Juan soplaba el café con leche para poder tomárselo sin
quemarse, cuando oyó que lo llamaban.
—¿Juan, Juan Ballester?
—Hombre, cuanto tiempo ¿Qué haces por aquí?
El recién llegado vestía de traje y
portaba un maletín.
—Pues ya ves —dijo mostrando su
vestimenta y su portafolios—, de curro, voy a visitar un cliente ¿Y tú? ¿Ese
uniforme?
Juan se dio una vuelta para
mostrarse.
—También de curro. Trabajo como
vigilante en el museo de ahí enfrente.
—Ten cuidado—dijo el amigo
haciéndose el interesante—, en los museos cuando no hay luz las piezas cobran
vida.
Juan comenzó a reírse diciéndole que
eso son cuentos de niños.
—No, de veras ¿Por qué crees que
siempre hay alguna luz encendida siempre?
—Para poder distinguir con facilidad
quién está en las salas. ¡Vamos, hombre! —mirando el reloj— ¡Uhm! Lo siento
llego tarde. Nos vemos un día de estos ¿Vale?
—Vale.
La sala estaba totalmente oscurecida, una fuerte tormenta y
un mal mantenimiento del sistema de las luces de seguridad habían proporcionado
la negrura del museo.
La linterna del vigilante alumbraba
el camino, y junto con el ruido del parqué al soportar su peso, anunciaba su
presencia allá por donde iba.
La luz del vigilante iluminó la
vitrina de los soldados de la guerra civil española. Las figuritas de plomo de
uno y otro bando estaban en perfecta formación, pero algo le llamó la atención
al guarda. El abanderado de la república estaba junto al abanderado nacional y
los dos encarados entre las dos formaciones.
El vigilante, tras meditarlo unos
segundos, pensó que algún trabajador del museo había estado divirtiéndose con
aquellos soldaditos. Se sonrió y continuó su recorrido.
La sala volvió a quedar totalmente a
oscuras al salir de la sala. Sus pasos se oían cada vez más lejanos.
—¡Cabo!
—¡A la orden, mi sargento!
—Termine de realizar el intercambio
y vuelva a la formación.
Los dos abanderados se entregaban
aquello de lo que carecía el contrario, el republicano entregaba papel de fumar
y el nacional tabaco. Una vez realizado el cambio y en perfecta marcialidad,
cada abanderado ocupó su lugar en la formación.
—¡En su lugar, descansen! ¡Ar!
La orden sonó a la vez en los dos
bandos, también en los dos se oyó:
—Pueden fumar.
La luz volvió de pronto al museo y
el vigilante, en su recorrido de vuelta, observó con asombro que los dos
abanderados estaban en su formación correctamente colocados, pero lo que más le
llamó la atención es que a los pies de los soldados había colillas, algunas a
medio apagar.
Qué bueno! Y realmente fue así. Mi padre, que perteneció a la quinta del biberón, me contaba que en el frente se ponían de acuerdo para bajar al pueblo a comprar, unos por la mañana, otros por la tarde. Luego... seguían la guerra.
ResponderEliminarHola, Amparo.
ResponderEliminarSí, realmente era así. Las trincheras estaban tan cerca que los ronquidos de unos se escuchaban en el otro lado.
Si no has visto la película "La vaquilla" te la aconsejo, allí hay referencias a anécdotas como esta.
Por cierto, mi padre también fue de la quinta del biberón.
Un abrazo
Me hace sonreír pensar en la camaradería y el compañerismo, y a la vez me entristece y acongoja mucho. Sé que está muy dicho, pero es que la guerra es tan absurda e injusta. Los soldados son sólo personas, no balas ni ideologías políticas. El texto es original y tierno, me ha gustado mucho. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Patricia.
ResponderEliminarTienes toda la razón, las guerras son absurdas, sea cual sea el motivo que las ocasiona.
Un abrazo