adolescente deseando que llegara la noche para acudir a la cita.

Andrés recibió la mañana canturreando un bolero. Se le veía lleno de vida, había recobrado unas energías que olvidaba haber sentido.

 Teresa no tuvo ese día que inventarse ninguna cita. Su turno pasó rápido. Se cambió de ropa, se pintó, y se despidió con una amplia sonrisa. 

Cuando llegó al local no había llegado Andrés, se sentó en la barra pidió un vodka con naranja, y esperó.

En la calle, a pocos metros de allí un hombre yacía bajo las ruedas de un autobús, en su mano un ramo de flores que su puño cerrado no dejaba caer.

Tras su segunda copa sonó un bolero. Teresa miraba el reloj y se preguntaba qué podía estar pasando. La sirena de una ambulancia se oyó fuerte al pasar delante de la puerta del local.

El bolero acabó y rápidamente sonó otro, y Teresa pidió su tercer vodka con naranja al tiempo que su corazón se rompía definitivamente.


©Jesús García Lorenzo

02 septiembre 2021

El adiós

Estoy aquí…, no sé desde cuándo. El hospital es como mi casa. Prácticamente vivo en él. Conozco casi por su nombre a las mujeres de la limpieza, los turnos de las enfermeras y de los médicos. La rutina de todos ellos. Cada rincón y pasillo forma parte de mi hogar. Por el ruido que hacen las ruedas sé si el ocupante de una camilla está cerca de abandonar la vida. Al caer la noche me gusta disfrutar de la quietud que se respira en la sala de espera con su media iluminación. Desde allí puedo ver la puerta de mi amiga Lourdes, a quién La Enfermedad, que se la está comiendo poco a poco, la ha dejado en coma hace varios días.

Una noche de viernes, como es habitual en mí desde que vivo en ese lugar, aparecí con una borrachera de las que marcan época. Las enfermeras de turno acostumbradas a mis salidas de tono ni me miraron. Salí del ascensor a cuatro patas. Ciego por el alcohol y la marihuana que un colega me había regalado, era incapaz de andar erecto. Cuando conseguí, gracias al apoyo de la pared, erguirme sobre mis pies apunté al centro del pasillo que se movía como un barco de madera en un día de marejada. Tropezando con las paredes de aquel túnel con puertas a los lados conseguí llegar a la que me interesaba. No fue hasta un buen rato después que me di cuenta del equívoco de habitación. Todo surgió al intentar acostarme junto a mi amiga Lourdes, me caí al suelo desde la altura de esa cama de hospital. A punto estuve de romperme la cabeza, y como no lo conseguí casi lo hace el acompañante del enfermo. 

Cuando por fin encontré la habitación que buscaba, entré a oscuras. Me senté en el sillón, bueno, me dejé caer. Todo me daba vueltas. Intenté incorporarme, entonces la vi junto a la puerta. Alta, delgada, y vestida de negro. Quieta. Llevaba una capucha que le tapaba el rostro. A pesar de mi embriaguez supe de quién se trataba. Al principio me quedé sin saber qué hacer. Estaba claro el motivo de su presencia aunque mi mente se negara a aceptarlo.

No conseguía apartar la vista de ella, era como si estuviera hipnotizado. En la habitación había un silencio ensordecedor, roto únicamente por el sonido rítmico de la máquina conectada a la enferma. Aquel silencio me hizo hablar susurrando.

—¿Quién eres tú?

¡Claro que lo sabía!, pero algo debía decir, y esa pregunta me pareció perfecta a pesar de mi borrachera.

No obtuve respuesta, es más, continuaba inmóvil.

—Apártate de ahí o se te caerá un hueso si abren la puerta. Ja, ja. ¡Ssssch! Lourdes duerme. ¡Ssssch!

—¿Quieres un trago?

Levanté mi petaca ofreciéndosela. 

—¿Por qué vas de negro?

Sin saber cómo comencé a reír. Me levanté y tropecé con algo que al caer sonó como un Gong chino. Poniendo mi índice en los labios pedí silencio.

Llegué hasta ella y la miré a la cara, pero no pude ver nada, aquella maldita capucha me lo impedía. Levanté el brazo y se la quité.

—Eresss fea de cojonessss, tía.

Di la vuelta y me dirigí al sillón de nuevo, y otra vez volví a tropezar ruidosamente con algo. La puerta de la habitación se abrió, una enfermera me indicó silencio, y cerró.

Algo me pasó cuando oí el siseo de la sanitaria y vi que la puerta había atravesado a la figura de mi visitante sin ningún tipo de resistencia. Sin saber cómo formulé la pregunta.

—¿Estás aquí para llevártela? 

Aquel interrogante hizo despertar un mecanismo dentro de mí. Mi mente comenzó una carrera de cien metros intentando una sobriedad que, por desgracia, no llegó a alcanzar en su totalidad.

