03 octubre 2025

El robo


El plan estaba muy claro, había que entrar y, coger todo lo que se pudiese y salir con la mayor aceleración posible. Con lo que nadie contaba era con lo que nos íbamos a encontrar nada más traspasar el umbral de la casa.

Andrés, el mas valiente de todos nosotros, fue el primero, pero también fue el primero en salir. Lo hizo con la cara desencajada, sin decir nada, y con una aceleración que nos dejó a todos paralizados. Nos miramos unos a otros intentando comprender qué fue lo que hizo que Andrés saliera de aquella manera.

Juan, el más joven, miraba el interior de la casa, oscura, sin un atisbo de luz. Aquel negro invitaba a entrar y averiguar algo de lo sucedido, pero también nos reprimía por la reacción de nuestro compañero.

—Bueno, ¿qué hacemos? ¿Entramos?

El silencio fue la respuesta a lo preguntado por Juan. Los tres, Manolo, Juan Y yo, miramos hacia el interior.

La noche no ayudaba, pues habíamos elegido una sin luna. Nos jugamos a piedra, papel o tijera, para ver quién era el primero en entrar. Ni que decir tiene que la suerte que nunca se ha aliado conmigo en esta ocasión lo hizo.

Tragué saliva y, despacio, muy despacio, me encaminé hacia el interior. Note la mano de uno de mis compañeros en la espalda. Tropecé con una madera en el suelo, una cerilla me dejó ver que era la pata de una silla, a su lado había un trapo de cocina. Ante el olvido de alguna linterna, improvisé una antorcha.

Aquella casa estaba decorada como en el siglo XIX, y el mal estado de los muebles, los cuadros, las paredes, las alfombras y la moqueta denotaban el abandono. En el lado derecho existía una escalera de mármol que daba acceso al piso superior.

—¡Vamos! Hagamos lo que hemos venido, a hacer y salgamos de aquí —susurró Manolo—, todo me da mala espina.

—Bien, las habitaciones deben estar arriba, yo veré qué puede haber aquí abajo.

Manolo y Juan subieron improvisando otra antorcha.

Entré en lo que parecía una biblioteca enorme. Estaba repleta de libros polvorientos, y al parecer por su encuadernación muy antiguos.

—¡Vaya! Un ladrón intelectual.

Ni que decir tiene que me asusté, miré para todos los lados sin encontrar de dónde procedía aquella voz femenina. Al guardar en su sitio el libro que había cogido y darme la vuelta, se me apareció una mujer, distinguida, vestida con ropas de las señoras pudientes del mil ochocientos. Me quedé paralizado y comprendí al instante qué fue lo que hizo que mi compañero Andrés saliera como alma que lleva el diablo.

—No temas, no puedo hacerte nada, salvo alguna cosa que te pueda asustar como hice con tu compañero. Aquí no vas a encontrar nada que tenga un valor como para que merezca la pena un robo sustancioso.

—Pero…, tú…, yo…

Mis pensamientos se alborotaban en mi cabeza. De repente el fantasma desapareció, enseguida me percaté el motivo. Mis compañeros entraron diciéndome que poco había en la parte de arriba, así que había que irse.

—Iros, si queréis, yo me quedo.

—¡Vaya! No me extraña ¡Menuda biblioteca!

Tras la observación de Manolo salieron de la casa, no sin antes aconsejarme que no estuviera mucho tiempo por si aparecía alguien, me guiño el ojo mientras decía la advertencia.

Al volver a quedarme, solo apareció el fantasma.

—Menudos compañeros tienes que te dejan solo.

—Son buenos chicos, por cierto ¿Cómo es que eres un fantasma? ¿Qué hiciste mal?

El fantasma me indicó que tomara asiento para contarme la historia. Resulta que intentaron violarla y, al defenderse, mató a los dos que lo intentaron. Me contó todos los detalles sin descartar ninguno. ¡Menuda mujer! Pensé.

—Me hicieron un juicio y el motivo de ser una mujer no tuvieron en cuenta los motivos de defensa propia, hasta un juez insinuó que no empleé demasiada resistencia.

—¿Cómo? Y matarlos no fue suficiencia, resistencia, ¿no?

—Estábamos en el siglo XIX.

— Claro.

—Luego en el juicio final decidieron que purgara mi pecado por incumplir el “No matarás” y aquí estoy hasta que alguien rece un Padre Nuestro en una iglesia por mí.

Estuvimos hablando durante un largo tiempo, tanto que se hizo de día. Me dijo que, ya que había entrado allí con el ánimo de robar, que me llevara algún libro, y me aconsejó uno. Lo cogí y, después de quitarle el polvo, lo guardé en la bolsa que llevaba.

Nos despedimos y me fui algo contento por haber logrado algo insólito, haber hablado con un fantasma durante varias horas.

Al volver a casa pasé por delante de una iglesia y, parado delante de la puerta, decidí entrar tras un montón de tiempo que no lo hacía y rezar un padre nuestro por Andrea. Al salir fui a un anticuario para que me tasara el libro.

—No sé de dónde lo has sacado, pero esto que tienes es una joya, si lo subastamos pasarás el resto de tu vida sin dar golpe.

Y me fui a vivir a Miami, donde pasé lo que me quedaba de vida despreocupado de todo mal y rezando un padre nuestro todas las noches.