Me incorporé e intenté acercar el sillón y poder coger la mano de mi amiga Lourdes. Mi inestabilidad no me permitió moverlo. Me conformé con estrechar entre mis dedos un trozo de sábana al caer a plomo de nuevo en el sillón. Con toda la dignidad de la que fui capaz en mi estado comencé el mayor monólogo que jamás había pronunciado:

—Nunca pensé que verte fuera tan desagradable, aunque me lo estoy pasando bomba teniéndote como visita. ¡Claro!, no eres una visita, no son horas. Vienes por ella. ¿Verdad? Cuántas veces, al verla así, he pedido que esa maldita enfermedad se apoderara de mí, pero en la vida no se puede elegir. ¡Oh!, perdona, eres tú la que elige. ¡Ja, ja, ja! Ssssch, ssssch.

»¿En qué te basas? En esta ocasión no has elegido bien, ella merece vivir porque ha tenido mala suerte en su vida, ¡me gonoció a mí!, ssssch. Mira, estoy muy bebido y puede que no coordine bien, pero… egscucha con atención: llévame a mí, déjala tranquila, deja que se recupere. Yo no tengo importancia, siempre he sido un paria, el piojo en un ser sano, una escoria. Un borracho, ladrón y… un asesino. Sí, he matado para conseguir el dinero suficiente y traerla aquí. Aquí todos son muy amables, se ve que la quieren. No es que ganes mucho con el cambio, pero harás una buena acción.

»¿No me estás oyendo?, ¡Eh!, ssssch, te estoy proponiendo un cambio, y no, no es el alcohol el que habla por mí. ¿Qué quieres, que te lo pida de rodillas?, pues aquí me tienes, humillado y suplicándote. 

»Nada de lo que digo o hago te importa, ¿vergdad?, sigues dispuesta a coger lo que crees tuyo. Porque eso es lo que haces, arrebatar, robar con total impunidad la vida, no me extraña que te teman.

»¡Pero no lo conseguirás! ¿Sabes por qué? Ssssch, porque te odio. ¡Sí!, y lo hago con tanta fuerza que lucharé contra ti. ¿Qué ocurre, no te atreves? Ya veo, es la primera vez que te plantan cara. ¡Pues aquí estoy! Pensar que me he humillado... ¡Gracias a Dios que no puede oírnos!, ¿qué, no dices nada? Has cruzado la línea y me has encontrado. Tienes delante a un hombre que no teme tu presencia, capaz de cualquier cosa para que no llegues a su lecho y la cojas.

»Ahora que te miro con atención… más que miedo das asco, hueles mal y apareces en los momentos más bajos de la humanidad… ¡Vaya palabra! Humanidad. No la conoces porque eres la basura y la oscuridad del mundo.

»Escondes tu fealdad debajo de esa mugrienta capucha. ¿A dónde vas?, no te acerques o gritaré.»

—No grites, no hace falta, nadie excepto yo puede oírte desde un buen rato. ¿Qué ocurre? ¡Estás pálido!

—Pe… ro… ¿Qué…? ¡Socorroooo!

—Te lo he dicho, no te oyen. Hasta ahora solo has hablado tú y, ¡vaya si lo has hecho!, pero me toca a mí. Cuando llegué lo hice con la orden de llevármela, y yo siempre cumplo lo que se me indica, salvo que se den ciertas condiciones.

—…

—¿No preguntas cuáles son esas condiciones?

—Yo… no sé… si… debo… 

—¡Vaya!, la borrachera se te ha convertido en miedo. Hay una cosa que no aguanto de mi trabajo y es ese olor a muerto que aparece cuando se vienen conmigo, pero… ¡Ja, ja, ja!, todavía no he elegido, ¿es tuyo ese olor?

—Sí…

—¡No susurres, hombre, dímelo bien alto!, pregúntame por mis condiciones. ¡Es igual, te las diré!, estas son: si llegado el momento, alguien se ofrece, y lo hace con sensatez, se realiza el canje. ¿Agachas la cabeza? ¡Levántala con alegría!, porque tu deseo se ha cumplido. Ella vivirá y lo hará por muchos años más. A cambio tú ocuparás su lugar.

—¡Noooo!, ¡por favor! ¡No quiero morir!, no sabía qué decía, haré lo que quieras. Te traeré clientes, ¿eso quieres?, conmigo no te faltará trabajo… He matado y lo volveré a hacer las veces que me indiques, incluso haré horas extras.

 —¡Basta! Llévame a mí, me has dicho, y lo dijiste borracho, pero también con la sinceridad que da la amargura de perder al ser querido.

—¡Nooo, por favor!

—¡Vaya! Ya no eres tan valiente. Levanta y muestra más orgullo. ¡Cobarde! ¡Vamos!, se hace tarde. Despídete.


Un grito desgarrador se oyó en toda la planta. Las enfermeras del turno de noche corrieron pasillo arriba en busca del grito. 

Un segundo grito lo dio la enfermera que entró en la habitación de Lourdes y me vio desangrado en el suelo, y a mi amiga sentada en la cama diciendo:

—Adiós.


© Jesús García Lorenzo